Si los volcanes no humeaban, ningún río apestaba a azufre y las chinchillas del templo se apareaban sin dar muestras de la más mínima inquietud, cabía asegurar, con muy escaso margen de error, que Pachacamac no parecía tener intención de revolverse en su lecho durante los próximos meses.
¿A qué venía entonces tan inconcebible salvajada?
¿A qué conducía resucitar bochornosos ritos ya en desuso? Para quienes le conocían bien, cuanto estaba ocurriendo cabía atribuirlo a las desmesuradas ansias de notoriedad del prepotente Tupa-Gala, que en tan delicado momento no había podido evitar hacer pública demostración de que, en lo que se refería a la relación con los dioses, su poder superaba incluso al del propio Emperador, por más que éste fuera descendiente directo del Sol.
Resultaba evidente que había conseguido atemorizarle con la idea de que, si no aceptaba sus condiciones, tal vez su hijo nunca llegaría a nacer, consciente de que, en semejante situación, nadie, y el Emperador menos que nadie, podía arriesgarse a dar un paso en falso.
Por desgracia siempre se había sabido que existían muchos más dioses crueles, celosos y vengativos que condescendientes, justos y generosos, y en especial «Aquel que mueve la tierra» tenía merecida fama de traicionero, colérico y sanguinario.
Pocas eran las familias que no habían perdido alguna vez a uno de sus miembros durante un violento terremoto, y pocos los pueblos cuyos edificios no mostraran las viejas cicatrices de una cercana o remota catástrofe.
Tupa-Gala contaba sin duda con un terrible aliado, por lo que ni el más loco entre los locos hubiera osado oponerse a sus designios, y no parecía quedar otro remedio que plegarse a sus exigencias.
No obstante, cuando al cabo de una semana se presentó en palacio con el fin de comunicar al Emperador a quién había elegido como víctima del sacrificio, el anonadado Inca no pudo evitar que un escalofrío de terror le recorriera la espalda.
—¿Tunguragua? —acertó a balbucear a duras penas—. ¿La hija del general Rusti Cayambe y la princesa Sangay?
—La misma.
—¿Y por qué precisamente ella?
—Porque para presentarse ante Pachacamac y suplicarle que preserve la vida de un futuro Emperador, no se puede enviar al hijo de un labrador o de un soldado… —fue la helada respuesta.
—¿Quién lo ha dicho?
—Yo, que soy el sumo sacerdote de su templo, y quien debe decidir quién puede presentarse ante mi señor y quién no. —Abrió las manos en un gesto que pretendía abarcar cuanto se extendía a su alrededor—. ¿O acaso imaginas que tu jefe de protocolo aceptaría que un maloliente pastor de llamas penetrase en tu palacio, ensuciase tus alfombras y se inclinase ante ti para suplicar por la vida de un rey?
—No. Supongo que no.
—Pues la situación es la misma. Concederías audiencia a un alto mandatario, no a un pastor, por lo que creo que no deberías desear para otro dios lo que no desearías para ti…
Pese a la indiscutible lógica de semejante argumentación, el Emperador comprendió de inmediato que las auténticas razones de tan malintencionada elección había que buscarlas en el hecho de que en su día Tupa-Gala se había opuesto a la unión de un plebeyo con un miembro de la familia real, puesto que, a su modo de ver, semejante matrimonio constituía una imperdonable ofensa para cuantos, como él, se enorgullecían de la nobleza de la sangre que corría por sus venas.
—Pero Tunguragua es hija única… —intentó argumentar al poco con un cierto desespero—. ¿No es más lógico elegir a un miembro de una familia numerosa?
—¿Por qué, y qué tiene eso que ver con mi señor? —quiso saber el otro—. La princesa y el general son jóvenes y tendrán muchos más hijos…
—Sí, pero…
—¿Es que acaso imaginas que no se sentirán honrados por el hecho de que se escoja a su hija para tan importante misión? —inquirió remarcando las palabras—. ¿Qué mejor ofrenda que el primer fruto de la unión del pueblo con la nobleza para acudir a interceder ante Pachacamac por el futuro de tu hijo y de toda la nación? Si pusieran el más mínimo reparo, o no se alegraran por mi elección, estarían demostrando que no son dignos de las especiales atenciones que tanto la reina como tú les habéis dedicado…
—Resulta evidente que no tienes la más mínima idea de lo que significa ser padre… —musitó el Emperador.
—Tampoco tú la tienes… —fue la respuesta—. Y lo que me preocupa es que si no firmas un armisticio con mi señor, jamás consigas tenerla.
La reina Alia sufrió un vahído y a punto estuvo de desmayarse cuando su abatido esposo le puso al corriente de las exigencias del sumo sacerdote.
—¡Dime que no es verdad! —suplicó casi con un sollozo.
