—¡No es más que pintura luminosa! —exclamó Burke—. El viejo Fisher nos ha gastado una broma con esa sustancia fosforescente que tanto le gusta.
—Pues parece haber sido diseñada especialmente para el viejo Puggy —dijo Sir Howard—. Le sienta de maravilla.
Dicho lo cual, todos ellos se echaron a reír. Todos excepto Jenkins. Cuando las carcajadas dejaron de oírse, éste profirió un ruido similar al primer vagido que un animal realiza al intentar respirar después de sufrir un largo período de asfixia. Luego, súbitamente, Horne Fisher se le acercó a grandes zancadas y le dijo:
—Mr. Jenkins, tengo que hablar a solas con usted inmediatamente.
Fue junto al pequeño arroyo del páramo, en la vertiente situada bajo el saledizo rocoso, donde March se reunió con su nuevo amigo, Fisher, previa cita, poco después de concluir la desagradable y casi grotesca escena que había disuelto el grupo en el jardín.
—Fue una travesura de las mías —dijo Fisher con aire melancólico—. Puse fósforo en la diana. La única manera que había de conseguir que se delatase era dándole un susto de muerte. Y cuando vio brillar la misma cara a la que había disparado sobre la misma diana en la que había estado practicando, toda iluminada con una luz infernal, se delató. Más que suficiente para mi propia satisfacción intelectual.
—Me temo que ni siquiera ahora —dijo March— llego a entender con exactitud lo que hizo o por qué lo hizo.
—¿De veras? Pues debería —repuso Fisher con su más que triste sonrisa—, puesto que fue usted quien me proporcionó el primer indicio. Oh, sí, lo hizo usted, y resultó ser de lo más astuto. Dijo que nadie suele comprar bocadillos cuando se dirige a una gran mansión, pues se supone que en ésta podrá comer lo que desee. Era una gran verdad. Deduje de ello que, si bien él se dirigía hacia allí, no tenía intención alguna de comer en dicho lugar. O que, por lo menos, era posible que no comiese allí. Enseguida se me ocurrió que probablemente esperaba que la visita resultase desagradable, o el recibimiento dudoso, o que algo le impediría aceptar toda hospitalidad. Luego me encontré con que Turnbull fue el terror de ciertos personajes sospechosos en el pasado y que había acudido aquí con la intención de identificar y denunciar a uno de ellos. Al principio las probabilidades señalaban hacia el anfitrión, es decir, Jenkins. Para serle franco, ahora ya no me cabe la menor duda de que Jenkins era aquel indeseable extranjero que Turnbull estaba deseando capturar por otro asunto relacionado con armas. Pero como usted mismo ha podido comprobar, a nuestro caballero cazador aún le quedaba un disparo en el cargador.
—Pero usted dijo que tendría que tratarse de un tirador excepcional.
—Jenkins es un tirador excepcional —dijo Fisher—. Un tirador muy bueno que puede fingir ser un tirador muy malo. ¿Quiere que le diga cuál fue el segundo indicio que encontré, después del que usted me proporcionó, y que me llevó a pensar que se trataba de Jenkins? Fue la referencia de mi primo a su mala puntería. A pesar de ella, había sido capaz de darle a una escarapela en un sombrero y a una veleta en lo más alto de un edificio. Ahora bien, por descontado, un hombre tiene que saber disparar verdaderamente bien para ser capaz de disparar así de mal. Por fuerza, tiene que ser muy hábil disparando para acertarle a una escarapela y no a la cabeza, por no hablar ya del sombrero. Si los disparos hubiesen salido
de verdad
al azar la probabilidad de que hubieran tocado objetos tan singulares y pintorescos habría sido de una entre mil. Dichos objetos fueron elegidos precisamente porque resultaban singulares y pintorescos. Eran la base de una historia que recorrería la vecindad. Él conservaba la veleta torcida de la casa de verano para perpetuar dicha historia como si se tratase de una leyenda. Y, mientras tanto, se mantenía al acecho con sus malvadas intenciones y su vil escopeta, completamente a salvo parapetado tras la leyenda de su propia impericia.
