Bridget Royce permaneció allí, como en una especie de trance, mirando fijamente el jardín iluminado por el sol en el que un hombre acababa de desvanecerse como un fantasma. Aún se encontraba de un humor de perros, por lo que el milagro adoptó en su mente un carácter de hostilidad y miedo, como si el fantasma fuese, decididamente, un ser malvado. El sol, que relucía sobre el resplandeciente jardín, la deprimía más de lo que hubiese logrado la oscuridad, a pesar de lo cual continuó observándolo con gran atención. Y fue entonces cuando el mundo entero se volvió patas arriba y ella profirió un grito.
El espantapájaros se movió a la clara luz del sol. Había permanecido todo el rato de pie, dándole la espalda bajo un ajado sombrero negro y unas andrajosas ropas y ahora, con todos sus harapos flotando al viento, se alejaba a paso largo a través de la colina.
La chica fue incapaz de comprender al instante la audaz treta por medio de la cual el hombre había puesto de su parte los sutiles efectos de lo esperado y lo obvio, pues se hallaba todavía bajo una nube de prejuicios de carácter más personal. Sin embargo, pudo darse cuenta, antes de cualquier otra cosa, de que el fugaz espantapájaros ni siquiera se había vuelto una sola vez para mirar hacia la granja.
Todas esas hazañas que se iban tornando tan desfavorables a su emocionante carrera en pos de la libertad hicieron que su siguiente aventura, aunque alcanzó idéntico éxito en otros aspectos, aumentara el peligro en lo referente a las mujeres. De entre las muchas aventuras similares relacionadas con él de esta manera se cuenta también que algunos días más tarde otra chica, una tal Mary Cregan, lo encontró escondido en la granja en la que trabajaba. Si la historia es cierta, ella debió de haber sido también víctima de una poderosa impresión ya que, mientras se hallaba sola en el patio ocupada en alguna tarea, oyó una voz proviniente del pozo, encontrándose un momento más tarde con que el excéntrico se las había ingeniado para descolgarse metido en el cubo, que se hallaba ligeramente por debajo del borde al estar el pozo sólo parcialmente lleno de agua. En este caso, sin embargo, tuvo que apelar a la mujer para enrollar la cuerda y poder así salir de su escondite. Y se dice que, cuando esta noticia llegó a oídos de Bridget Royce, el alma de ésta cruzó la frontera de la traición.
Tales eran, al menos, las historias que se contaban en la campiña. Pero había muchas más, como aquella en la que, haciendo gala de una gran insolencia, se había apostado, vestido con una espléndida bata verde, en lo alto de la escalinata de un gran hotel para, desde allí, conducir a la policía en una frenética persecución a través de un gran número de habitaciones, llegar finalmente a su propio aposento y alcanzar acto seguido el balcón de éste, que pendía sobre el río. Tan pronto como los perseguidores pusieron el pie en el balcón, éste cedió bajo el peso y todos se precipitaron en tropel a las arremolinadas aguas mientras Michael, tras despojarse de la bata y zambullirse, se alejaba de allí a nado. Se decía que había manipulado hábilmente los puntales que sostenían el balcón hasta casi cortarlos, de tal manera que no fuesen capaces de soportar el peso de un policía. Aquí, una vez más, tuvo suerte en un principio, si bien a la larga no lo fue tanto, ya que se cuenta que uno de los hombres pereció ahogado, dejando tras de sí un cierto resquemor que abriría una brecha en su popularidad.
Tales historias pueden contarse ahora con algún detalle no porque sean las más extraordinarias de sus muchas aventuras, sino porque fueron las únicas que no se ocultaron bajo el silencio y la lealtad de los campesinos. Fueron las únicas que encontraron el camino para ser publicadas en crónicas oficiales y fueron precisamente las que tres de los principales oficiales de policía del lugar se encontraban releyendo y discutiendo cuando comienza la parte más notable de esta historia.
Se hallaba bien entrada la noche y las luces brillaban en la cabaña próxima a la costa que provisionalmente hacía las veces de comisaría. Uno de los lados de ésta daba a las últimas casas del desperdigado pueblo; otro a un yermo páramo que se extendía a lo lejos hasta llegar al mar y en cuyo horizonte no se destacaba punto alguno más que el de una torre solitaria, de ese prehistórico diseño que aún puede encontrarse en Irlanda, y que se erigía tan delgada como una columna pero puntiaguda como una pirámide. Sentados a una mesa de madera, frente a la ventana que miraba hacia dicho paisaje, había dos hombres. En ellos, aun vestidos de paisano, se notaba cierto porte militar ya que, de hecho, se trataba de los jefes de las fuerzas de policía de aquel distrito. El mayor de los dos tanto en edad como en rango era un hombre robusto, de barba corta y canosa, provisto de dos glaciales cejas perennemente contraídas en un ceño que sugería más bien preocupación que severidad. Se llamaba Morton y era un oriundo de Liverpool que, curtido a lo largo de muchos años de reyertas irlandesas, llevaba a cabo su cometido de manera agria aunque no del todo carente de compasión. Acababa de dirigirle unas cuantas frases a Nolan, su compañero, un tipo alto y moreno de equino y cadavérico rostro irlandés, cuando pareció recordar algo que le hizo tocar una campanilla que se dejó oír acto seguido en otra habitación. El subordinado que había sido llamado apareció inmediatamente portando un fajo de papeles en la mano.