—¡Por desgracia lo es! —replicó el Inca, que la había ayudado a tomar asiento y le acariciaba el cabello como si con ello pudiera infundirle valor—. Y temo que ese malnacido no esté hablando únicamente por su boca, sino por la de todos aquellos que se sienten menospreciados por las deferencias que hemos tenido con Rusti Cayambe y con Sangay. El que le ascendiera a general, el que acudieras a felicitarla personalmente cuando nació la niña o el hecho de que fuera la única persona a la que recibiste cuando te encontrabas en el Templo de las Vírgenes son, a su modo de ver, ofensas imperdonables a la nobleza…
—¿Y qué culpa tiene la pobre Tunguragua? No es más que una criatura que nunca ha hecho daño a nadie.
—Ninguna… —admitió el Emperador—. Pero por lo que veo, Tupa-Gala pretende castigarnos a través de ella.
—¿Y estás dispuesto a consentirlo? —quiso saber su esposa en un tono que mostraba a las claras la ira que la embargaba—. ¿Vas a permitir que la envidia y el rencor te impongan sus condiciones?
—¿Y qué otra cosa puedo hacer?
—Negarte.
—¿Tienes idea de a lo que nos exponemos si rechazo someterme a las exigencias de Pachacamac?… —se lamentó su esposo—. Su furia derribará nuestras casas, aplastando a miles de inocentes, y con un simple suspiro puede hacer que nuestro hijo se malogre.
—¿De verdad lo crees?
—¿Qué pretendes decir?
—¿Que si estás sinceramente convencido de que el causante de que la tierra se estremezca es un dios que duerme en el cráter de un volcán?
—¿Y quién si no? —se sorprendió su hermano.
—¿Y yo qué sé? —replicó la atribulada mujer—. Tal vez se mueva por la misma razón que hace frío, llueve o crecen las cosechas…
—Si llueve, hace frío o crecen las cosechas es porque los dioses así lo han dictaminado… —sentenció su esposo—. Nada existe sin una razón que emane de los cielos, y nunca podremos estar seguros de quién mueve los hilos, o de quién mueve cada hilo en particular. Si los dioses nos enseñaron a salir del marasmo en que vivían nuestros antepasados, convirtiéndonos en lo que ahora somos, no creo que debamos renegar de esos dioses cuando lo que nos exigen no es de nuestro agrado. ¡No sería justo!
—¡Pero no son los dioses! —le recordó ella—. Es un ser abominable que jamás ha querido aceptar que su afición a los mancebos le cerró las puertas del Gran Consejo. Se considera más inteligente y más noble que cuantos te rodean, y es únicamente el rencor lo que lo mueve en este caso.
—¿Acaso crees que lo ignoro? —inquirió dolido el Emperador—. Me consta que siempre se ha rebelado contra esas inclinaciones, por lo que aborrece vivir en compañía de quienes considera que no están a su altura. Es un magnífico astrónomo, un gran matemático, el mejor
quipu-camayoc
del Imperio, y un astuto estratega. Su verdadero puesto debería estar al frente del Gran Consejo, pero una vieja ley le impide participar en debates en los que esté en juego la seguridad nacional.
—¿Por qué?
—Porque hace muchos años uno de los suyos reveló secretos de Estado a un joven soldado
chanca
.
—¿Y qué culpa tiene él?
—Ninguna, pero así son las cosas, y no soy quien pueda cambiarlas. El primer deber de un mandatario es acatar las leyes, porque si las manejáramos a nuestro antojo volveríamos a los tiempos del caos y la anarquía.
—Pero no creo que exista ninguna ley que especifique que debe ser la princesa Tunguragua la elegida para morir.
—¡Naturalmente que no! —se enfureció el Inca, ¿Pero qué pretendes que haga? ¿Negarme alegando que es una niña a la que le tenemos un especial afecto, mientras que no nos importa lo que pueda ocurrirle a cualquier otro niño del reino? ¿Quién aceptaría luego que mis decisiones son justas?
—Lo entiendo —admitió la reina. Sé que eso no puedes hacerlo, pero me niego a admitir que mi felicidad tenga que asentarse sobre la vida de una criatura, y sobre la desgracia de mi mejor amiga.
—Me temo que hemos caído en una trampa —se lamentó en tono de impotencia su desconsolado esposo—. Una trampa insidiosa y cruel, pero de lo que puedes estar segura es de que Tupa-Gala acabará pagando con la vida sus sucias maquinaciones.
—¿Cuándo?
—En cuanto se me presente la más mínima oportunidad.
—¿Y por qué no ahora?
—Porque si le mandara matar y la tierra temblara o nuestro hijo no naciera, toda la responsabilidad caerla sobre mí. Puede que Pachacamac esté ofendido, o puede que no, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que si ejecuto sin una razón de peso al sumo sacerdote de su templo, su furia se abatirá sobre nosotros y sobre toda la nación.
—¿Y no intentarás que cambie de idea?
—Naturalmente que lo intentaré.
A la mañana siguiente, apenas el sol hizo su aparición en el horizonte, el Emperador mandó llamar a Tupa-Gala, y en cuanto lo tuvo ante él le espetó sin más preámbulos:
—He estado analizando a fondo tu proposición, y he decidido aceptar que la princesa Tunguragua sea sacrificada a tu señor.
