—Sí. Todo forma parte de un único mecanismo —respondió Symon—. Fue diseñado especialmente para el día en que Su Alteza Real depositó aquí la reliquia. Como ves, está encerrada tras esa vitrina de cristal, exactamente tal y como él la dejó.
Un mero vistazo mostraba a las claras que las medidas tomadas para guardar el tesoro eran en efecto tan seguras como simples. Una sencilla luna de cristal separaba por completo una esquina de la estancia dejándola enmarcada en un armazón de hierro que se empotraba en las paredes de roca y el techo de madera. Resultaba así imposible abrir la vitrina sin un complicado esfuerzo, a no ser rompiendo el cristal, lo cual muy probablemente despertaría al vigilante nocturno, quien se hallaba siempre a pocos pasos de allí incluso cuando dormía. Un examen cercano hubiera delatado muchas más medidas ingeniosas, pero para entonces la mirada del reverendo Thomas Twyford se encontraba ya, cuando menos, clavada en aquello que ocupaba toda su atención: el pequeño disco de un apagado color plateado que brillaba bajo la blanca luz sobre un sencillo fondo de terciopelo negro.
—El Penique de San Pablo, del que se dice que conmemora la visita de San Pablo a Gran Bretaña, se conservó probablemente en esta capilla hasta el siglo
VIII
—decía Symon con su clara pero insípida voz—. Se supone que en el siglo
IX
fue arrebatado por los bárbaros para reaparecer, después de la conversión de los godos del norte, en posesión de la familia real de Gothland. Su Alteza Real el Duque de Gothland la retuvo siempre bajo su custodia personal, y cuando finalmente decidió mostrarla al público la colocó aquí con sus propias manos, siendo inmediatamente sellada de esta manera.
Desafortunadamente, llegados a este punto, Summers Minor, cuya atención se hallaba algo apartada de las guerras religiosas del siglo
IX
, descubrió un trozo de cable que asomaba por un desconchón de la pared. Sin dudarlo un segundo, se abalanzó sobre él gritando:
—Oiga, ¿es esto lo que conecta…?
Se hizo evidente que sí conectaba, pues tan pronto como el chico tiró de él la habitación entera se encontró a oscuras como si todos ellos se hubieran quedado ciegos de repente. Un instante más tarde oyeron el chasquido sordo de la puerta al cerrarse.
—Muy bien. Ahora sí que la has hecho buena —dijo Symon a su manera tranquila. Luego, tras una pausa, añadió—. Supongo que tarde o temprano nos echarán de menos, y sin duda ellos podrán abrirla. Pero puede que eso lleve todavía algún tiempo.
Hubo un silencio, pasado el cual el invencible Stinks dijo:
—¡Qué fastidio que haya tenido que dejar arriba mi linterna eléctrica!
—Creo —dijo su tío con severidad—, que todos estamos ya más que convencidos de tu afición por la electricidad.
Luego, tras una pausa, dijo más amablemente:
—Supongo que si tuviese que echar de menos algo de mi propio equipaje, sería la pipa. Aunque, de todas formas, no resulta muy agradable fumar a oscuras. Todo parece diferente en la oscuridad.
—Todo es diferente en la oscuridad —dijo una tercera voz, la del hombre que se hacía llamar mago. Era la suya una voz muy musical que contrastaba notablemente con su siniestro y atezado semblante, el cual resultaba ahora invisible—. Quizá no conozcan ustedes la terrible verdad que ello representa. Todo lo que ustedes ven son sólo imágenes creadas por el sol: caras, muebles, flores, árboles. Las cosas en sí pueden resultarles bastante extrañas. Ahora podría haber algo más donde antes sólo veían ustedes una mesa o una silla. El rostro de un amigo puede resultar muy diferente en la oscuridad.
Un leve e indescriptible ruido quebró la quietud. Twyford se sobresaltó por un segundo, tras lo cual dijo ásperamente:
—Verdaderamente, no creo que sea el momento más adecuado para intentar asustar a un niño.
—¿Quién es un niño? —gritó el indignado Summers con una voz a medio camino entre un cacareo y un chillido—. Yo no. Y tampoco soy un gallina.
—Me callaré entonces —dijo la otra voz—. Pero tengan presente que el silencio habla por sí solo.
El requerido silencio se mantuvo durante largo rato hasta que, al fin, el clérigo le dijo a Symon en voz baja:
—Supongo que no debemos preocuparnos por el aire, ¿no?
—En absoluto —contestó el otro en voz alta—. Hay una chimenea y un hogar en la oficina, justo al lado de la puerta.
El ruido de unos pasos apresurados y el de una silla al caer les dijeron a todos que la indomable nueva generación se había lanzado una vez más cuarto a través. Pronto le oyeron exclamar:
—¡Una chimenea! ¡Vaya! Seguro que por ella se podrá llegar hasta…
El resto se perdió entre amortiguados pero triunfantes gritos.
