—«Sir Humphrey Turnbull». ¡Vaya!, estoy seguro de haber escuchado este nombre en alguna parte.
Su compañero dejó escapar un leve suspiro y permaneció en silencio por un momento, como rumiando algo en su interior. Luego dijo sin más:
—El pobre hombre está completamente muerto —y añadió algunos términos científicos con los que su compañero se encontró perdido una vez más.
—Tal y como están las cosas —continuó diciendo su notablemente instruido interlocutor—, será mejor para nosotros, al menos desde el punto de vista legal, dejar el cuerpo como está hasta que acuda la policía. De hecho, creo que lo más adecuado sería que nadie excepto la propia policía fuese informado de lo sucedido. Así que no se sorprenda si le da la impresión de que intento mantenerlo oculto a los vecinos de las inmediaciones.
Luego, como si se sintiese obligado a aclarar su más que brusca reserva, dijo:
—He venido a Torwood para ver a mi primo. Mi nombre es Horne Fisher, lo cual podría muy bien ser un juego de palabras en relación con lo que estaba haciendo aquí, ¿verdad?
[*]
—¿Sir Howard Horne es su primo? —preguntó March—. Precisamente voy a Torwood Park para verlo. Por supuesto, es sólo en relación con su labor pública y con la magnífica posición que está manteniendo acerca de sus principios. Creo que ese Presupuesto es lo más grande que se ha visto en la historia de Inglaterra. Claro que, si falla, será también el fracaso más heroico de la historia de Inglaterra. ¿Es usted admirador de su notable pariente, Mr. Fisher?
—¡Ya lo creo! —dijo Mr. Fisher—. Es el mejor tirador que conozco.
Luego, como sinceramente arrepentido de la indiferencia que acababa de demostrar, añadió con aire rayano en el entusiasmo:
—Si le digo la verdad, no. Pero, sin duda alguna, es un tirador
extraordinario
.
Como enardecido por sus propias palabras, dio un brinco hacia la repisa rocosa que se elevaba por encima de él y la escaló con una repentina agilidad que contrastaba sorprendentemente con su general lasitud. Permaneció algunos segundos sobre el promontorio, su perfil aguileño recortado contra el cielo, bajo el panamá, mientras oteaba la campiña, antes de que su compañero hiciese acopio de las fuerzas suficientes para poder trepar tras él.
El nivel superior era una extensión de césped en la que las huellas del automóvil siniestrado parecían haber sido literalmente aradas, pero cuyo borde se hallaba como cortado por unos dientes de piedra. Cantos rodados de las más variadas formas y tamaños yacían junto al borde. Resultaba prácticamente increíble que alguien pudiera haberse dirigido de manera deliberada hacia aquella trampa mortal, especialmente a plena luz del día.
—No logro entenderlo —dijo March—. ¿Estaba ciego? ¿O quizás borracho?
—Por su apariencia, ninguna de las dos cosas —respondió el otro.
—En ese caso se trata de un suicidio.
—No parece una manera cómoda de llevarlo a cabo —subrayó el hombre llamado Fisher—. Además, soy incapaz de imaginarme al pobre y viejo Puggy suicidándose.
—¿El pobre y viejo quién? —inquirió el periodista, maravillado—. ¿Conocía a ese pobre desventurado?
—A decir verdad, nadie lo conocía —respondió vagamente Fisher—. Pero
era conocido
, sin duda. En su tiempo fue el azote del Parlamento, en especial cuando estalló aquel escándalo de los extranjeros que fueron deportados por indeseables, para uno de los cuales él reclamaba la horca acusándolo de asesinato. Acabó tan harto de todo aquello que finalmente abandonó su cargo. Desde entonces se dedicaba básicamente a viajar por ahí en su automóvil, y hoy venía también a Torwood para pasar el fin de semana. Aun así, no acierto a ver la causa de que decidiera romperse la crisma deliberadamente casi a las puertas del pueblo. Creo que Hoggs (quiero decir, mi primo Howard) venía hoy expresamente para reunirse con él.
—¿Pero es que Torwood Park pertenece a su primo? —inquirió March.
—No. Era de los Winthrop, ya sabe —contestó el otro—, aunque actualmente es propiedad de otra persona, un tipo de Montreal llamado Jenkins. Hoggs viene solamente por la caza. Ya le dije antes que era un magnífico tirador.
La reiteración del elogio sobre la persona del gran estadista se le antojó a Harold March ciertamente chocante, como si alguien hubiese definido a Napoleón como un distinguido jugador de naipes. Pero otra impresión, aún a medio definir, luchaba en aquel torrente de elementos desconocidos. March la hizo subir a la superficie antes de que pudiera desaparecer.
—Jenkins —repitió—. ¿No se referirá usted a Jefferson Jenkins, el reformista social? Quiero decir, ¿el hombre que está luchando por el nuevo proyecto de propiedad rural? Resultaría tan interesante conocerlo como a cualquier Ministro de Gobierno del mundo, si me permite usted decirlo.