»Pero aún hay más. Tenemos la propia casa de verano. Quiero decir que es allí donde radica todo el meollo del asunto. Allí se encuentra todo aquello de lo que Jenkins se jacta: todas esas cosas chillonas, vulgares y cursis que se supone que le delatan como el advenedizo que es. Ahora bien, el caso es que los advenedizos no suelen actuar así. Dios sabe que la sociedad se encuentra llena de ellos y que uno llega a conocerlos muy bien. Y eso es precisamente la última cosa que harían. Por lo general sólo demuestran ser astutos cuando se trata de detectar una buena jugada y de llevarla a cabo. Cuando eso ocurre, al instante se ponen por entero en manos de decoradores y expertos en arte, quienes hacen el resto por ellos. Difícilmente habrá otro millonario vivo que posea el valor y la moral suficientes como para poner en una silla un monograma dorado como aquel que vimos en la sala de armas. Por eso mismo, si tenemos el monograma tenemos el nombre. Nombres como Tompkins, Jenkins o Jinks resultan graciosos sin ser cursis. Quiero decir que son vulgares sin ser ordinarios. O, si lo prefiere usted, son comunes sin ser corrientes. Son precisamente los nombres que uno escogería a la hora de
parecer
normal, a pesar de lo cual en realidad son bastante inusuales. ¿Conoce usted mucha gente que se apellide Tompkins? Es bastante más raro que Talbot. Ocurre más o menos lo mismo con las cómicas ropas de un arribista. Jenkins viste como un personaje sacado de una farsa. Pero eso es así porque es realmente un personaje de farsa. Quiero decir que es un personaje de ficción. Es un animal fabuloso. No existe.
»¿Ha pensado usted alguna vez en cómo debe ser vivir siendo un hombre que no existe? Es decir, ser un hombre que posee una personalidad falsa a la cual tiene que sostener no sólo a expensas de sus virtudes personales sino también de sus placeres y, sobre todo, de sus talentos propios. Ser una nueva especie de hipócrita ocultando todo su talento bajo un nuevo envoltorio. Este hombre había demostrado ser muy ingenioso a la hora de escoger su clase de hipocresía. ¿Por qué? Porque era una clase verdaderamente novedosa. Un villano que pueda llamarse sutil suele disfrazarse de apuesto caballero, de importante hombre de negocios, de filántropo o de santo. Pero las chillonas ropas a cuadros de un divertido y pequeño sinvergüenza resultaron en verdad un disfraz muy novedoso. No obstante, tal disfraz tiene que ser todo un fastidio para alguien con sus capacidades. Se trata de un hábil y pequeño truhán cosmopolita capaz de destacar en muchas cosas. No sólo en la caza, sino también en dibujo, en pintura, y es probable que hasta en tocar el violín. Ahora bien, un hombre así puede que encuentre útil el hecho de ocultar sus talentos, pero nunca podrá evitar ponerlos en práctica en situaciones muy concretas. Si sabe dibujar, dibujará distraídamente sobre cualquier papel. Sospecho que este pájaro habrá dibujado a menudo el rostro del pobre y viejo Puggy. Probablemente comenzara a hacerlo con manchas tal y como más tarde hizo usando puntos o, mejor dicho, disparos. Era lo mismo. Encontró una diana olvidada en un patio abandonado y no pudo resistir la tentación de dispararle en secreto, como cuando uno bebe a escondidas. Usted creyó que los disparos estaban distribuidos de cualquier modo y así era, pero no casualmente. No había dos distancias iguales, pero cada proyectil estaba exactamente donde él había querido ponerlo. No hay nada que necesite tanta precisión matemática como una feroz caricatura. Yo mismo he hecho mis pinitos dibujando y le aseguro que poner un punto donde uno quiere es un prodigio cuando se utiliza pluma sobre papel. Por eso mismo le aseguro que sería un milagro conseguirlo desde el otro lado de un jardín con una pistola. No obstante, un hombre capaz de realizar tales prodigios siempre sentirá deseos de ponerlos en práctica. Al menos si lo puede hacer a escondidas.