—Creo que has tomado la decisión justa.
—¡Es posible! —fue la seca respuesta—. Pero ten presente una cosa: si mi hijo no llega a nacer, o si de aquí al día en que vea la luz, tu señor Pachacamac da señales de vida y mueve la tierra, serás convertido en
runantinya
, tu cadáver servirá de pasto a los cóndores para que nunca puedas alcanzar el paraíso, y yo mismo me ocuparé de hacer resonar el tambor de tu piel todas las tardes.
La pintarrajeada máscara se contrajo, presa del pánico, y los maquillados ojos refulgieron por unos instantes.
Por último, casi escupiendo las palabras, el sumo sacerdote inquirió:
—¿Estás amenazando a mi señor?
—¡En absoluto! —replicó el Inca esforzándose por conservar la calma—. Jamás amenazaría a un dios, puesto que sabes muy bien que los dioses no debemos enfrentarnos entre nosotros, y supongo que no pondrás en duda que soy hijo del dios Sol.
—¡Nada más lejos de mi ánimo!
—En ese caso, ten presente que es el mismísimo hijo del Sol el que le está haciendo una severa advertencia, no a un dios, sino a un simple ser humano. ¡Recuérdalo!… un leve movimiento de la tierra, ¡el más ligero!, y puedes considerarte hombre muerto. ¿Lo has entendido?
—Lo he entendido.
—¿Y aun así deseas continuar adelante con la idea del sacrificio?
Tupa-Gala meditó largo rato.
No le cabía la más mínima duda de que había conseguido despertar los peores sentimientos del Emperador, y que lo que ahora estaba en juego era su propio destino; el más terrible que pudiese planear sobre la cabeza de un ser humano, puesto que no sólo la ceremonia del despellejamiento en vivo provocaba escalofríos, sino que a ello se añadía la certeza de que un difunto cuyo cuerpo hubiera sido devorado por los cóndores mientras su piel quedaba expuesta al sol no tenía ni la más remota posibilidad de aspirar a una nueva vida en el más allá.
Incluso los demonios que habitaban en el fondo de los lagos helados huían ante la presencia del alma atormentada de un
runantinya
, puesto que sabían muy bien que quien se hubiese hecho merecedor de tal castigo no era digno de codearse ni con las escurridizas anacondas de los más oscuros pantanos.
Se convertiría en un alma en pena vagando eternamente por los páramos y asustando a los pobres campesinos, que le maldecirían al pasar.
Al fin el Emperador inquirió en tono impaciente:
—Te advierto que tengo importantes asuntos de Estado que resolver, por lo que no estoy dispuesto a perder más tiempo contigo… ¡Decídete de una vez!
Era una apuesta muy fuerte; tal vez la mayor apuesta a la que nadie se hubiera enfrentado nunca, pero Tupa-Gala recordó que los volcanes no humeaban, los ríos no olían a azufre y las chinchillas del templo se reproducían con normalidad, por lo que al fin replicó haciendo un notable esfuerzo para que su voz no delatara la angustia que sentía:
—Confío ciegamente en mi señor Pachacamac, quien me ha asegurado que si el
capac-cocha
se lleva a efecto, dormirá largo tiempo.
—En ese caso espero, por tu bien, que así sea, puesto que, de lo contrario, asistiré en primera fila a tu despellejamiento…
El sumo sacerdote del Templo de «Aquel que mueve la tierra» abandonó el palacio Imperial como entre sueños, para ir a tomar asiento en el primer banco de piedra que encontró en su camino.
Temblaba como una hoja.
Las piernas, las manos e incluso el mentón le temblaban, sin que pudiera encontrar la forma de contener las convulsiones, puesto que el terror que sentía no era atribuible únicamente a la posibilidad de acabar convertido en tambor, sino al hecho, más que evidente, de que había despertado las iras del ser más poderoso del planeta, y tenía plena conciencia de que el Inca no era de los que olvidaban con facilidad.
Se sabía sentenciado.
Pronto o tarde, pronto si el suelo se movía bajo sus pies, o más adelante, cuando ya el heredero hubiese nacido y sus servicios no fueran necesarios, el hijo del Sol transmitiría una escueta orden a cualquiera de sus esbirros para que la noche menos pensada apareciera estrangulado en su propio lecho.
Y el joven Xulca, aquel adorable muchachito que tantas horas de felicidad había sabido proporcionarle durante los últimos años, sería acusado de su muerte y ajusticiado.
¡Se maldijo!
Maldijo la ciega soberbia que le había empujado por un tortuoso camino que conducía al borde del abismo, y se preguntó cómo era posible que hubiera calculado tan erróneamente sus fuerzas a la hora de enfrentarse a quien tenía el mundo en sus manos.
Los viejos rencores le habían jugado una mala pasada.
Había dejado transcurrir la mayor parte de su vida confiando en que el Emperador solicitara sus sabios consejos con respecto a asuntos de los que sabía más que nadie, pero estúpidos prejuicios e injustas leyes arcaicas le habían impedido ocupar el puesto que por méritos propios merecía.