—Sí. Hoggs le aconsejó que en ese asunto la mejor alternativa serían las casas de campo —dijo Fisher—. Y cuando el otro le respondió argumentando que la raza del ganado había mejorado considerablemente, la gente dejó de tomarle en serio. Pero, naturalmente, uno tiene que hacerse respetar como sea para poder mantener su título aunque aún no lo haya conseguido. Pero, ¡vaya!, aquí viene alguien más.
Habían echado a andar sobre las huellas del automóvil dejándolo atrás, en la hondonada, zumbando aún horriblemente como un enorme insecto que acabara de matar a un hombre. Las huellas los condujeron hasta un recodo de la carretera, que conducía en línea recta a las lejanas puertas de la propiedad. Parecía claro que el vehículo había circulado carretera abajo hasta la curva, donde, en vez de girar a la izquierda, había seguido recto a través del césped hasta alcanzar su perdición. Pero no fue este descubrimiento lo que había atraído la atención de Fisher, sino algo aún más llamativo. En el ángulo formado por la blanca carretera podía verse una oscura y solitaria figura casi tan inmóvil como un poste. Se trataba de un hombre alto, ataviado con toscas ropas de caza y con la cabeza descubierta, cuyo pelo, rizado y despeinado, le confería un aspecto verdaderamente salvaje. No obstante, visto más de cerca, esta primera y fantástica impresión se desvaneció. A plena luz la figura adquirió matices más convencionales, como los de un caballero corriente que se hubiera aventurado a salir desprovisto de sombrero y sin haberse detenido el tiempo suficiente para adecentar sus cabellos. A pesar de ello, la gran estatura no variaba, y algo profundo e incluso cavernoso alrededor de los ojos rescataba su apariencia animal de entre unos rasgos comunes.
March apenas tuvo tiempo de estudiar al hombre con mayor detenimiento pues, para su asombro, su guía se limitó a decir: «¡Hola, Jack!», y continuó caminando hasta dejarlo atrás sin prestarle más atención que la que hubiera prestado a un poste, y sin mostrar la menor intención de informarle sobre la catástrofe que había tenido lugar al otro lado del recodo rocoso. Fue algo relativamente sin importancia, pero resultó ser tan sólo la primera de una serie de sorpresas que su nuevo y excéntrico amigo se estaba encargando de proporcionarle.
El hombre que acababan de dejar atrás se quedó mirándolos de manera harto sospechosa, a pesar de lo cual Fisher prosiguió con total tranquilidad su camino a lo largo de la carretera que conducía al otro lado de las puertas de la finca.
—Ése es John Burke, el viajero —accedió a explicar—. Me imagino que habrá oído hablar de él. Practica la caza mayor y todo ese tipo de cosas. Lamento no haber podido detenerme para presentárselo, pero casi me atrevería a asegurarle que tendrá la oportunidad de conocerlo más adelante.
—Desde luego, lo que sí conozco es su libro —dijo March con creciente interés—. Me parecen dignas de toda admiración las escenas en las que describe cómo cazar un elefante luchando prácticamente cuerpo a cuerpo con él.
—Sí, yo también creo que el joven Halkett escribe estupendamente. Pero, ¿cómo? ¿No sabía que Halkett escribió ese libro en lugar de Burke? Burke es incapaz de usar algo que no sea un arma, y es imposible escribir con ella. Pero, a pesar de todo, también es un gran tipo a su manera, ya me entiende. Es tan valiente como un león… o incluso aún más.
—Parece usted conocerlo todo acerca de él —dijo March con una sonrisa de desconcierto—. Y también sobre mucha otra gente.
La despejada frente de Fisher se arrugó bruscamente y una curiosa expresión acudió a sus ojos.
—Yo sé demasiadas cosas —dijo—. Ése es mi problema. Ése es el problema de todos nosotros. Sabemos demasiado. Demasiado los unos acerca de los otros y demasiado acerca de nosotros mismos. Y precisamente por eso ahora estoy tan interesado en algo de lo que no sé nada.
—¿Y de qué se trata? —inquirió el otro.
—De por qué ese pobre hombre está muerto.
Llevarían recorrida aproximadamente una milla de aquella larga carretera conversando a ratos de esta forma, cuando a March le asaltó la singular sensación de que el mundo entero se había vuelto del revés. Mr. Horne Fisher no denostaba con especial aversión a sus amigos y parientes de la sociedad de moda. Antes bien, de algunos llegaba incluso a hablar con afecto. Pero todos ellos parecían pertenecer a una clase completamente nueva de hombres y mujeres que casualmente se llamaban igual que los hombres y mujeres que con tanta frecuencia eran mencionados en los periódicos. Con todo, ni el más sanguinario furor de la más encarnecida revuelta podría haberle parecido más radicalmente revolucionario que toda aquella fría familiaridad. Era como si la luz del día diese de lleno en el reverso del decorado de un escenario y dejase al descubierto lo que debería permanecer siempre oculto entre bastidores.
