—Así que tú también te diriges a casa de Jink, ¿eh? —dijo Fisher—. Todo el mundo parece ir a casa de Jink.
—Sí —contestó el Ministro de Hacienda—, pero sólo por la caza, que es muy buena y abundante siempre que no estemos hablando de la que logra cazar el propio Jink. Nunca conocí a un tipo que tuviese tan buena caza y que fuera a la vez tan pésimo tirador. Pero ¡cuidado! Que quede bien clara una cosa: es un buen compañero, alegre y todo lo demás, y yo nunca me atrevería a decir ni una sola palabra contra él. Pero también es cierto que es absolutamente incapaz de sostener un arma en alto. Se dice de él que un día abatió a tiros la escarapela que llevaba en el sombrero su propio criado (muy suyo eso de llevar escarapelas, por cierto). Incluso una vez derribó la mismísima veleta de esa ridícula casa de verano de color dorado que tiene. Uno no puede evitar pensar que es la única ave que acabará cazando en su vida. ¿Vais hacia allí ahora?
Fisher apuntó vagamente que emprendería el camino hacia allá pronto, en cuanto hubiese arreglado un pequeño asunto, tras lo cual el Ministro de Hacienda abandonó la posada. March creyó haberse mostrado un poco nervioso o angustiado cuando el otro entró y pidió el coñac, pero hubiera entablado conversación con él de manera más satisfactoria si no hubiese sido porque la charla no había versado exactamente sobre lo que el literario visitante habría esperado. Unos minutos más tarde, Fisher se encaminó lentamente fuera de la taberna y se detuvo en mitad de la carretera, mirando en la dirección por la que habían venido. Luego deshizo aproximadamente unas doscientas yardas del camino en dicha dirección y se detuvo de nuevo.
—Creo que éste es, más o menos, el lugar—dijo.
—¿Qué lugar? —preguntó su compañero.
—El lugar donde mataron a aquel pobre hombre —dijo tristemente Fisher.
—¿Qué quiere decir? —exigió March—. El hombre murió al estrellarse contra las rocas a una milla y media de aquí.
—No, no fue así —repuso Fisher—. No se estrelló contra las rocas ni mucho menos. ¿Aún no ha caído usted en la cuenta de que el cuerpo cayó en la pendiente de suave hierba que hay más abajo? Pues yo sí. Además, ya entonces pude ver que tenía una bala en el cuerpo.
Luego, tras una pausa, añadió:
—Estaba vivo en la posada, pero ya había muerto bastante antes de llegar a las rocas. Por lo tanto, le dispararon cuando conducía su automóvil por este tramo de carretera recta. Y yo diría que desde algún lugar cerca de aquí. Después de lo cual, por supuesto, el coche continuó recto sin la presencia de nadie que pudiese pararlo o desviarlo. Se trata de un truco verdaderamente astuto a su manera, ya que el cuerpo sería encontrado muy lejos del lugar del crimen y la mayoría de la gente aseguraría, tal y como dice usted, que no existe tal crimen sino simplemente un accidente de automóvil. El asesino debe de ser un tipo muy listo.
—¿Pero no hubieran oído el disparo en la posada o en algún otro sitio? —preguntó March.
—Lo oirían. Pero no repararían en él. Es ahí —continuó el investigador— donde el autor del crimen vuelve a demostrarnos su inteligencia. Durante todo el día se han estado escuchando disparos por los alrededores. Es muy probable que el asesino midiera el tiempo de tal manera que su disparo coincidiese con otros y resultase apagado por ellos. Ciertamente se trata de un criminal de primera clase. Y también algo más.
—¿Qué quiere decir? —preguntó su compañero con el horrible presentimiento de que algo se avecinaba pero sin saber decir a ciencia cierta qué.
—Es un tirador de primera clase —dijo Fisher.