Tras una pausa March observó pensativamente:
—Pero no pudo haberlo derribado como a un pájaro con una de aquellas pequeñas escopetas.
—No. Ése fue el motivo por el que me colé en la sala de armas —repuso Fisher—. Lo hizo con uno de los rifles de Burke, quien creyó reconocer el sonido cuando se efectuó el disparo. Fue por eso por lo que salió corriendo precipitadamente, sin sombrero y con aquel aspecto tan salvaje. Pero lo único que vio fue un coche que pasaba a gran velocidad, un coche al que siguió durante un corto trayecto para luego decidir que había cometido un error.
Hubo otro silencio, durante el cual Fisher se sentó en una gran piedra sobre la que se quedó tan inmóvil como en su primer encuentro, contemplando cómo el río gris y plateado se arremolinaba entre los arbustos. Luego March dijo bruscamente:
—Naturalmente, él sabe ahora la verdad.
—Nadie sabe la verdad excepto usted y yo —contestó Fisher suavizando ligeramente la voz—. Y no creo que usted y yo lleguemos nunca a reñir por ello.
—¿Qué quiere decir? —preguntó March con la voz alterada—. ¿Qué ha hecho usted con respecto al caso?
Horne Fisher continuó mirando fijamente cómo se formaban los remolinos en el agua. Al fin dijo:
—La policía ya ha probado que fue un accidente de automóvil.
—Pero usted sabe que no fue así —insistió March.
—Ya le dije que yo sé demasiado —contestó Fisher con la mirada perdida en el río—. Sé eso y sé muchas otras cosas. Conozco sobradamente bien la manera en que todo el sistema funciona. Sé que nuestro hombre ha logrado convertirse en alguien irremediablemente corriente e incluso entrañable, y soy consciente de que iniciar un proceso contra él sería lo más parecido que podría encontrarse a una causa perdida. Si yo le dijese a Hoggs o a Halkett que el viejo Jinks es un asesino se morirían de risa delante de mis propias narices. Y aunque estemos de acuerdo en que su risa no sería una risa inocente, hay que reconocer que en cierto modo resultaría completamente legítima. Ellos aprecian al viejo Jink y no podrían prescindir de él. Yo mismo no podría decir que soy inocente. A mí Hoggs me cae bien, y no le deseo que se derrumbe. Y para él significaría el desahucio que Jink no pudiera pagarse su propia corona. Trabajaron codo con codo en el mismo bando durante las últimas elecciones, se lo puedo asegurar. Pero, a pesar de todo, la única objeción de verdad es que es algo imposible. Nadie lo creería. No es parte del plan. La veleta torcida siempre estaría ahí para hacer de todo ello una broma.
—¿No cree usted que todo esto es infame? —preguntó March con un hilo de voz.
—Yo creo muchas cosas —respondió el otro—. Si por casualidad ustedes logran algún día hacer saltar por los aires todo este tinglado que es la sociedad, no creo que la raza humana llegue a encontrarse peor que ahora. Pero no sea usted demasiado duro conmigo por el simple hecho de que sepa lo que es la sociedad. Ésa es precisamente la razón por la que prefiero dedicar mi tiempo a otras cosas. Como, por ejemplo, a esos hediondos peces.
Hubo una pausa durante la cual volvió a sentarse junto al arroyo. Luego, añadió:
—Ya le dije antes que siempre tenía que devolver el pez gordo al agua cuando lo pescaba.
