El Inca (23 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: El Inca
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—Entonces… ¿de qué te sorprendes? Has consentido que se cometa un terrible acto de injusticia, y no puedes aferrarte a la idea de que tú eres quien dicta lo que es o no justo. Si has hecho algo mal, tienes que resignarte a aceptar que alguien no esté dispuesto a pagar por tu error.

—¿Acaso olvidas que soy el Emperador?

—¿Y acaso tú olvidas que son tus súbditos y que tu primera obligación es cuidar de ellos? Para todo existe un límite, y creo que en este caso eres tú el que ha sobrepasado ese límite. Estoy convencida de que tanto Rusti Cayambe como Sangay Chimé hubieran dado su vida por ti. Su vida sí, pero no la de su hija.

—No les exigí que hicieran nada por mí, sino por el futuro del Imperio.

—¡Bobadas! —se enfureció su esposa—. Pese a todo lo que ese viejo
quipu
quiera contar, y por muy cierto que sea, la tierra seguirá estremeciéndose con sacrificios humanos o sin sacrificios humanos. Tú lo sabes, yo lo sé y Tupa-Gala lo sabe.

Pese a ello has accedido a que se cometa un crimen abominable. —Agitó la cabeza con gesto de profunda preocupación—. Y lo que ahora más me preocupa es el hecho de que tal vez los dioses del amor y la fertilidad se sientan ofendidos y busquen venganza.

—¿Qué quieres decir con eso? —quiso saber el Emperador visiblemente inquieto.

—Que con esta cruel ceremonia hemos convertido la alegría y la felicidad que nos embargaban por el hecho de que los dioses nos hubiesen concedido el maravilloso don de tener un hijo, en negras jornadas de amargura y tristeza, y eso sí que puede acarrearnos gravísimas consecuencias.

—¿Me estás culpando por ello?

—Sinceramente sí… —replicó ella con toda honradez—. Sinceramente creo que tu obligación era cortarle la cabeza a ese maldito intrigante de la misma forma que tenías que habérsela cortado hace tiempo a todos esos pájaros de mal agüero que prefieren vivir inmersos en un reino de miedo y sombras. Somos hijos del Sol y de la luz, y por lo tanto nuestro deber es amar la vida y no rendir culto a las tinieblas y a la muerte.

—Nunca me habías hablado tan duramente.

—¡Te equivocas! Lo hago muy a menudo aunque tú no lo adviertas, y lo hago porque te quiero, y porque me duele ver cómo te tambaleas cuando te empeñas en hacer algo que va en contra de tus propias convicciones. —La reina Alia alzó la voz al añadir en tono acusatorio—: Si no querías que se celebrara ese sacrificio, ¿por qué lo has consentido? ¿Qué clase de Emperador eres que permites que sean otros los que gobiernen en tu nombre?

—Soy un Emperador que ante todo intenta proteger a su pueblo, y a su hijo, de las iras de Pachacamac.

—¡Pues yo no creo en Pachacamac! ¿Me oyes? No creo que exista un dios tan cruel y sanguinario, y si en verdad existiera y lo tuviera delante, le escupiría a la cara.

—¡Que los cielos nos asistan! —se lamentó su hermano—. ¿Te das cuenta de las barbaridades que estás diciendo?

—De lo que me doy cuenta es de las barbaridades que estás consintiendo. Dos de las personas que más te querían se han visto obligadas a traicionarte, un pueblo que amaba tu sentido de la justicia repudia tanta crueldad, tus más fieles consejeros no se atreven a contradecirte y yo, que te admiro más que a nada, me siento desilusionada… —Lanzó un profundo resoplido de hastío—. ¿Y todo eso por qué?… Porque te preocupa que la tierra tiemble, cuando resulta evidente que la tierra siempre ha temblado y continuará haciéndolo durante los próximos mil años.

—Pero no quiero que lo haga antes de que nazca mi hijo.

La reina Alia se tomó un tiempo para reflexionar sobre lo que iba a decir, dudó de forma harto visible, pero al fin se decidió a sentenciar:

—Evitar los terremotos o las erupciones de los volcanes nunca ha estado en manos de nadie, y si tu hijo no es lo suficientemente fuerte como para soportar un temblor de tierra, más vale que no nazca, porque si algo peor le puede ocurrir al Incario que no tener Emperador, es tener un Emperador demasiado débil.

—Cada día me inquieta y me preocupa más cuanto dices.

—Será porque cada día estás menos convencido de lo que haces —le hizo notar ella—. En el fondo sabes muy bien que yo soy la única persona de este mundo capaz de enfrentarme abiertamente a ti, para hacerte ver la verdad sin tapujos. Te he limpiado el culo demasiadas veces como para tenerte miedo, y uno de tus grandes defectos estriba en que cuando alguien no te demuestra miedo, te desconciertas.

—Pues ya que no puedes demostrar miedo, podrías demostrarme respeto.

—Te lo demuestro cuando te lo mereces, no por costumbre. Eres mi hermano, mi esposo, mi amante y mi Emperador, pero nada de eso me convierte en tu esclava.

—Mi gran problema ha sido siempre haber nacido en segundo lugar… —se lamentó casi cómicamente su esposo—. Tenía que haber sido yo quien te educara y no al contrario.

—¡Peor hubieran ido en ese caso las cosas! —señaló la reina—. ¿Qué piensas hacer ahora?

—No lo sé… —fue la honrada respuesta—. La huida de Rusti Cayambe y Sangay Chimé ha echado por tierra mis planes…

—¿Planes?… —repitió ella un tanto confusa—. ¿A qué clase de planes te refieres?

—A que le había pedido a la guardia que retrasase todo lo posible la marcha, con el fin de dar tiempo a que se produjera algún pequeño temblor de tierra. Si eso ocurría, tenían orden de regresar de inmediato con la niña, pero ahora ése es un tema que pasa a un segundo plano. Lo que importa es el hecho de que un general y una princesa han cometido un acto de alta traición, y eso es algo que se castiga con la muerte, y que no puedo, ni debo, pasar por alto.

Capítulo 16

T
upa-Gala se encontraba al borde de la apoplejía.

A la semana de abandonar el Cuzco no habían avanzado ni la cuarta parte de lo que estaba previsto, con lo que el viaje al Misti ofrecía todo el aspecto de querer eternizarse.

Y sabía muy bien, lo había sabido desde el momento en que abandonó el palacio imperial, que el tiempo corría en su contra.

El alba le sorprendía en pie, gritando órdenes con el fin de que la marcha se iniciara con las primeras luces, pero siempre, por una u otra razón, todo se complicaba y el sol estaba muy alto cuando la cabeza de la expedición comenzaba a moverse.

Luego venía el martirio del camino, puesto que cabría imaginar que los porteadores que el Emperador le había proporcionado eran cojos o estaban borrachos de la mañana a la noche, balanceando la pesada silla como si se encontrara flotando en mitad del más proceloso de los océanos, hasta el punto de que en algunos momentos tenía que rogar que se detuvieran y continuar el viaje a pie si no quería ofrecer el penoso espectáculo de que le vieran vomitar.

La primera vez que bordearon un abismo abrigó el convencimiento de que se habían puesto de acuerdo para arrojarle al vacío, y ni por lo más remoto aceptó atravesar un puente a hombros de aquella partida de facinerosos.

Para colmo, los pueblos por los que cruzaban aparecían desiertos, dado que al tener conocimiento de que la procesión se aproximaba, sus habitantes los abandonaban no sin haber vaciado a conciencia los almacenes.

Nadie parecía querer ser testigo de tamaño crimen, y su ausencia constituía la mejor forma de expresar su rechazo.

La esperada marcha triunfal continuaba constituyendo por tanto un tremendo fracaso.

Tito Guasca, también sacerdote de Pachacamac, y al que había nombrado su segundo en el mando por sus reconocidas dotes organizativas, tampoco respondía a cuanto esperaba de él, y ni siquiera se mordía su viperina lengua a la hora de mostrar su cada vez más evidente oposición a tan aberrante aventura.

—No sólo has puesto en peligro tu propia vida… —puntualizó la noche en que resultó evidente que no soportaba por más tiempo aquella incómoda situación—, sino que incluso arriesgas el futuro de nuestra comunidad. Hemos tardado siglos en granjearnos el respeto del pueblo y conseguir que se aceptaran nuestras peculiaridades permitiéndonos vivir en paz y armonía con cuanto nos rodeaba, pero en cuestión de días has logrado que nos desprecien y aborrezcan.

—¿Por cumplir con mi obligación?

—Asesinar niños nunca ha sido tu obligación. Y aterrorizar al pueblo con la supuesta amenaza de un terremoto, tampoco. Nuestra comunidad fue creada con la intención de calmar a Pachacamac, o procurar minimizar los efectos de su furia, no con el fin de provocar su ira o magnificar su poder.

—Ya es demasiado tarde para volverse atrás.

—No lo sería si tú, como sumo sacerdote, declarases que «Aquel que mueve la tierra» se te ha aparecido en sueños para comunicarte que se conforma con que sacrifiquemos un rebaño de alpacas.

—¿Me crees capaz de renunciar de una forma tan vergonzosa a mis convicciones? —se escandalizó Tupa-Gala—.

¿Qué dirían mis enemigos?

—Lo ignoro, puesto que te has buscado tantos enemigos que resultaría imposible recabar la opinión de cada uno de ellos —replicó el otro haciendo gala de su reconocida mala intención—. Mucho más fácil sería averiguar qué es lo que opinan los escasos amigos que aún te quedan, y estoy seguro de que se alegrarían de que hubieses entrado en razón.

—Lo que tú llamas «entrar en razón» significa aceptar la vergüenza y la deshonra, y te recuerdo que hoy por hoy soy la representación de Pachacamac en la tierra. ¿Acaso quieres ver el honor de tu dios arrastrado por el fango?

—¡Oh, vamos!… —protestó su oponente—. ¡No me vengas con ésas! Te he visto hacer cosas que destrozarían el honor, no ya de un dios, sino de los mismísimos demonios.