Tras volverse bruscamente, comenzó a recorrer un estrecho camino plagado de hierbas, poco más que una simple senda para carretas, que pasaba frente a la posada y señalaba el final de la enorme finca y el principio del campo abierto. March echó a andar trabajosamente tras él con una despreocupada perseverancia hasta que lo encontró mirando fijamente a través de una abertura entre los grandes brotes de maleza y espinos que crecían sobre la pulida superficie de una cerca pintada. Al otro lado de la cerca se elevaban los grandes y grises troncos de una hilera de chopos que llenaban el cielo suspendido sobre ellos de sombras de color verde oscuro a la vez que se estremecían ligeramente mecidos por un viento que se había ido convirtiendo poco a poco en una fresca brisa. La tarde iba ya derivando hacia el atardecer y las titánicas sombras de los chopos se alargaban hasta cubrir casi un tercio del paisaje.
—Muy bien. Veamos. ¿Soy yo un criminal de primera clase? —se preguntó a sí mismo Fisher con voz divertida—. Me temo que no. Pero creo que puedo arreglármelas para actuar como lo haría un ladronzuelo de cuarta categoría.
Y antes de que su compañero tuviese tiempo de decir algo ya se las había ingeniado para saltar por encima de la cerca. March le siguió sin gran esfuerzo físico pero notablemente confuso. Los chopos crecían tan próximos a la cerca que se las vieron y se las desearon para deslizarse entre ellos y dejarlos atrás. Más allá sólo fueron capaces de atisbar un alto seto de laurel que crecía verde y lustroso a la agonizante luz del sol. Algo en el hecho de hallarse cercado y a merced de paredes vivientes hizo que March se sintiese como si realmente estuviese entrando en una casa cerrada a cal y canto en lugar de en un campo abierto. Era como entrar por una puerta o por una ventana en desuso y encontrarse el camino bloqueado por los muebles de la habitación.
Una vez hubieron salvado el obstáculo que representaba aquel seto de laurel, salieron a una especie de terraza de hierba desde la que se llegaba, tras bajar un pequeño escalón, hasta un terreno rectangular de césped muy parecido a una pista de
bowls
[*]
. Más allá se encontraba el único edificio a la vista, un invernadero de escasa altura que parecía hallarse lejos de todas partes, como una casita de cristal levantada en mitad del país de las hadas. Fisher conocía sobradamente aquel aspecto solitario en el exterior de una gran casona. Reconoció que en aquel estado resultaba más satírico para la aristocracia que si se hallase inundada de malezas y reducida a ruinas, ya que, si bien no se encontraba descuidada, sí estaba abandonada y, de todas formas, en desuso. A pesar de lo cual era barrida y aseada con regularidad para un dueño que nunca se dignaba aparecer por allí.
Al atisbar la extensión de césped, sin embargo, vio un objeto con el que aparentemente no había esperado encontrarse. Era una especie de trípode que sostenía un disco grande, parecido a la parte superior de una mesa redonda que hubiese sido inclinada hacia un lado. Hasta que cruzaron el césped para echarle un vistazo más de cerca, March no cayó en la cuenta de que se trataba de una diana. Estaba manchada y deteriorada por el efecto de la intemperie, y los vivos colores de los anillos concéntricos estaban muy apagados. Probablemente había sido colocada allí en aquellos lejanos días de la época victoriana en los que persistía la afición al tiro con arco. March tuvo una fugaz visión en la que damas envueltas en recargados miriñaques y caballeros tocados con estrafalarios sombreros y patillas revivían en aquel perdido jardín cual si de fantasmas se tratase.
Fisher, quien examinaba con mayor detenimiento la diana, le asustó al proferir una exclamación.
—¡Aja! —dijo—. Alguien ha estado acribillando esto a balazos, después de todo. Y muy recientemente además. Cualquiera diría que el viejo Jink ha estado usando este lugar para intentar mejorar su mala puntería.
—En efecto. Y da la impresión de que todavía necesita mejorar mucho —contestó March riendo—. Ni uno solo de todos esos disparos está mínimamente cerca del blanco. Parecen estar desparramados de cualquier manera.
—Desparramados de cualquier manera —repitió Fisher todavía mirando fijamente la diana.
