—¿No es demasiado tarde para tomar semejante decisión? —quiso saber.
—Temo que sí —admitió a duras penas su esposo—. Pero hasta hoy Tupa-Gala no me había proporcionado argumentos para oponerme. Ahora los tengo, y por lo tanto ya está dictada su sentencia…: se convertirá en
runantinya
.
—No creo que eso le devuelva la vida a Tunguragua ni sirva de consuelo a sus padres.
—Lo sentiré por la niña, pero no por ellos. Son reos de alta traición y por lo tanto su destino es acabar en manos del verdugo.
—¿A pesar de que lo único que han hecho es tratar de salvar de una muerte horrenda a su única hija?
—A pesar de ello. Un delito tan grave seguirá siéndolo sean cuales sean las razones que lo impulsen… —El Emperador hizo un gesto fatalista—. Y su castigo es la muerte.
N
o era una calzada real.
No era un camino.
Ni siquiera un sendero de alpacas.
Era apenas una trocha cubierta por la vegetación que se abría paso serpenteando por el fondo de un estrecho valle al que no calentaba el sol más que un par de horas al día y que trepaba luego como una hiedra aferrada a las paredes de piedra hasta la cima de los oscuros picachos.
Vistos desde abajo, desde el borde del inevitable riachuelo tumultuoso que les servía de desaguadero, los erguidos cerros parecían inaccesibles y se hacía necesario ascender un metro para tener la seguridad de que se podría ascender otro metro y luego otro más pese a que siempre se tuviera la impresión de que muy pronto se alcanzaría el último.
Y entonces ya no era una calzada real, ni un camino, ni un sendero, ni tan siquiera una trocha, sino que se transformaba en una escalinata tallada en la roca viva y tan estrecha que apenas podrían colocarse los dos pies en el mismo escalón.
A un lado el abismo, cada vez más profundo.
Al otro una altísima pared cada vez más agobiante.
Nadie que tuviese la más ligera noción de lo que significaba el vértigo conseguiría sobrevivir a una sola jornada de camino por semejante cordillera, pero ellos eran incas, aquél era su mundo, y avanzaban por él con la naturalidad con que un beduino lo haría por las ardientes arenas del desierto o un esquimal sobre los témpanos de hielo.
La admirable capacidad del ser humano por adaptarse a su entorno hacía una vez más su aparición al descubrir cómo seis hombres y una mujer subían y bajaban por donde hasta las cabras hubieran temido por sus vidas, sin que ni el frío, ni la lluvia, ni el viento acertaran a detenerlos en su avance.
Sin intercambiar una palabra, sin resuellos ni lamentos, sin alterar el paso y sin detenerse más que lo justo para determinar la nueva ruta, marchaban por los bordes de los precipicios, la fría puna o los oscuros valles como autómatas carentes de emociones, sin que ni el hambre ni el cansancio consiguieran hacer mella en ellos bajo ninguna circunstancia.
Y es que atravesaban extensas zonas en las que proliferaban las plantaciones de coca, puesto que las suaves laderas abiertas al norte recibían horas de insolación directa, permitiendo que la planta sagrada creciera salvaje.
Era aquélla una región deprimente e inhóspita, en la que tan sólo se distinguían de tanto en tanto los minúsculos refugios de los pastores que ascendían hasta allí durante los meses más cálidos, por lo que el viajero no podía por menos que preguntarse por qué absurda razón alguien había enviado cuadrillas de esclavos a abrir senderos y tallar peldaños en las rocas, cuando resultaba evidente que aquél era un remoto rincón de la tierra del que los dioses se habían desentendido desde el primer momento.
Los más fanáticos
runas
eran los únicos seres humanos que se atrevían a morar en semejante lugar, puesto que se trataba de ermitaños que habían renunciado a su casta, su hogar, su familia e incluso su propio nombre con la esperanza de encontrar en el aislamiento y la meditación la salvación eterna y el verdadero camino al más allá.
Algunos purgaban sus pecados; otros, la mayoría, tan sólo buscaban la paz interior o el acercamiento a sus dioses, e incluso los menos habían adoptado tal condición a sabiendas de que era la única forma conocida de escapar a la justicia del Emperador.
Una antigua costumbre estipulaba que, cualquiera que fuera el delito cometido, un reo que aceptase dejar transcurrir el resto de su vida solo en la cima de una perdida montaña pagaba sobradamente su deuda con la sociedad.
Un helado amanecer en el que el cierzo descendía con violencia desde la cima de los nevados, el incansable grupo de viajeros distinguió en el centro mismo de un extenso páramo en el que pastaban dos tristes llamas, la ruinosa choza de barro y paja de uno de aquellos
hombres
—que tal era la traducción de
runa
—, que los invitaba, con un leve gesto de la mano, a que se protegieran del frío en el interior de su refugio.