—Siéntese, Wilson —dijo—. Supongo que eso serán las declaraciones, ¿no es así?
—Sí —respondió el tercer oficial—. Creo que ya tengo todo lo que se puede sacar en claro de ellas, así que le he dicho a todos los testigos que podían irse a sus casas.
—¿Prestó declaración Mary Cregan? —preguntó Morton con un ceño más sombrío de lo que en él era habitual.
—No, pero su patrón sí —contestó el hombre llamado Wilson, un tipo de cabellos lacios y rojos y rostro pálido y vulgar no exento de agudeza—. Creo que él mismo está interesado en la chica y recela de algún rival. Siempre existe una razón de ese tipo cuando nos cuentan toda la verdad sobre algo. Y pensar que ustedes apostaban que la declaración de la otra chica iba a ser más que suficiente.
—Bien, esperemos que éstas resulten de alguna ayuda —repuso Nolan con tono desesperanzado mientras observaba atentamente la oscuridad.
—Cualquier cosa resultará válida si nos permite saber algo acerca de él —dijo Morton.
—¿Es que acaso sabemos algo de él? —preguntó el melancólico irlandés.
—Sabemos una cosa de él —dijo Wilson—, y es precisamente lo que nunca nadie supo antes. Sabemos dónde está.
—¿Está usted seguro? —inquirió Morton mirándole fijamente.
—Completamente —contestó su auxiliar—. En este preciso instante nuestro hombre se encuentra en aquella torre que se levanta allí, junto a la orilla del mar. Si se acercan lo suficiente podrán ver cómo brilla su vela en la ventana.
Mientras hablaba, el sonido de una bocina se dejó oír fuera, en el camino. Un momento más tarde percibieron el sonido de un automóvil que se detenía ante la puerta. Nada más oírlo, Morton se puso en pie de un salto.
—Gracias a Dios, ahí está el coche de Dublín —dijo—. No puedo hacer nada sin una autorización especial, ni siquiera aunque nuestro hombre estuviese sentado en lo alto de esa torre sacándonos la lengua. Pero en cambio el Jefe tiene la potestad de hacer lo que mejor le parezca.
Se dirigió presuroso hacia la entrada y pronto se encontró intercambiando saludos con un hombre atractivo y corpulento que iba enfundado en un abrigo de piel y que traía consigo al interior de aquella deslustrada y pequeña comisaría el indescriptible brillo de la gran ciudad y el lujo del gran mundo.
Aquel hombre era Sir Walter Carey, alto funcionario de Dublin Castle al que nada que no tuviese la relevancia del caso del Príncipe Michael hubiera lanzado en un viaje como aquél en mitad de la noche. Era consciente de que todo lo referente al Príncipe Michael estaba, como solía ocurrir, complicado tanto por la ley como por las carencias de ésta. En la última ocasión había logrado escapar gracias a un nimio detalle legal y no, como era usual, por méritos propios, por lo que la pregunta a contestar en ese momento era si se le podía considerar responsable ante la justicia o no. Podía hacerse necesario excederse un poco, pero un hombre como Sir Walter probablemente pudiese extender la ley tanto como le pareciese.
Si su intención era o no actuar así era una cuestión a tener muy en cuenta. A pesar del lujo casi insultante del abrigo de piel, pronto se hizo visible que la gran cabeza leonina de Sir Walter servía para pensar además de para peinarse, por lo que tomó cartas en el asunto con la sobriedad y sensatez que la ocasión requería. Se dispusieron cinco sillas alrededor de la sencilla mesa de reuniones, ya que Sir Walter había traído consigo a un joven pariente, secretario suyo, llamado Horne Fisher, un joven algo y lánguido, de bigote rubio y cabello prematuramente ralo. Sir Walter escuchó con grave atención, mientras su secretario lo hacía con una cortés desidia, la sarta de episodios a lo largo de los cuales la policía había seguido el rastro del fugitivo rebelde desde los peldaños del hotel hasta la torre solitaria emplazada junto al mar, lugar éste donde, por fin, había quedado arrinconado entre los páramos y las olas del mar. El explorador enviado por Wilson informó de que se dedicaba a escribir a la luz de una vela solitaria lo que quizá fuese la redacción de uno más de sus formidables discursos. De hecho, resultaba típico de él elegir un lugar así para cuando llegase la hora en que, finalmente, tuviese que dedicarse a resistir el acoso de las fuerzas del orden, pues se decía que tenía alguna remota pretensión sobre el lugar alegando que se trataba de un castillo propiedad de su familia, y aquellos que le conocían le creían capaz de imitar a los antiguos caciques irlandeses, quienes, antes que rendirse, preferían sucumbir luchando con el mar a sus espaldas.