Pareció asentir sin más, pero March se dio cuenta de que sus ojos brillaban bajo sus soñolientos párpados y que enderezaba su encorvada figura con un desacostumbrado esfuerzo.
—Discúlpeme un momento —dijo tanteando en sus bolsillos—. Creo que llevo encima alguno de mis productos químicos. Dentro de un minuto nos pondremos en camino hacia la casa.
Y se inclinó nuevamente sobre la diana para aplicar algo con los dedos a cada uno de los orificios de bala. Algo que, por lo que March acertó a ver, era simplemente una especie de barro de color gris apagado. Seguidamente, se adentraron en la frondosa vegetación que se cernía sobre las largas avenidas verdes que conducían a la mansión.
Una vez más, sin embargo, el excéntrico investigador evitó entrar por la puerta principal. Comenzó a rodear la casa hasta que encontró una ventana abierta y, tras saltar al interior por ésta, se volvió para ayudar a su amigo a entrar en lo que parecía ser una sala de armas. Filas enteras de todas las clases de instrumentos típicos para abatir pájaros se alineaban contra las paredes, pero sobre una mesa situada junto a la ventana había un par de escopetas de mayor calibre.
—¡Vaya! Ésos son los rifles de caza mayor de Burke —dijo Fisher—. No sabía que los guardase aquí.
Levantó uno de ellos, lo examinó brevemente y lo dejó de nuevo en su sitio frunciendo el ceño. Casi al mismo tiempo, un joven de aspecto ciertamente extraño entró apresuradamente en la habitación. Era moreno y robusto, de abultada frente y mandíbula de bulldog. Al hablar lo hizo con una áspera disculpa.
—Dejé las armas del Mayor Burke aquí —dijo—. Ahora desea que las empaquete, pues se marcha esta misma noche.
Y se llevó a cuestas los dos rifles sin echar siquiera un solo vistazo a los visitantes. A través de la puerta abierta éstos pudieron ver su pequeña figura alejarse por el brillante jardín. Fisher volvió a saltar por la ventana y se quedó mirando cómo aquél se marchaba.
—Ese es Halkett, de quien ya le he hablado —dijo—. Sabía que era una especie de secretario que se ocupaba de los papeles de Burke, pero no tenía la menor idea de que tuviese algo que ver también con sus armas. No es más que una especie de diablillo callado y astuto que muy bien podría destacar en cualquier cosa. El tipo de hombre que uno cree durante años que conoce bien hasta que un día descubre por casualidad que es un consumado maestro del ajedrez.
Juntos, habían echado a caminar en la dirección por la que había desaparecido el secretario, por lo que pronto se encontraron con el resto de la reunión, que charlaba y reía sobre el césped. Pudieron discernir con claridad la alta figura y la suelta melena leonina del cazador de fieras destacándose por encima del resto de los integrantes del pequeño grupo.
—Por cierto —dijo Fisher—, cuando estábamos hablando de Burke y Halkett dije que un hombre era incapaz de escribir con un arma de fuego. Bueno, permítame confesarle que ahora no estoy tan seguro. ¿Oyó usted alguna vez hablar de algún artista de talento tan grande que fuese capaz de dibujar con un arma de fuego? Pues sepa que hay un extraordinario pájaro de esa clase suelto por aquí.
Sir Howard llamó a voces a Fisher y a su amigo el periodista dando muestras de una afabilidad casi escandalosa. March fue presentado al Mayor Burke y a Mr. Halkett así como, merced a un paréntesis, a su anfitrión, Mr. Jenkins, un hombrecillo corriente vestido con un chillón traje de
tweed
a quien todo el mundo parecía tratar con afecto, como si fuera un niño pequeño.
El incorregible Ministro de Hacienda estaba todavía hablando de los pájaros que había derribado y de los que su anfitrión Jenkins había fallado en su intento. Aquel tema de conversación parecía ser para él una especie de alegre monomanía.