Alcanzaron las grandes puertas de la propiedad y, para sorpresa de March, las rebasaron sin obstáculo alguno y continuaron a lo largo del interminable, recto y blanco camino. Al fin y al cabo, era todavía demasiado temprano para su cita con Sir Howard y se sentía arrastrado a presenciar el final del experimento, fuese de la clase que fuese, que su nuevo amigo se traía entre manos. Hacía ya rato que habían dejado atrás el páramo, y ahora una buena parte del blanco camino aparecía gris bajo la gran sombra proyectada por los bosques de pinos de Torwood, que simulaban barrotes grises arracimados contra la luz del sol y que se juntaban unos a otros para crear una parcela de noche en pleno mediodía. Pronto, sin embargo, comenzaron a aparecer rendijas entre ellos como si fuesen destellos producidos por ventanas de colores. Los árboles se iban separando y dispersando conforme la carretera avanzaba, mostrando los salvajes e irregulares bosquecillos en los que, tal y como dijera Fisher, los cazadores habían estado ocupados disparando sin tregua durante todo el día. Unas doscientas yardas más allá llegaron a un nuevo recodo de la carretera.
En la misma curva se levantaba una especie de posada ruinosa en la que un deslustrado letrero rezaba
The Grapes
. El rótulo, oscuro e indescifrable, colgaba negro contra el cielo y el páramo gris que podía verse al fondo, e incitaba a entrar en el lugar tanto como si se tratase de una cámara de tortura. March señaló que parecía una taberna pensada más para el vinagre que para el vino.
—Una buena frase —dijo Fisher—, y de hecho así sería si uno fuese lo suficientemente idiota como para beber vino ahí dentro. Pero en cambio la cerveza es muy buena, y lo mismo puedo decir del coñac.
Algo sorprendido, March lo siguió hasta el interior del salón. Aunque no era una persona melindrosa, no pudo reprimir un ligero gesto de desagrado ante el primer vistazo que pudo echarle al posadero, quien resultó ser notablemente distinto del afable y cordial posadero que suele aparecer en los cuentos. Era éste un hombre huesudo, muy callado tras su bigote negro y dotado de unos inquietos ojos oscuros. El investigador, taciturno por naturaleza, acabó teniendo éxito al extraerle algunos fragmentos de información a fuerza de pedir cerveza y hablarle porfiada y minuciosamente de automóviles. Evidentemente, y por alguna oculta razón que a March se le escapaba, Fisher consideraba al posadero una autoridad en automóviles, muy al tanto de todos los secretos del mecanismo y la conducción, tanto buena como mala, de éstos, y logró dominarlo todo el tiempo con su penetrante mirada, como el Anciano Marinero en aquel antiguo poema
[*]
. De entre toda esta más que misteriosa conversación salió finalmente a flote algo parecido a la afirmación de que un automóvil en particular, de una concreta descripción, se había detenido ante la posada aproximadamente una hora antes, y de que un hombre mayor se había apeado en busca de asistencia mecánica. Tras preguntarle si el visitante había precisado algún otro tipo de asistencia, el posadero dijo escuetamente que el caballero había llenado su petaca y comprado unos cuantos bocadillos. Y con estas palabras, el poco hospitalario anfitrión salió a toda prisa del salón del bar. Todavía pudieron oírlo dando portazos por algún lugar del oscuro interior.
Fisher paseó sus ojos cansados por todo el polvoriento y destartalado salón hasta posarlos distraídamente sobre una jaula de cristal que contenía un pájaro disecado y sobre la cual, colgada de unos garfios, había una escopeta que parecía ser el único adorno de toda la estancia.
—Puggy era un bromista —comentó—. Al menos a su más que desagradable manera. Pero parece una broma de demasiado mal gusto, incluso para él, comprar bocadillos justo antes de suicidarse.
—Si a eso vamos —contestó March—, no es muy corriente que alguien compre bocadillos cuando se encuentra justo a la entrada de la casa a la que se dirige.
—No… no —repitió Fisher casi mecánicamente para después, de súbito, mirar con fijeza a su interlocutor con una expresión mucho más animada.
—¡Caramba! Eso sí que es una idea. Tiene usted toda la razón. Lo cual sugiere algo de lo más misterioso, ¿no es cierto?
Hubo un silencio, tras el cual March dio un nervioso respingo cuando la puerta de la posada se abrió de golpe y un hombre entró a grandes pasos para dirigirse directamente hacia el mostrador. Tras golpear sobre éste con una moneda y dar voces pidiendo coñac reparó por fin en Fisher y March, que se habían sentado a una mesa de madera vacía situada bajo una ventana. Cuando se volvió para observarles con una mirada nada acogedora, March aún tenía reservada otra sorpresa, pues su guía, tras llamar Hoggs al hombre, lo presentó como Sir Howard Horne.
Tal y como suele ocurrirle a los políticos, parecía bastante más mayor que en aquellos retratos juveniles de las revistas ilustradas. Su lacio pelo rubio se entreveía mezclado de gris, pero su rostro era casi cómicamente redondo, con una nariz romana que, combinada con sus ojos brillantes y agudos, recordaban vagamente a un loro. Llevaba puesta una gorra casi en la parte trasera del cráneo y portaba una escopeta bajo el brazo. Harold March había llegado a imaginar muchas cosas acerca de su encuentro con el gran reformista político, pero nunca se lo hubiera figurado con un arma bajo el brazo y bebiendo coñac en una taberna de campo.