El habitáculo, mitad cuadra y mitad vivienda, oscuro y hediondo, sin otra ventilación que una puerta abierta a sotavento, y que por todo mobiliario contaba con una destrozada estera de cañas y una rústica jarra de barro, podía considerarse sin lugar a dudas el lugar más inmundo del planeta, indigno incluso de los cerdos, pero a quienes venían de avanzar a duras penas contra un viento gélido que cortaba la respiración, su relativa tibieza se les antojó poco menos que la antesala del paraíso.
El
runa
, un anciano al que en un principio costaba trabajo entender puesto que al parecer llevaba muchísimo tiempo sin hablar con nadie, no se interesó por quiénes eran, ni hacia dónde se dirigían, aunque sí aclaró que aguardaba su visita desde hacía tiempo puesto que había adivinado por el vuelo de los cóndores que se aproximaban seres humanos.
—Los cóndores, que gozan de una visión a enorme distancia, se inquietan y suelen volar en pequeños círculos y muy cerca de sus nidos cuando ven a alguien, pues saben que todo hombre es un posible saqueador, ya que los campesinos aseguran que los huevos de cóndor proporcionan virilidad.
—¿Y es cierto?
—No lo sé —fue la respuesta—. Aquí solo, la virilidad únicamente me serviría para atormentar mi espíritu, y no es precisamente eso lo que buscaba al venir.
—¿Y qué es lo que buscabas al elegir un retiro tan remoto y desolado? —quiso saber Sangay Chimé, más por educación que por auténtico interés.
—Averiguar la forma y el tamaño de la tierra. La respuesta resultó tan sorprendente que por unos instantes ninguno de los presentes supo qué decir, limitándose a observarse con el aire de quien cree que no ha entendido, quien más bien imagina que su interlocutor no está muy bien de la cabeza.
—¿Averiguar la forma y el tamaño de la tierra?… —repitió al fin un perplejo Rusti Cayambe.
—Exactamente. Soy astrónomo, y siempre me preocuparon la auténtica forma y el verdadero tamaño de la tierra.
—Pero la tierra no puede tener límites.
—Todo excepto el tiempo, tiene un límite… —le refutó el
runa
—. Y la tierra también. Por eso vine aquí, porque éste es el punto habitable más alto y de cielo más limpio de la cordillera.
—Alto sí que está, pero ¡habitable!… Con este viento y este frío…
—Yo he logrado sobrevivir, y cuando sale la luna está tan cerca que casi puedo tocarla con la mano. Es ella la que me ha permitido conocer el tamaño aproximado de la tierra.
—¿Cómo?
—Comparando la sombra que proyecta sobre su superficie, según la posición en que se encuentre… —Al advertir que ninguno de los que le escuchaban parecía entender de qué les estaba hablando, aclaró—: La tierra es redonda.
—¿Redonda?
—Eso he dicho. Igual de redonda que el sol, la luna, las estrellas o el resto de los planetas… —Los observó uno por uno para acabar por inquirir—: ¿Por qué habría de ser diferente si también flota en el espacio?
—¿La tierra flota en el espacio?
—En efecto.
—Pues yo nunca he visto que la tierra sea redonda… —intervino uno de los soldados evidentemente confuso.
—No puedes verlo porque es demasiado grande —le aclaró el anciano—. No tan grande como el sol, pero sí mucho más grande que la luna…
—Sigo sin entenderlo.
El
runa
alargó la mano, se apoderó de la vieja vasija de barro y la alzó, mostrando que estaba cubierta de hormigas.
—Se guían por el olor —dijo—. Y cuando han dado una vuelta completa a la vasija, se sorprenden al encontrar su propio rastro. Eso las desconcierta, ya que no entienden por qué razón, si van siempre en línea recta, regresan una y otra vez al mismo punto, pero a la cuarta o quinta vuelta comprenden lo que ocurre y cambian de rumbo buscando otra salida.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Que las hormigas actúan por instinto, pero yo soy un ser humano y puedo razonar: si todo cuanto flota en el firmamento es redondo, también la tierra debe de serlo.
—Y en ese caso, ¿por qué no nos caemos? —quiso saber la princesa.
—Porque nos encontramos en la parte de arriba de una inmensa esfera. Al igual que el Cuzco es el centro de mundo, la tierra es el centro del universo que gira en torno a él, pero al otro lado no puede haber nada puesto que cuanto había ya se precipitó al vacío.
—¿Y cuánto tiempo has tardado en llegar a esas conclusiones?
—Muchos… ¡Muchísimos años! Llegué aquí con un rebaño de treinta llamas, y ya no quedan más que esas dos… —Mostró sus encías, en las que no se distinguía ni sombra de dientes—. Me proporcionan la leche de que me alimento, pero cuando no quede ninguna, subiré a la cima de un nevado para permitir que mi cuerpo se congele. De ese modo, cuando Viracocha regrese y traiga consigo la eterna primavera, volveré a una vida que ya siempre será feliz y tan eterna como el tiempo…
Cuando dos horas después los expedicionarios se alejaron de allí, lo hicieron sin tener muy claro si lo que dejaban atrás era un hombre muy sabio o un viejo muy loco, aunque sin poder evitar por ello el ir rumiando, junto a las hojas de coca, la inquietante idea de que tal vez la tierra fuera, efectivamente, tan redonda como la luna.
