Estaban todos allí.
Podía clasificarlos por la indumentaria. Los peces gordos de la place Beauvau, con abrigo negro y zapatos lustrosos, de luto permanente; los comisarios y jefes de brigada, de verde camuflaje o pata de gallo otoñal, como cazadores al acecho; los oficiales de la policía judicial, con cazadora de cuero, brazaletes rojos y pinta de proxenetas metidos a milicianos. Fuera cual fuese su grado y su servicio, la mayoría llevaba bigote. Era un símbolo corporativo, una divisa igualadora. Tan previsible como la escarapela de su carnet.
Paul atravesó la barrera de furgones y coches patrulla, cuyos faros giraban silenciosamente ante el columbario, y pasó discretamente por debajo de la cinta amarilla que impedía el acceso a los edificios.
Una vez en el recinto, torció a la izquierda y se escondió detrás de una columna de la arcada. No perdió tiempo admirando el lugar: las largas galerías con los muros cuajados de nombres y flores, la atmósfera de respeto sagrado que emanaba del mármol, sobre el que el recuerdo de los muertos flotaba como la bruma sobre el agua. Se concentró en el grupo de policías que permanecían de pie en el jardín y trató de localizar rostros conocidos.
El primero que reconoció fue el de Philippe Charlier. Envuelto en su abrigo loden, el Gigante Verde se merecía su apodo más que nunca. A su lado estaba Christophe Beauvanier, con gorra de béisbol y chaqueta de cuero. Los dos policías interrogados por Schiffer la noche anterior parecían haberse abalanzado como chacales sobre su cadáver para asegurarse de que estaba frío y bien frío. No muy lejos, reconoció a Jean-Pierre Guichard, procurador de la República; Claude Monestier, comisario de división de Louis-Blanc, y también al juez Thierry Bomarzo, una de las pocas personas que conocía el papel desempeñado por Schiffer en aquel berenjenal, Paul comprendió lo que significaba para él aquella reunión en la cumbre: su carrera no sobreviviría a aquel caos.
Pero lo más asombroso era la presencia de Morencko, el jefe de la OCRTIS, y de Pollet, la cabeza visible de Estupefacientes. Demasiada gente para la desaparición de un simple inspector jubilado. Paul pensó en una bomba cuya auténtica potencia no se sospecha hasta que explota.
Siguió acercándose al amparo de las columnas. Las preguntas deberían haberse atropellado en su mente, en la que sin embargo solo había espacio para una evidencia. Por absurdo que pudiera parecer, aquel lúgubre desfile bajo las bóvedas del santuario recordaba intensamente el funeral de Alpaslan Türkes. El mismo fasto, la misma solemnidad, los mismos bigotes… A su manera, Jean-Louis Schiffer también había obtenido un funeral de repercusión nacional.
Paul vio una ambulancia estacionada al fondo del jardín, a la entrada de una cripta. Junto a ella, los enfermeros fumaban un pitillo y charlaban con unos agentes de uniforme. Sin duda estaban esperando a que la policía científica acabara con las formalidades del levantamiento para llevarse el cadáver al depósito. Así que Schiffer seguía allí dentro…
Abandonó su escondite y avanzó hacia la cripta, oculta tras un seto de aligustre. Iba a bajar la escalera, cuando le dieron el alto:
—¡Eh! No se puede pasar.
Paul se volvió y mostró su carnet. El número se puso rígido, casi en posición de firmes. Paul lo abandonó a su sorpresa y, sin decir palabra, descendió hasta la puerta de hierro forjado.
Al principio tuvo la sensación de haber penetrado en el laberinto de una mina, con sus túneles y sus niveles. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, consiguió hacerse una idea de la configuración de la cripta. Pasillos embaldosados de blanco y negro y flanqueados de miles de nichos, nombres, flores en vasos de cristal… Una ciudad troglodítica, excavada en la misma roca.
Se asomó al hueco abierto sobre los niveles inferiores. Una claridad blanca nimbaba el segundo sótano: los agentes del laboratorio de la policía estaban allá abajo. Localizó la escalera y empezó a bajar. A medida que se aproximaba a la luz, el ambiente, contra toda razón, parecía oscurecerse y enrarecerse. Un extraño olor le inundó las fosas nasales; un olor seco, picante, mineral.
Una vez en el segundo nivel, Paul se dirigió hacia la derecha. Mas que la fuente luminosa, ahora seguía el olor. Al asomarse a la primera esquina vio a dos técnicos, vestidos con monos blancos y gorros de papel. Habían instalado su cuartel general en el cruce de dos galerías. Sus maletines cromados, colocados sobre plásticos, mostraban tubos de ensayo, frascos, atomizadores… Paul se acercó sin hacer ruido a los agentes, que le daban la espalda.
No tuvo que fingir tos: el aire estaba saturado de polvo. Los cosmonautas se volvieron; llevaban máscaras en forma de Y invertida. Paul volvió a sacar el carnet. Una de las cabezas de insecto negó levantando las enguantadas manos.
—Lo siento -dijo una voz apagada, que podía pertenecer a cualquiera de los dos hombres-. Vamos a empezar con las huellas.
—Solo un minuto. Era mi compañero. ¡Poneos en mi lugar, joder!
Las dos íes se miraron. Pasaron unos segundos. Uno de los hombres sacó una máscara de su maleta.
—El tercer pasillo -dije. Sigue los proyectores. Y quédate en las planchas. No pises el suelo. — Haciendo caso omiso de la máscara, Paul se puso en marcha. El hombre insistió-. Cógela. No podrás respirar.
Paul refunfuñó pero se puso la máscara. Recorrió el primer pasillo de la izquierda caminando sobre las tablas, evitando los cables de los proyectores, instalados en todas las esquinas. Las paredes parecían prolongar hasta el infinito la letanía de nichos e inscripciones funerarias, mientras las partículas grises suspendidas en el aire ganaban densidad a cada paso.
Al fin, tras un último giro, comprendió la advertencia.
Bajo las lámparas halógenas, todo era gris: el suelo, las paredes y el techo. Las cenizas de los muertos se habían desparramado fuera de los numerosos nichos destrozados por las balas. Decenas de urnas habían caído al suelo y mezclado su contenido con el yeso y los cascotes.
En las paredes, Paul consiguió identificar los impactos de dos armas distintas: una de grueso calibre, tipo escopeta, y una pistola semiautomática, 9 milímetros o 45.
Siguió avanzando, fascinado por aquel paisaje lunar. Había visto fotos de ciudades enterradas bajo la lava tras una erupción volcánica en Filipinas. Calles cubiertas de cenizas y magma solidificado. Supervivientes despavoridos, con rostros de estatua y niños de piedra en los brazos. Ante él se extendía el mismo cuadro.
Pasó por debajo de otra cinta amarilla y, de pronto, al final del pasillo, lo vio.
Schiffer había vivido como un cabrón.
Y había muerto como un cabrón, en un último estallido de violencia.
El cuerpo, gris de los pies a la cabeza, estaba arqueado y de perfil, con la pierna derecha doblada bajo el impermeable y la mano derecha levantada y doblada, como la pata de un gallo. Un charco de sangre se extendía detrás de lo que quedaba de la caja craneal, como si uno de sus sueños más negros le hubiera explotado en la cabeza. Lo peor era la cara. Las cenizas que la cubrían no conseguían atenuar el horror de las heridas. Le habían arrancado recortado, más bien- un globo ocular, con toda su cavidad. Tenía la garganta, las mejillas y la frente surcadas de tajos. Uno de ellos, más largo y profundo, dejaba al descubierto las encías hasta el agujero de la órbita, de tal modo que la boca, rebosante de una pasta plateada y roja, se prolongaba en un rictus atroz.
Atacado de náusea, Paul se arrancó la máscara y dobló la cintura. Pero tenía el estómago completamente vacío. Los espasmos solo le hicieron vomitar las preguntas que había retenido hasta ese momento. ¿Qué había ido a hacer allí Schiffer? ¿Quién lo había matado? ¿Quién podía haberse ensañado con él de aquel nodo?