Su tío lo llamó en vano repetidas veces, recorrió a tientas el camino hasta la abertura y, tras levantar la vista por ella, vislumbró un disco de luz que parecía sugerir que el fugitivo se había escabullido hasta ponerse a salvo. Al deshacer el camino hacia donde se encontraba reunido el grupo, junto a la vitrina de cristal, tropezó con la silla caída sobre el suelo, tras lo cual necesitó un momento para recobrarse. Acababa de abrir la boca para decirle algo a Symon cuando se detuvo y, de repente, se encontró parpadeando bajo el tremendo golpe de la luz blanca. Al mirar por encima del hombro del otro pudo ver que la puerta estaba abierta.
—Así que finalmente nos han descubierto —le dijo a Symon.
El hombre de la túnica negra se hallaba recostado contra la pared algunas yardas más allá con una sonrisa esculpida en la cara.
—Ahí viene el Coronel Morris —continuó Twyford todavía hablando con Symon—. Uno de nosotros tendrá que contarle cómo se fue la luz. ¿Va a encargarse usted de ello?
Pero Symon aún no dijo nada. Permanecía de pie, tan inmóvil como una estatua, mirando fijamente el terciopelo negro situado tras la pantalla de cristal. Miraba el terciopelo negro porque no había nada más a lo que mirar. El Penique de San Pablo había desaparecido.
El Coronel Morris entró en la habitación acompañado de dos nuevos visitantes, presumiblemente dos nuevos turistas que habían tenido que esperar arriba a causa del accidente. El primero de ellos era un hombre alto, rubio, de aspecto lánguido, amplia frente y nariz prominente. Su compañero era un hombre más joven de pelo claro y rizado y una mirada tan franca que llegaba a parecer inocente.
Symon apenas pareció oír a los recién llegados. En realidad, parecía como si no se hubiese dado cuenta de que el retorno de la luz dejaba ver a las claras su exacerbado nerviosismo. Luego reaccionó de manera sospechosa y, cuando vio al mayor de los dos extraños, su ya de por sí pálido rostro pareció palidecer aún más.
—¡Caramba! Pero si es Horne Fisher —y luego, tras una pausa, dijo en voz baja—. Estoy metido en un aprieto de mil demonios, Fisher.
—Parece haber por aquí un pequeño misterio que aclarar —dijo el caballero que había sido interpelado.
—Nunca se aclarará —dijo el pálido Symon—. Si alguien pudiera aclararlo, sería usted. Pero nadie podrá.
—Creo que yo sí podría —dijo otra voz desde fuera del grupo.
Todos se volvieron sorprendidos para descubrir que el hombre de la túnica negra había hablado una vez más.
—¡Usted! —dijo el coronel con aspereza—. ¿Y cómo se propone hacer de detective?
—No me propongo hacer de detective —contestó el otro con aquella voz tan clara como una campana—. Mi intención es hacer de mago… de uno de aquellos magos que usted solía poner en evidencia en la India, coronel.
Nadie habló durante un momento. Luego Horne Fisher sorprendió a todo el mundo al decir:
—Bien, subamos entonces y dejemos que este caballero lo intente.
Pero antes tuvo que detener a Symon, quien automáticamente había puesto el dedo sobre el botón, diciéndole:
—No, deje todas las luces encendidas. Será una especie de garantía.
—¿Cómo? Pero si ahora ya no podrán robar nada —dijo Symon, cortante.
—Pero puede que lo devuelvan —respondió Fisher.
Twyford había ya echado a correr escaleras arriba en busca de noticias de su sobrino desaparecido. Las noticias que obtuvo de él lo dejaron perplejo pero, a la vez, lo tranquilizaron de inmediato. Sobre el suelo del piso superior yacía uno de esos grandes aviones de papel que los alumnos suelen lanzarse unos a otros cuando el profesor está fuera de la clase. Lo habían lanzado desde fuera, evidentemente por la ventana, y, al ser desplegado, dejó a la vista una serie de garabatos realizados con una pésima caligrafía que decían: «Querido tío, todo marcha bien. Más tarde me reuniré contigo en el hotel». Debajo podía verse una firma garrapateada.
Apenas aliviado por ello, el clérigo volvió voluntariamente sus pensamientos hacia su reliquia predilecta, cuya importancia no le iba a la zaga a la que le dedicaba a su sobrino. Y antes de saber siquiera dónde se encontraba, fue rodeado por los demás, que discutían sobre la pérdida ocurrida, y prácticamente arrastrado por el empuje de su emoción. No obstante, una duda inconsciente persistía latiendo en su cabeza en cuanto a lo que le había podido ocurrir en realidad al chico y qué era lo que había querido decir exactamente al afirmar que todo marchaba bien.