Atravesaron el páramo azotado por los vientos, descendieron hasta lo más profundo de un valle encajonado entre altísimos farallones, y volvieron a ascender por la pared opuesta en lo que podía considerarse un infernal tobogán interminable, y nada ni nadie parecía ser capaz de detenerlos, hasta la tarde en que comenzó a llover furiosamente y uno de los esclavos de la princesa Sangay Chimé perdió pie para ir a desaparecer, sin emitir tan siquiera un gemido, en las entrañas de un oscuro precipicio.
Su compañero quedó de improviso como paralizado por el terror, incapaz de moverse ni hacia adelante ni hacia atrás, puesto que aunque había pasado la mayor parte de su vida en la cordillera, seguía siendo un costeño y carecía por tanto del desprecio al vértigo que identificaba a los andinos.
Su dueña intentó animarle a continuar la marcha olvidando al difunto, pero resultó evidente que el pobre hombre se encontraba presa de un ataque de pánico que le impedía moverse, por lo que llegó a la conclusión de que lo único que podían hacer era darle tiempo para que se tranquilizara.
—Quédate esta noche aquí y mañana busca sin prisas el camino hacia la costa —le ordenó—. Cuéntale a mi madre lo ocurrido y ella te dejará libre y te recompensará por la fidelidad que me has demostrado.
Continuaron pues la difícil ascensión, dejando al infeliz acurrucado y como muerto, y al coronar la cima del farallón aún tuvieron tiempo de distinguir en la distancia un fértil valle por el que se desparramaba un pequeño grupo de chozas.
—Mañana avistaremos el camino que conduce al Misti… —sentenció Rusti Cayambe—. Confío en que la procesión aún no haya cruzado por aquí.
Buscaron refugio en una profunda cueva, encendieron un buen fuego sobre el que asaron una
vizcacha
que uno de los soldados había cazado con ayuda de una honda que manejaba con endiablada habilidad y, mientras devoraban con apetito aquella especie de liebre de carne oscura, cada uno de ellos lamía su particular piedra de sal gema, puesto que los incas tenían la rara costumbre de no salar directamente los alimentos, sino consumir por separado la sal que necesitaban.
Esa piedra de sal constituía una de sus más preciadas posesiones en semejantes alturas, y cada cual la conservaba como un valioso tesoro, puesto que sabían muy bien que sin su ración diaria acabarían enfermando.
Al concluir la frugal cena, y mientras sus compañeros de viaje comenzaban a roncar sonoramente, Rusti Cayambe y Sangay Chimé regresaron a la entrada de la caverna para tomar asiento y contemplar cómo caía la lluvia en el exterior.
La noche estaba tan oscura que resultaba imposible distinguir nada a tres metros de distancia, pero aun así permanecieron largo rato muy quietos, consciente cada uno de ellos de cuáles eran los pensamientos del otro.
—¿Dónde estará? —inquirió al fin Sangay Chimé.
—No lo sé… —admitió su esposo—. Pero donde quiera que esté la cuidarán. No corre peligro alguno hasta que lleguen al Misti.
—¿Crees que Tupa-Gala aceptará el trato?
—No… —fue la honrada respuesta—. A estas alturas ya no lo creo, pero no me importa, porque pienso llevarme a Tunguragua por las buenas o por las malas.
—¡Ellos son tantos y nosotros tan pocos!… —se lamentó su mujer.
—Lo sé. Y por eso nuestra mejor arma será la sorpresa. Aprovecharemos la oscuridad para llevarnos a la niña. ¿Confías en su nodriza?
—Plenamente.
—Eso facilitará las cosas, puesto que ella es la única que podrá dar la voz de alarma en mitad de la noche.
—No lo hará.
—Confiemos en ello.
—¿Y qué ocurrirá luego?
—No lo sé.
—¿Adónde iremos?
—¿Qué importa eso? Lo primero es lo primero, y cuando volvamos a estar los tres juntos, nos preocuparemos del futuro. Ahora, sin Tunguragua, carecemos de futuro.
—¿Y si no conseguimos recuperarla?
—Será terrible, pero mucho menos terrible que si nos hubiéramos quedado en el Cuzco.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que, de no haber hecho nada por salvarla, hubiéramos acabado por distanciarnos.
—¿De verdad lo crees?
—Estoy convencido… —insistió él—. Haber renunciado a todo cuanto teníamos nos ha unido aún más, y nos ha hecho madurar como padres.
—¿Y de qué nos sirve madurar como padres si no tenemos hija?