Paul hincó las rodillas en el suelo y empezó a sollozar. Al cabo de unos segundos, las lágrimas le rebosaban de los ojos, sin que se le ocurriera retenerlas o limpiarse los churretones de barro que le surcaban las mejillas.
No lloraba por Schiffer.
Tampoco por las mujeres asesinadas. Ni siquiera por la que vivía en permanente fuga, con la muerte en los talones.
Lloraba por sí mismo.
Por su soledad y por el callejón sin salida en el que se encontraba.
—Ya va siendo hora de que hablemos, ¿no?
Paul se volvió con viveza.
Un hombre con gafas al que no conocía de nada, que no llevaba máscara y cuyo alargado rostro cubierto de polvo parecía una estalactita, le sonreía.
—Así que fue usted quien volvió a poner a Schiffer en circulación…
La voz era clara, fuerte, casi risueña, en sintonía con el azul del cielo.
Paul se sacudió la ceniza de la parka y se sorbió la nariz. Había conseguido recuperar parte de su compostura.
—Necesitaba ayuda, sí.
—¿Qué clase de ayuda?
—Investigo una serie de asesinatos cometidos en el barrio turco.
—¿Su iniciativa contaba con el respaldo de sus superiores?
—Ya conoce la respuesta.
El hombre de las gafas asintió. No le bastaba con ser alto; todo en él tenía una altivez especial. Cabeza noble, mentón prominente, frente despejada, que coronaba una franja de rizos grises. Un alto funcionario en la plenitud de la edad, con un inquisitivo perfil de lebrel.
Paul lanzó una sonda:
—¿Es usted de la IGS?
—No. Olivier Amien. Observatorio Geopolítico de las Drogas. Paul había oído aquel nombre con frecuencia cuando trabajaba en la OCRTIS. Amien pasaba por ser el pope de la lucha antidroga en Francia. Un hombre que estaba a la cabeza tanto de la Brigada de Estupefacientes como de los Servicios Internacionales de Lucha contra el Tráfico de Sustancias Ilegales.
Los dos hombres dieron la espalda al columbario y avanzaron por un sendero que parecía una calleja empedrada del siglo XIX. Paul vio a unos enterradores fumando un pitillo apoyados contra una sepultura. Debían de estar comentando el increíble descubrimiento de esa mañana.
—Creo que usted también ha trabajado en la Oficina Central de Estupefacientes… -dijo Amien en un tono cargado de sobrentendidos.
—Varios años, sí.
—¿Qué asuntos?
—Pequeños. El cannabis, sobre todo. Las redes del norte de África.
—¿Nunca ha tocado el Cuerno de Oro?
Paul se secó la nariz con el dorso de la mano.
—Si fuera derecho al grano ganaríamos tiempo, usted y yo.
Amien lanzó una sonrisa al sol.
—Espero que una pequeña charla sobre historia contemporánea no lo asuste…
Paul pensó en los nombres y las fechas que le habían llovido encima desde el amanecer.
—Adelante. Estoy en la clase de recuperación.
El alto funcionario se subió las gafas con el índice y comenzó:
—Supongo que el nombre de los talibanes le dice alguna cosa. Desde el 11 de septiembre no hay modo de eludir a esos integristas. Los medios han glosado su vida y milagros hasta la saciedad. Los budas dinamitados. Sus vínculos con Bin Laden. Su intolerable actitud hacia las mujeres, la cultura y cualquier forma de tolerancia. Pero hay un hecho poco conocido, que constituye el único aspecto positivo de su régimen: esos bárbaros lucharon eficazmente contra la producción de opio. En su último año en el poder, prácticamente habían erradicado la cultura de la adormidera en Afganistán. De 3.300 toneladas de opio base producidas en 2000, se había pasado a 185 en 2001. A sus ojos, era una actividad contraria a la ley coránica.