—¿Como qué?

—Como sorprenderte en el momento en que violabas a un adolescente. O escuchar cómo le suplicabas a Xulca, llorando como una mujerzuela porque se negaba a satisfacer tus más sucios caprichos…

—Mi vida privada nada tiene que ver con esto.

—¡Te equivocas! —replicó Tito Guasca a punto ya de perder la paciencia—. Es tu vida privada la que nos ha conducido a esta difícil situación, y creo que deberías saber que, si por algún extraño milagro, logras salir con bien de la aventura, la comunidad en pleno ha decidido prescindir de tu liderazgo y expulsarte del templo. No queremos ser cómplices de tus crímenes.

—¿Quieres decir con eso que estoy solo?

—Lo más solo que haya estado nunca nadie.

—En ese caso quiero que sepas que me enfrentaré solo al mundo, seguiré adelante solo, y solo le ofreceré a Pachacamac ese supremo sacrificio aunque sea lo último que haga en esta vida.

—¡Será lo último! —admitió el otro—. De eso puedes estar seguro. Y de lo que también puedes estar seguro es de que probablemente tardarás años en conseguirlo, porque esta gente parece dispuesta a tomarse las cosas con calma y, hagas lo que hagas, el Misti se encontrará cada vez más lejos… —Dio media vuelta para encaminarse con paso firme a la salida—. Por lo que a mí respecta me vuelvo al Cuzco —concluyó.

—No te he dado permiso para marcharte… —le advirtió Tupa-Gala—. Y aún continúo siendo tu superior.

—Lo serías si aún perteneciera a la comunidad, pero de momento, y mientras oficialmente sigas siendo el sumo sacerdote, renuncio a servir a Pachacamac.

—¡Se vengará de ti!

Tito Guasca le dirigió una última mirada de profundo desprecio al replicar en el momento de abandonar la estancia:

—¿Con quién crees que estás hablando? —dijo—. ¿De verdad imaginas que me vas a asustar con tus estúpidas amenazas? No eres más que un miserable enfermo de rencor que se está cavando la tumba con sus propias uñas.

Salió, dejando a su interlocutor más hundido anímicamente de lo que ya lo estaba, puesto que pese a todo continuaba siendo un hombre inteligente y comprendía que cuanto su antiguo amigo le había dicho respondía punto por punto a la verdad.

Su única arma era el terror que imponía «Aquel que mueve la tierra» en un país en el que, por desgracia, la tierra solía moverse con excesiva frecuencia provocando terribles catástrofes. La cordillera de los Andes se estremecía una y otra vez cobrándose miles de vidas, y era aquélla una amenaza de la que la costa orienta del Pacífico jamás lograría librarse.

Utilizarla como arma a su favor no era al fin y al cabo más que una sucia artimaña que precisamente él nunca debería haber utilizado, pero se sentía como una fiera acosada a la que ya nada importa lo que le pueda ocurrir.

Su fin estaba cerca, tan cerca que casi podía rozarlo con la punta de los dedos, pero eso no significaba, en absoluto, que estuviera dispuesto a rendirse.

De tan desagradable conversación había sacado, sin embargo, una conclusión muy evidente: jamás le permitirían llegar a su destino, entre otras cosas porque ni siquiera tenía muy claro en qué lugar de la extensa geografía del Imperio se encontraba exactamente el Misti.

Ello significaba que los guías podían permitirse el lujo de burlarse de él obligándole a vagabundear por los desolados páramos o los abruptos caminos hasta que no le quedara más remedio que darse por vencido de puro agotamiento.

Comenzó a temblarle una vez más la barbilla, pero esta vez de ira, al imaginar las taimadas sonrisas de los soldados mientras le traían y llevaban de un lado a otro bailoteando en lo alto de la silla de manos, a punto siempre de vomitar cuando había comido, y tras reflexionar cuidadosamente sobre ello, llegó a la conclusión de que estaba dispuesto a perder la vida en aquella extraña aventura, pero no estaba dispuesto a perder al mismo tiempo la dignidad.

Aún le quedaba una última baza que jugar. Una baza con la que nadie contaba.

Permitió por tanto que la anarquía continuase reinando en el campamento, que todo se hiciera tarde y mal, y que la procesión avanzara con la parsimonia de un caracol desorientado, mientras hacía oídos sordos a los maliciosos comentarios de quienes ya no se recataban a la hora de insinuar que se harían viejos en el camino, aceptando plenamente el conocido aforismo de que quien ríe el último, ríe mejor.

Por fin, una luminosa mañana desembocaron en un extenso páramo que aparecía casi totalmente cubierto de charcos helados, sin rastro alguno de vida animal ni humana, y en cuyo centro se distinguía un pequeño templete con dos únicas paredes que lo protegían de los vientos dominantes, y que se encontraba repleto de viejas ofrendas, probablemente la tumba de algún olvidado santón o una
huaca
que por alguna razón desconocida los viajeros que muy de tanto en tanto cruzaban por allí habían levantado con el fin de recabar la protección de los dioses locales.

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