—He visto algunas personas de aspecto extraño que se marchaban cuando yo entraba —dijo Sir Walter Carey—. Supuse que se trataba de sus testigos. Pero ahora respóndanme a una pregunta. ¿Por qué se hallaban aquí a tan altas horas de la noche?
Morton sonrió ceñudamente.
—Acuden aquí de noche porque serían hombres muertos si lo hiciesen de día. Son ciudadanos que cometen un crimen que aquí resulta mucho más horrible que el robo o el asesinato.
—¿A qué crimen se refiere? —preguntó el otro con una ligera curiosidad.
—A colaborar con la ley —dijo Morton.
Hubo un silencio durante el cual Sir Walter se dedicó a hojear los papeles que tenía ante sí. Por fin, dijo:
—Muy bien. Ahora escúchenme un momento. Si el sentimiento local es tal y como me dicen ustedes, existe una buena cantidad de puntos a tener en cuenta. Creo, ahora que lo pienso con mayor detenimiento, que su próxima acción me permitirá prenderle. No obstante, ¿es eso lo más indicado? Un levantamiento de cierta importancia aquí no nos haría ningún bien en el Parlamento, pues el Gobierno tiene tantos enemigos en Inglaterra como en Irlanda. No serviría de nada llevar a la práctica medidas drásticas si lo único que conseguimos es precipitar una revolución.
—Se trata de todo lo contrario —se apresuró a decir el hombre llamado Wilson—. Si ustedes lo arrestan la revolución de la que habla no será ni la mitad de la que tendrá lugar si lo dejan suelto tres días más. Además, hoy en día no hay nada que la propia policía no pueda lograr una vez que se lo propone.
—Mr. Wilson es londinense —dijo el detective irlandés con una sonrisa.
—De acuerdo, está bien, soy un
cockney
[*]
—replicó Wilson—, y creo que soy mejor precisamente por ello. Especialmente en un trabajo de lo más singular como es éste.
Sir Walter se mostró ligeramente divertido ante la insistencia del tercer oficial, y quizás aún más a causa del ligero acento del que hacía gala al hablar, el cual bastaba por sí solo para hacer innecesarios todos los alardes que hacía acerca de su origen.
—¿Quiere usted decir —preguntó— que sabe más acerca de los asuntos de aquí porque haya venido de Londres?
—Puede que suene a risa, lo sé, pero, efectivamente, eso es lo que creo —respondió Wilson—. Creo que todo lo que ha estado pasando aquí requiere métodos más modernos. Pero sobre todo creo que requiere sangre nueva, es decir, un ojo renovador.
Los oficiales superiores se echaron a reír, pero el pelirrojo prosiguió ligeramente enojado.
—Bueno, miren sin más los hechos. Vean cómo este sujeto se escapa siempre y comprenderán lo que quiero decir. ¿Por qué llegó a suplantar a aquel espantapájaros y pudo esconderse bajo un viejo sombrero tan sólo? Porque el que lo perseguía era un policía de pueblo que sabía que el espantapájaros se encontraba allí. Lo esperaba, y por eso no reparó en él. Ahora bien, yo nunca hubiese esperado encontrar un espantapájaros. Nunca he visto ninguno en la ciudad, y por ello miro bien a uno cuando me lo encuentro en medio del campo. Supone algo nuevo para mí y, por lo tanto, merece toda mi atención. Y exactamente lo mismo ocurrió cuando se escondió en el pozo. Ustedes están preparados para encontrar un pozo en un lugar así. Ustedes buscan un pozo y, por lo tanto, no lo ven. Yo no lo busco y en consecuencia sí reparo en él.
—Ciertamente, es una idea —dijo Sir Walter sonriendo—. Pero, ¿qué hay del balcón? Los balcones pueden verse de vez en cuando en Londres, ¿no es cierto?
—Sí, pero no con un río justo debajo, como en Venecia —repuso Wilson.
—Ciertamente, es una nueva idea —repitió Sir Walter con algo que comenzaba a parecerse al respeto.
Era un hombre que poseía todo el aprecio de las clases pudientes por las ideas nuevas, pero como poseedor también de una gran capacidad crítica, sólo después de la oportuna reflexión comenzó a creer que se trataba, además, de una idea acertada.
El amanecer, cada vez más próximo, ya había cambiado el color de las ventanas de negro a gris cuando Sir Walter se puso bruscamente en pie. Los otros también se levantaron, tomando el hecho como una señal de que iba a producirse el arresto. No obstante, su superior permaneció por un momento sumido en profundos pensamientos, como consciente de haber llegado a una bifurcación en el camino que debía seguirse.
De repente, el silencio fue roto por un largo y penetrante lamento proveniente de los oscuros páramos del exterior. El silencio que lo siguió pareció aún más aterrador que el propio alarido y duró hasta que Nolan, sombríamente, dijo: