Paul volvió a lanzarse a las calles.
El tercer cirujano dormía plácidamente en su piso de la avenue d'Eylau, cerca del Trocadéro. Otra celebridad, a la que se atribuían intervenciones a las mayores estrellas del mundo del espectáculo. Pero nadie sabía «quiénes» ni «qué» había operado. Se rumoreaba que también él se había cambiado la cara tras sus devaneos con la justicia de su país de origen, Sudáfrica.
Lo había recibido en actitud desafiante, con las dos manos metidas en los bolsillos del batín, como un pistolero listo para desenfundar. Tras observar las fotografías con repugnancia, su respuesta había sido categórica: «No la he visto jamás».
Paul había salido de aquellas tres visitas como de una profunda apnea. A las seis de la mañana se había sentido repentinamente falto de signos familiares, de referencias tranquilizadoras. Por eso había llamado a su única familia, o a lo que quedaba de ella. La llamada no lo había reconfortado. Reyna seguía viviendo en otro planeta. Y, en las profundidades de su sueño, Céline estaba a años luz de su propio universo. Un mundo en el que los asesinos introducían roedores vivos en el sexo de las mujeres, en el que los policías cortaban falanges para obtener confesiones…
Paul alzó la vista. El espectro de la aurora se recortaba contra el cielo como la curva de un astro lejano. Poco a poco, la ancha franja malva fue adquiriendo un tono rosado y destilando un color de azufre en lo alto de su arco, que empezaba a cubrirse de brillantes partículas blancas. La mica del día…
Se puso en pie y volvió sobre sus pasos. Cuando llegó a la place du Trocadéro, las cafeterías estaban abriendo. Vio las luces de Malakoff, la cervecería donde estaba citado con Naubrel y Matkowska, los dos tenientes de la policía judicial.
El día anterior les había ordenado que olvidaran la pista de las cámaras de alta presión y recopilaran todo lo que pudieran encontrar sobre los Lobos Grises y su historia política. Si iba a concentrarse en la Presa, quería conocer también a los cazadores.
Al llegar a la puerta de la cervecería, se detuvo y reflexionó sobre el nuevo problema que le preocupaba desde hacía horas: la desaparición de Jean-Louis Schiffer. No había dado señales de vida desde la conversación telefónica de las once de la noche. Paul había intentado hablar con él repetidas veces, pero en vano. Podía haberse temido lo peor, haberse inquietado por su vida, pero no: más bien presentía que aquel cabrón lo había dejado en la estacada. Recuperada la libertad, el Cifra debía de haber dado con una buena pista y la estaba siguiendo en solitario.
Paul procuró reprimir su cólera y mentalmente le concedió una nueva oportunidad: le daba hasta las diez de la mañana para aparecer. Cumplido el plazo, lanzaría una orden de búsqueda. No le faltaba más que eso.
Empujó la puerta de la cervecería sintiendo que su humor volvía a ensombrecerse.
Los dos tenientes ya lo estaban esperando en el fondo del bar. Antes de reunirse con ellos, Paul se frotó la cara y trató de alisare la parka. Quería recobrar parte de la apariencia de lo que era -su superior jerárquico- y no parecer un vagabundo surgido de la noche.
Cruzó el local, demasiado iluminado, demasiado renovado, donde todo parecía falso, desde las arañas hasta los respaldos de los bancos. Falso cinc, falsa madera y falso cuero. Un garito pretencioso, saturado de vapores de alcohol y olor a tapa, pero todavía desierto.
Paul se sentó frente a sus investigadores v contempló con placer sus risueños rostros. Como policías, Naubrel y Matkowska no serían unos linces, pero tenían el entusiasmo de su juventud. Le recordaban el camino que él nunca había sabido tomar: el de la ligereza y la despreocupación.
Empezaron abrumándolo con detalles sobre sus investigaciones nocturnas. Paul pidió un café y los atajó:
—Muy bien, chicos. Vamos al grano.
Tras cambiar una mirada de complicidad con su compañero, Naubrel abrió una gruesa carpeta llena de fotocopias.
—Los Lobos Grises son, ante todo y en primer lugar. un asunto político. por lo que hemos podido entender, en los años sesenta, las ideas de izquierda estaban en auge en Turquía. Exactamente igual que en Francia. Como reacción, la extrema derecha subió, como la espuma. Un tal Alpaslan Türkes, un coronel que había coqueteado con los nazis, formó un partido: el partido de Acción Nacionalista. Él y sus hordas se presentaron como una muralla contra la amenaza roja.
—A la sombra de ese grupo oficial -dijo Matkowska tomando el relevo-empezaron a surgir centros ideológicos destinados a los jóvenes. Primero en las facultades y más tarde en el campo. Los chicos que se adherían a ellos se hacían llamar los «Idealistas» y también los «Lobos Grises». — El teniente consultó sus notas-.
Bozkurt
, en turco.
Aquellos datos corroboraban los que le había dado Schiffer.