—Usted y su caza mayor —exclamó agresivamente dirigiéndose a Burke—. ¡Vamos, hombre! Cualquiera podría practicarla. Cuando uno decide ser tirador es para dedicarse a la caza menor.
—Efectivamente —se interpuso Horne Fisher—. Ahora bien, si en la finca hubiese hipopótamos y elefantes que pudieran volar, ¿qué haría usted entonces?
—Pues entonces hasta Jink sería capaz de acertarle a un pájaro así —gritó Sir Howard, estallando en carcajadas y palmeando a su anfitrión en la espalda—. Incluso él podría darle a un hipopótamo.
—Siendo así, vengan a ver, amigos —dijo Fisher—. Quiero que me acompañen durante un minuto y le disparen a algo diferente. Pero no se preocupen, no se trata de un hipopótamo. He encontrado en la finca un animal aún más extraño. Uno que tiene tres patas, un solo ojo y todos los colores del arco iris.
—¿De qué demonios está usted hablando? —preguntó Burke.
—Vengan, vengan y véanlo —respondió Fisher divertido.
La gente como aquélla rara vez rechaza algo inusual por disparatado que parezca, puesto que andan siempre en busca de novedades. Con cierta gravedad, regresaron a la casa para proveerse de los efectos almacenados en la sala de armas y, acto seguido, se apresuraron en tropel tras los pasos de su guía. Sólo Sir Howard, presa de una especie de frenesí, se detuvo un momento para señalar la célebre casa de verano de color dorado sobre la que la veleta aún permanecía torcida. Reinaba el crepúsculo, que se iba tornando ya en oscuridad, cuando alcanzaron el remoto prado de césped rodeado de chopos y se dispusieron a probar el nuevo y desatinado juego de dispararle a la vieja diana.
La noche parecía ir desvaneciéndose ligeramente del prado, y los chopos, vistos contra el ocaso, simulaban grandes plumas negras dispuestas sobre un fondo pintado de púrpura, cuando la comitiva dobló la última curva y se encontró frente a frente con la diana.
Sir Howard volvió a palmear a su anfitrión en el hombro y le empujó juguetonamente hacia adelante para que realizase el primer disparo, pero lo hizo sin notar que el hombro y el brazo que había tocado se encontraban anormalmente tensos y crispados. Mr. Jenkins sostenía su escopeta con ademán más torpe de lo que cualquiera de sus bromistas amigos había visto o esperado nunca.
En aquel preciso instante un horrible grito surgió desde algún sitio. Resultó tan antinatural e inapropiado a la escena que muy bien podría haber sido fruto de algo inhumano que revolotease por encima de sus cabezas o que los acechase desde los oscuros bosques del otro lado del jardín. Pero Fisher sabía que aquel alarido había comenzado y cesado en los pálidos labios de Jefferson Jenkins. Y nadie que en ese preciso momento hubiese alcanzado a ver el rostro de Jenkins habría podido decir que dicho rostro era un rostro corriente.
Un instante más tarde un torrente de juramentos vulgares pero llenos de jovialidad brotó de los labios del Mayor Burke cuando tanto él como los otros dos hombres vieron lo que se hallaba frente al grupo. La diana permanecía en pie sobre la mortecina hierba como un duende oscuro que les sonriera burlonamente, lo cual era cierto, pues estaba, literalmente, sonriendo con una irónica mueca. Tenía dos ojos que refulgían como estrellas, y con idénticos y espeluznantes puntos luminosos se veían resaltadas tanto las dos ventanillas de la nariz, abiertas y vueltas hacia arriba, como los dos extremos de la prieta y ancha boca. Unos cuantos puntos blancos sobre cada ojo representaban las dos cejas canosas, una de las cuales se extendía hacia arriba hasta quedar casi completamente recta. El conjunto resultaba una excelente caricatura realizada con líneas formadas por puntos luminescentes, una caricatura de alguien que March no tuvo la menor dificultad en reconocer y que brillaba sobre la sombría hierba manchada de algún resplandor marino, como si algún monstruo de las profundidades se hubiese arrastrado hasta el jardín en medio del crepúsculo.