»Por supuesto, en cuanto el mullah Ornar perdió el poder, la cultura del opio resurgió con renovada fuerza. Mientras hablamos, los campesinos de Ningarhar ven florecer las plantas que sembraron el pasado noviembre. Pronto empezará la recogida, a finales de abril. — La atención de Paul iba y venía, como a impulsos de un oleaje interior. La crisis de llanto le había ablandado la mente. Estaba hipersensible, pronto a estallar en risa o llanto a la menor señal-. Pero antes del atentado del 11 de septiembre -siguió diciendo Amien- nadie preveía la caída del régimen. Y los narcotraficantes habían empezado a buscar otras fuentes de abastecimiento. Especialmente los
buyuk-babas
turcos, los «abuelos», que se encargan de la exportación de heroína hacia Europa, habían puesto los ojos en otros países productores, como Uzbekistán o Tayikistán. No sé si lo sabrá, pero esos países comparten raíces lingüísticas con Turquía.
Paul volvió a sorberse la nariz.
—Empiezo a saberlo, sí.
Amien asintió e hizo una breve pausa para ordenar sus ideas.
—Antes, los turcos compraban el opio en Afganistán y Pakistán. Refinaban la morfina base en Irán y fabricaban la heroína en sus laboratorios de Anatolia. Con los pueblos turcófonos tuvieron que cambiar de método. Refinan la goma en el Cáucaso y después producen el polvo blanco en el extremo este de Anatolia. Estas redes han tardado algún tiempo en consolidarse y, por lo que sabemos, hasta el año pasado estaban en mantillas.
»A finales del invierno 2000-2001, oímos hablar de un proyecto de alianza. Una triple entente entre la mafia uzbeka, que controla inmensos campos de cultivo, los clanes rusos, herederos del Ejército Rojo, que dominan desde hace décadas las rutas del Cáucaso y el trabajo de refinado que se efectúa en esa zona, y las familias turcas, que se encargarían de la fabricación de la droga propiamente dicha. No teníamos nombres ni datos precisos, pero había detalles significativos que hacían pensar en una inminente unión en la cumbre. — Habían llegado a una zona más lúgubre del cementerio. Una sucesión de panteones negros de puertas oscuras y techos oblicuos que evocaba un poblado minero, aplastado por un cielo de carbón. Amien chasqueó la lengua antes de continuar-: Esos tres grupos criminales decidieron iniciar su asociación con un envío piloto. Una pequeña cantidad de droga, que exportarían a modo de prueba y que tendría valor de símbolo. Una puerta abierta al futuro… Para la ocasión, los tres socios se esforzaron en demostrar sus respectivos talentos. Los uzbekos proporcionaron una goma base de extraordinaria calidad. Los rusos utilizaron a sus mejores químicos para refinar la morfina base y, en el otro extremo de la cadena, los turcos elaboraron una heroína casi pura. Del número cuatro. Un néctar.
»Suponemos que también se encargaron de la exportación del producto, de su traslado a Europa. Necesitaban demostrar su fiabilidad en ese terreno. Actualmente se enfrentan a la fuerte competencia de los clanes albaneses y kosovares, que se han hecho los dueños de la ruta de los Balcanes. — Paul seguía sin ver en qué le concernían aquellas historias-. Todo esto ocurría a finales del invierno de 2001. En primavera, esperábamos ver aparecer el famoso cargamento en nuestras fronteras. Una ocasión única de cortar de raíz la nueva red… -Paul observaba las tumbas. Esta vez, un lugar claro, cincelado, variado como una Música de piedra que le murmuraba al oído-. A partir de mayo, en Alemania, en Francia, en Holanda, las fronteras se pusieron en alerta máxima. Los puertos, los aeropuertos, las aduanas de carretera estaban permanentemente vigilados. Cada país había investigado a su respectiva comunidad turca. Habíamos apretado las tuercas a nuestros informadores, intervenido los teléfonos de los traficantes… A finales de mayo, estábamos como al principio. Ni una pista, ni una información… En Francia, empezábamos a preocuparnos. Decidimos investigar más a fondo en la comunidad turca. Recurrir a un especialista. Un hombre que conociera las redes de Anatolia como la palma de su mano y que pudiera convertirse en un auténtico topo.