—En los años setenta -siguió explicando Naubrel-, la tensión entre comunistas y fascistas llegó a su punto culminante. Los Lobos Grises tomaron las armas. En determinadas regiones de Anatolia se crearon centros de entrenamiento. En ellos, los jóvenes Idealistas recibían adoctrinamiento político, aprendían artes marciales y se iniciaban en el manejo de las armas. Campesinos analfabetos se convirtieron en asesinos armados, entrenados y fanáticos.
Matkowska hojeó otro fajo de fotocopias:
—En 1977, los Lobos Grises pasaron a la acción: atentados con bomba, ametrallamiento de lugares públicos, asesinatos de conocidas personalidades… Los comunistas respondieron. Estalló una auténtica guerra civil. A finales de la década, la violencia política se cobraba en Turquía entre quince y veinte víctimas diarias. El terror puro y simple.
—¿Y el gobierno? — preguntó Paul-. ¿La policía? ¿El ejército?
Sonrisa de Naubrel.
—Exacto. Los militares dejaron que la situación se pudriera hasta un punto que justificara su intervención. En 1980 dieron un golpe de Estado. Fulminante y limpio. Los terroristas de ambos bandos acabaron en la cárcel. Los Lobos Grises lo viven como una traición: luchaban contra los comunistas, y resulta que los políticos de derecha los mandan a chirona… En esa misma época, Türkes escribió lo siguiente: «Yo estoy en la cárcel, pero mis ideas están en el poder». En realidad, los Lobos Grises salieron enseguida. Türkes reanuda poco a poco sus actividades políticas. Siguiendo su ejemplo, otros Lobos Grises se desprenden de su pasado y se convierten en diputados, en parlamentarios. Pero hay otros: la tropa, los campesinos adiestrados en los campos, que no han conocido otra cosa que la violencia y el fanatismo.
—Sí -remachó Matkowska-, y esos se han quedado huérfanos. La derecha está en el poder y ya no los necesita. El propio Türkes, preocupado por su respetabilidad, les vuelve la espalda. Cuando salen del trullo, ¿qué pueden hacer?
Naubrel dejó la taza de café y respondió a la pregunta. El numerito del dueto les estaba saliendo que ni ensayado.
—Se reciclan como mercenarios. Tienen armas y experiencia. Trabajan para el mejor postor, sea el Estado o la mafia. Según los periodistas turcos con los que hemos hablado, es un secreto a voces: los Lobos Grises han trabajado para el MIT, los servicios secretos turcos, y han eliminado a líderes armenios y kurdos. También han formado milicias, escuadrones de la muerte. Pero su pan diario se lo proporciona la mafia. Cobro de deudas, extorsión, servicios de orden… A mediados de los ochenta, se incorporan al tráfico de droga que se está desarrollando en Turquía. A veces suplantan a los clanes mafiosos y toman el control. Comparados con los criminales clásicos, poseen una baza fundamental: conservan lazos con el poder, especialmente con la policía. En los últimos años han estallado en Turquía varios escándalos que han revelado la existencia de lazos más estrechos que nunca entre mafia, Estado y nacionalismo.
Paul reflexionaba. Todas aquellas historias le parecían vagas y lejanas. El mismo término «mafia» sonaba a tópico vacío. Siempre las mismas ideas de tentáculos, de complot, de redes invisibles… ¿Qué designaba exactamente? Nada de todo aquello lo acercaba a los asesinos que buscaba ni a la mujer a la que perseguían. No había ni un mal rostro, ni un mal nombre al que hincarle el diente.
Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Naubrel soltó una risita cargada de orgullo.
—Y ahora, ¡sitio para las imágenes! — exclamó apartando las tazas y metiendo la mano en un sobre-. Hemos entrado en Internet y consultado los archivos fotográficos de
Milliyet
, uno de los periódicos con más tirada de Estambul. Hemos descubierto esto.
—¿Qué es? — preguntó Paul cogiendo la primera foto.
—El entierro de Alpaslan Türkes. El «viejo Lobo» murió en abril de 1997. Tenía ochenta años. Un auténtico acontecimiento nacional.
Paul no daba crédito a sus ojos: el funeral había atraído a miles de turcos. El pie de foto precisaba en inglés: «Cuatro kilómetros de cortejo fúnebre, vigilados por diez mil policías».
Era un cuadro grave y magnífico. Negro como la muchedumbre que se arremolinaba en torno a los coches de la comitiva, ante la mezquita de Ankara. Blanco como la nieve que caía ese día en apretados copos. Rojo como la bandera turca que flotaba por doquier sobre las cabezas de los «fieles»…
Las siguientes fotografías mostraban la cabeza del cortejo. Paul reconoció a la ex primera ministra Tansu Çiller y concluyó que la acompañaban otros dignatarios políticos turcos. Incluso pudo comprobar la presencia de emisarios llegados de Estados vecinos, ataviados con prendas tradicionales de Asia Central, gorros y túnicas bordadas en oro.