Mientras tanto, Horne Fisher había confundido en gran medida a propios y extraños con el tono y la actitud que acababa de adoptar. Había conversado con el coronel sobre cuestiones militares y mecánicas haciendo gala de notables conocimientos tanto acerca de los pormenores de la disciplina como de los tecnicismos de la electricidad. Había hablado también con el clérigo y mostrado unos conocimientos igualmente sorprendentes sobre los aspectos religiosos e históricos que giraban en torno a la reliquia. Había dialogado incluso con el hombre que se denominaba a sí mismo mago, no sólo sorprendiendo sino incluso escandalizando a la concurrencia con la soltura igualmente desenfadada con la que charlaba acerca de las más fantásticas formas adoptadas por el ocultismo oriental y la experimentación psíquica. Y en lo que respecta a esta última y menos respetable línea de investigación, se hallaba evidentemente preparado para ir algunos pasos más allá. Alentó abiertamente al mago y se declaró dispuesto a seguir los más que quiméricos métodos de investigación a los que éste pudiera conducirle.
—¿Cómo comenzaría usted? —preguntó con una inquieta cortesía que hizo que el coronel se congestionase de cólera.
—Todo se reduce a una especie de fuerza y a establecer la comunicación necesaria para atraer a dicha fuerza —contestó afablemente el experto haciendo caso omiso de los murmullos con que los militares aludían con ironía y risas sofocadas a la fuerza policial—. Se trata de lo que ustedes en Occidente suelen llamar magnetismo animal, aunque en realidad es mucho más que eso. Mejor será que no explique cuánto más. Sobre cómo ponerlo en práctica, el método habitual es provocar un trance en alguna persona fácilmente impresionable, quien actúa como una especie de puente o cable de comunicación por medio del cual la fuerza del más allá pueda proporcionarle, por así decirlo, una sacudida eléctrica que despierte sus sentidos más profundos. Podríamos decir que abre el ojo dormido de la mente.
—Yo soy fácil de impresionar —dijo Fisher con una mezcla de simpleza y desconcertante ironía—. ¿Por qué no abre usted el ojo de la mente para mí? Mi amigo Harold March, aquí presente, podrá decirle que a veces creo ver cosas en la oscuridad.
—Nadie ve nunca nada si no es en la oscuridad —dijo el mago.
Las cargadas nubes del crepúsculo se iban cerrando alrededor de la cabaña de madera, enormes nubes de las que, a través de la pequeña ventana, sólo resultaban visibles los extremos, que con su color púrpura semejaban las colas y los cuernos de monstruos descomunales que merodeasen flotando alrededor del lugar. No obstante, aquellos tonos púrpura iban ya tornándose en gris oscuro, lo que anunciaba que la noche estaba al caer.
—No enciendan la lámpara —dijo el mago con tranquila autoridad deteniendo todo movimiento en dirección a aquélla—. Ya les dije antes que las cosas sólo suceden en la oscuridad.
Cómo aquella cosa de locos pudo llegar a tolerarse en la oficina de un coronel, de entre todos los lugares del mundo, es una cuestión que más tarde se convertiría en una especie de enigma en la memoria de muchos de los allí reunidos, incluido el propio coronel. Lo recordarían más tarde como una especie de pesadilla, como algo que se vieron incapaces de controlar. Claro que, al fin y al cabo, quizá hubiese realmente algo de magnetismo en el hipnotizado ya que, en aquel momento, y sea como fuere, lo único que parecía seguro era que Horne Fisher estaba siendo hipnotizado. Se había desmayado en su silla con los largos miembros extendidos como pesos muertos y los ojos mirando fijamente al vacío. Y en cuanto al hipnotizador, éste se ocupaba en realizar amplios y extraños movimientos con aquellos brazos enfundados en ropas oscuras que parecían un par de alas negras.
El coronel encendió un cigarro. Aquello había rebasado el límite de su paciencia y ahora se entretenía diciéndose a regañadientes que a los aristócratas excéntricos se les tiene consentido cualquier capricho. Se consoló al pensar que ya había hecho llamar a la policía, la cual se encargaría de acabar de un golpe con toda aquella farsa.
—Sí, veo bolsillos —decía el hombre en trance—. Veo muchos bolsillos, pero todos están vacíos. No, veo un bolsillo que no lo está.
Hubo un ligero alboroto entre tanta quietud. Luego el mago dijo:
—¿Puede usted ver lo que hay en el bolsillo?
—Sí —respondió el otro—. Hay dos cosas que brillan. Creo que se trata de dos pedazos de acero. Uno de ellos está doblado o torcido.
—¿Han sido empleadas en el robo de la reliquia de ahí abajo?
—Sí.
Hubo una nueva pausa, tras la cual el que preguntaba añadió:
—¿Ve usted algo de la propia reliquia?
—Veo algo que brilla sobre el suelo, como una sombra o un espectro de ella. Está por allí, en el rincón que se encuentra al otro lado del escritorio.
Hubo un revuelo de gente que se volvía seguido de una repentina inmovilidad general, como si hubiese tenido lugar un entumecimiento masivo. Y es que en aquel rincón, en el extremo opuesto del suelo de madera, había efectivamente un punto redondo de pálida luz. En aquel momento era la única luz que había en la habitación, pues la luz del cigarro había desaparecido.
—Eso señala el camino —anunció la voz del oráculo—. Los espíritus señalan el camino de la penitencia e instan al ladrón a que devuelva lo que se ha llevado. Por ahora no puedo ver nada más.