E
STA historia arranca de entre una maraña de otras historias que giran en torno a un nombre que resulta a la vez próximo y legendario. El nombre aludido es el de Michael O’Neill, popularmente llamado el Príncipe Michael, en parte porque se proclamaba descendiente de antiguos príncipes fenianos
[*]
, y en parte porque se le atribuía un plan urdido para erigirse Príncipe Presidente de Irlanda, tal y como el último Napoleón hizo en Francia. Indudablemente, se trataba de un hombre de honorable linaje y numerosas virtudes, si bien de estas últimas había dos que destacaban por encima de las demás. Tenía la habilidad de aparecer cuando menos se le esperaba, así como la de desaparecer cuando más se le requería, especialmente cuando quien le requería era la policía. A esto podría añadirse que sus desapariciones iban siempre ligadas a situaciones que entrañaban mucho más riesgo y peligro que las que se asociaban con sus apariciones. En lo que respecta a estas últimas, rara vez llegaban más allá de lo sensacional: pegaba carteles sediciosos, arrancaba carteles oficiales, profería ardientes discursos y desplegaba banderas prohibidas. Pero a la hora de llevar a cabo las primeras, llegaba a defender su libertad con una sorprendente energía de la que los demás tenían a veces la buena fortuna de escapar con un simple golpe en la cabeza en vez de con la crisma rota. No obstante, sus hazañas de fuga más famosas se debían más bien al ingenio que a la violencia, como pronto tendremos ocasión de comprobar.
Una despejada mañana de verano, tras recorrer un camino rural blanco y polvoriento, se detuvo frente a la entrada de una granja y allí le dijo a la hija del granjero, con una elegante indiferencia, que la policía local andaba pisándole los talones. La chica, una belleza de aspecto hosco y sombrío cuyo nombre era Bridget Royce, lo miró enigmáticamente y le dijo:
—¿Y quiere que yo le esconda?
Pero él, por toda respuesta se echó a reír, saltó alegremente el muro de piedra y se encaminó a grandes pasos hacia la granja despidiéndose por encima del hombro con esta observación:
—Gracias, pero por lo general me basto y me sobro a la hora de esconderme.
Con esta forma de proceder demostró una trágica ignorancia de la naturaleza femenina, lo que hizo que cayese una sombra de perdición en su camino, el cual siempre había sido, al menos hasta entonces, bendecido por la fortuna.
Mientras él desaparecía a través de la granja, la chica permaneció un rato observando el camino. Al poco tiempo, dos sudorosos policías llegaron arrastrando los pies hasta la puerta en la que ella se hallaba apostada. Si bien todavía estaba enojada por la manera en que el fugitivo la había tratado, permaneció en silencio, por lo que un cuarto de hora más tarde los agentes, después de haber registrado toda la casa, pasaron a inspeccionar el huerto y el maizal situados detrás de ésta. En un peligroso cambio de humor, la chica podría muy bien haberse sentido tentada a delatar al fugitivo de no haber sido por una nimia dificultad: que ella no tenía más idea que los propios policías de dónde podía haberse escondido. El huerto se hallaba cercado por un muro muy bajo al otro lado del cual el maizal se extendía oblicuamente como un remiendo cuadrado sobre una gran colina verde. En ésta aún se le hubiera podido vislumbrar como un punto a lo lejos, pero no era así. Por lo demás, todo permanecía exactamente en su lugar de siempre. El manzano resultaba demasiado pequeño para soportar o esconder a alguien. El único cobertizo se hallaba abierto y a todas luces vacío. No se oía sonido alguno salvo el zumbido estival de las moscas y el ocasional revoloteo de algún que otro pájaro lo bastante inexperto para ser sorprendido por el espantapájaros del maizal. Apenas había sombra, excepto por unas pocas líneas azules que caían desde el arbolillo. Cada detalle se veía resaltado por la brillante luz del día como en un microscopio. La chica, perpleja, describiría la escena más tarde con todo el apasionado realismo propio de su clase. Y en cuanto a los policías, éstos, si bien no eran capaces de apreciar los detalles puramente sensacionalistas como ella lo hacía, sí tenían vista para los hechos del caso, con lo que se vieron abocados a desistir de la búsqueda y retirarse de la escena.