De pronto, cayó en la cuenta. Los padrinos de la mafia turca también debían de haber participado en aquel desfile… Los jefes de las familias de Estambul y de las demás regiones de Anatolia, llegados a rendir el último homenaje a su aliado político. Puede que entre ellos también estuviera el hombre que tiraba de los hilos de su asunto. El que había lanzado a los Lobos sobre las huellas de Sema Gokalp…
Siguió viendo el resto de las fotos, que revelaban detalles singulares entre la muchedumbre. Por ejemplo, la mayoría de las banderas rojas no llevaban bordada una media luna -el emblema turco-, sino tres, dispuestas en forma de triángulo. Asimismo, diversos carteles ostentaban la efigie de un lobo aullando bajo las tres lunas.
Paul tenía la sensación de estar contemplando un ejército en marcha, una muchedumbre de guerreros de piedra con valores primitivos y símbolos esotéricos. Más que un partido político al uso, los Lobos Grises formaban una especie de secta, un clan místico con referentes ancestrales.
Las imágenes del final lo sorprendieron con un último detalle: los militantes no alzaban el puño al paso de la comitiva, como le había parecido. Hacían un saludo mucho más original: levantaban dos dedos. Paul se fijó en una mujer deshecha en llanto bajo la nieve, que hacía ese enigmático gesto.
Mirando con más atención, comprobó que levantaba el índice y el meñique y juntaba el corazón y el anular con el pulgar, como si hubiera cogido con ellos una pizca de sal.
—¿Qué significa este gesto?
—No lo sé -respondió Matkowska-. Lo hacen todos. Un signo identificativo, sin duda. Para mí que están todos zumbados.
Aquel signo era una clave. Dos dedos levantados hacia el cielo, como dos orejas…
De pronto, lo comprendió.
Hizo el gesto ante Naubrel y Matkowska.
—Por Dios santo, ¿es que no veis lo que representa? — rezongó Paul. Puso la mano de lado, apuntando hacia el cristal como un hocico-. Fijaos bien.
—Joder -murmuró Naubrel-. Es un lobo. La cabeza de un lobo.
—Tendréis que separaros -les anunció Paul al salir de la cervecería.
Los tenientes acusaron el golpe. Tras pasar la noche en blanco, debían de estar deseando volver a casa. Su expresión despechada no hizo mella en Paul.
—Naubrel, tú continuarás con la investigación sobre las cámaras de alta presión.
—¿Qué? Pero…
—Quiero una lista completa de las obras que utilizan ese tipo de aparatos en la región de París.
—Capitán, ese asunto es un callejón sin salida -repuso el de la judicial abriendo las manos en un gesto de impotencia-. Matkowska y yo hemos investigado en todos los sectores. De la construcción a la calefacción, de la sanidad al vidrio… Hemos visitado los talleres de pruebas, los…
Paul lo acalló con un gesto. Si hubiera sido por él, lo habría dejado correr. Pero, durante su última conversación telefónica, Schiffer le había preguntado por aquella pista, cosa que no habría hecho sin una buena razón. Ahora más que nunca, confiaba en el instinto del viejo sabueso…
—Quiero esa lista -repitió-. Todos los lugares en los que haya la menor posibilidad de que los asesinos hayan utilizado una cámara.
—¿Y yo? — preguntó Matkowska.
Paul le tendió las llaves de su piso.
—Ve a mi casa, a la rue Chemin-Vert. Recoge todos los catálogos, fascículos y documentos sobre máscaras y bustos antiguos que encuentres en mi buzón. Me los deja un agente de la Anticriminal.
—¿Qué hago con ellos?
Paul tampoco creía en aquella pista, pero, una vez más, oyó la voz de Schiffer: «¿Y las máscaras?». Puede que no fuera una hipótesis tan descabellada.
—Te instalas en mi casa y comparas cada imagen con los rostros de las muertas -respondió con firmeza.
—¿Por qué?
—Busca similitudes. Estoy seguro de que el asesino se inspira en restos arqueológicos para desfigurarlas. — El teniente miraba las llaves en la palma de su mano con incredulidad. Paul no dio más explicaciones. Alejándose hacia el coche, añadió-: Nos veremos a mediodía. Si entretanto descubrís algo importante, me llamáis de inmediato.
Era el momento de ocuparse de una nueva idea que no paraba de darle vueltas en la cabeza: Ali Ajik, consejero cultural de la embajada turca, vivía a unas manzanas de allí. Valía la pena llamarlo. Siempre se había mostrado dispuesto a colaborar en la investigación, y Paul necesitaba hablar con un ciudadano turco.
Una vez en el coche, lo llamó con el móvil, que ya estaba recargado. Ajik no dormía; al menos, eso aseguró.
Minutos más tarde, Paul subía la escalera que conducía al domicilio del diplomático. Tenía flojera. La falta de sueño, el hambre, los nervios…
Ajik lo recibió en un pisito moderno transformado en cueva de Alí Babá. La luz arrancaba reflejos cobrizos al lustroso mobiliario y las paredes estaban cubiertas de medallones, cuadros y lámparas que irradiaban oro y bronce. El suelo había desaparecido bajo alfombras superpuestas de los mismos tonos ocres. Aquella decoración de las mil y una noches se compadecía mal con el personaje, un turco moderno y políglota de unos cuarenta años.