El Inca (14 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: El Inca
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—Si el Emperador se niega a creerlo, es que no es cierto, mi señor.

—Sí. Tienes razón. Lo que el Emperador asegura que no existe, es que no existe, ésa es la ley. Sin embargo, tus hombres afirman haber sido testigos muy directos.

—Se habrán equivocado y morirán por haber cometido tan inconcebible error, mi señor.

—¿En ese caso tampoco es cierto que la princesa haya intentado sobornarlos?

—Si el Emperador asegura que no es cierto, es que no es cierto, mi señor.

—Pero el Emperador nunca ha asegurado tal cosa… —sentenció el Inca—. Y con profundo dolor de su corazón, el Emperador acepta que su indigna hermana haya cometido el horrendo sacrilegio de permitir que la sangre de nuestro padre el Sol se mezcle con la de una bestia nacida en las tinieblas de los pantanos de la jungla.

—Si el Emperador lo acepta, significa que es cierto, mi señor.

—Tu señor desearía que al menos en esta ocasión le fuese concedido el privilegio de poder equivocarse, pero no es así. No le es dado equivocarse y, por lo tanto, mi deber como Emperador debe imponerse a cualquier otra consideración… —Hizo una corta pausa, y con voz quebrada inquirió—: ¿Cuál es el castigo a tan execrable crimen?

—La muerte, mi señor.

—La muerte, sí… —repitió cansadamente el Inca—. La más lenta y dolorosa de las muertes que los verdugos sean capaces de infligir.

—Eso dicta la ley, mi señor.

—Lo sé, pero también sé que yo soy la ley viviente, y por lo tanto puedo cambiarla a mi albedrío… —Hizo una corta pausa—. Lleva al esclavo al abismo del Apurímac y arrójalo para que el río se lleve su cadáver lo más lejos posible…

—Así lo haré, mi señor.

—En cuanto a la princesa, ofrécele una copa de ponzoña y concédele de tiempo hasta el amanecer. Si cuando el primer rayo de sol haga su aparición sigue con vida, ocúpate personalmente de estrangularla.

—¿Y qué será de mí, mi señor, si he de soportar hasta mi vejez tamaña carga?

—Sal del Cuzco. Tú y tus dos hombres. Marchaos muy lejos, pero ten por seguro que si tan sólo una vez pronunciáis una sola palabra al respecto, mi venganza os perseguirá hasta los mismísimos infiernos… ¡Y ahora vete! Necesito estar solo.

El capitán abandonó la estancia arrastrándose con la cabeza gacha, hundido por el peso de su desgracia, y el Emperador permaneció durante horas como una estatua de piedra, consciente de que su última oportunidad de tener un heredero se había diluido como sal en el agua.

Su mente, programada desde el día en que acertó a hilvanar el primer pensamiento, aún se negaba a asimilar que alguien que había nacido en el seno de su propia familia, y había sido educado en unos principios en los que la preservación de la pureza de la estirpe debía anteponerse a cualquier otra consideración, pudiera haber renegado de sus orígenes.

Renunciar a su divinidad a cambio de unos fugaces instantes de placer se le antojaba inconcebible, y al recordar que el instrumento elegido había sido un salvaje que a duras penas alcanzaba la categoría de ser humano, su desconcierto rayaba en la incredulidad.

Si un cóndor se hubiera negado a volar, un pez a nadar, o la luna a hacer su aparición tras las montañas, tal vez existiera una explicación que su cerebro fuese capaz de asimilar, pero que una descendiente directa del dios Sol renunciara a la inmortalidad traicionando la confianza que en ella habían depositado generaciones de antepasados que habían construido el mayor de los imperios conocidos, no tenía a su modo de ver explicación alguna.

Que algo así pudiera haber ocurrido, le hacía dudar.

Dudar de sí mismo, de su origen y de la inmaculada sangre que corría por sus venas.

Dudar de sus antepasados, y dudar de sus dioses.

Dudar incluso de su poder, puesto que no había conseguido impedir que semejante sacrilegio tuviera lugar bajo su propio techo.

¡El pabellón del jardín!

El hermoso cenáculo al que cada amanecer acudía la reina a recibir con humildad el primer rayo de sol con la esperanza de que su amante padre se dignara permitirle concebir un hijo había sido el lugar elegido por aquel par de gusanos para ensuciar con sus babas el altar ante el que su esposa se arrodillaba.

¡Malditos! ¡Mil veces malditos!

Quizá se había equivocado y la simple muerte no bastaba. Quizá tendría que haberse ceñido a la ley y permitir que los verdugos los torturaran durante largos días.

Quizá con un solo instante de terror no pagaban por el irremediable mal que habían causado.

¿Quién le daría ahora un hijo?

¿Quién si la reina no lo alumbraba?

—¿Es esto lo que en verdad quieres que haga?

Alzó el rostro y la descubrió de pie ante él, altiva y desafiante, con una gran copa de oro en la mano.

—¿Es así como debo morir? —insistió la recién llegada.

—¿Quién te ha dado permiso para presentarte ante mí? —quiso saber.

—La Muerte —replicó la princesa Ima con sorprendente calma—. Me espera en mis habitaciones, y me ha dado tiempo hasta el alba, pero como sé muy bien que ya es mi única dueña, tan sólo a ella necesito pedir permiso para hacer cuanto se me antoje… —hizo una corta pausa— antes del alba.

—¡Vete!

—No, hasta que me respondas… ¿Es esto en verdad lo que quieres?

—Lo es.

—¡Dichoso tú, que siempre has sabido lo que quieres! Yo nunca tuve tanta suerte. Fui concebida en el mismo vientre, hija del mismo padre, dormí en la misma cuna y, sin embargo, jamás tomé conciencia de cuál era mi lugar en esta vida.

—Se te dijo mil veces, y jamás escuchaste.

—Mil veces, sí, y demasiadas se me antojan, pues ya el primer día me rebelé sin siquiera saberlo…

De improviso extrajo de un pliegue de su túnica un diminuto y afilado cuchillo con el que se hizo un profundo corte en la muñeca, permitiendo que la sangre empapara su mano y escurriera hasta el suelo.

—¡Mira mi sangre! —exclamó—. Obsérvala bien porque es exactamente igual que la tuya, pero me temo que también es igual que la de miles de hombres y mujeres. E igual que la de aquel a quien amo… —negó una y otra vez con determinación—. ¡No es sangre de dioses! —añadió—. No es más que sangre.

—¡Calla! ¡No añadas la blasfemia a tus crímenes!

—¿Crímenes, dices? —inquirió sorprendida—. ¿Crimen amar a quien sí considero realmente un semidiós por su belleza y su ternura? ¿Crimen querer ser mujer y ser madre como nuestros antepasados ordenaron? ¿Crimen no aceptar que algún día me uses y me tires como tiras cada noche tus ropas? Si en verdad son ésos mis crímenes, moriré a gusto por ellos.

—Vete entonces a morirte a otra parte.

—No te inquietes, lo haré. Cuando al fin apure hasta el fondo el contenido de esta copa no quiero ver tu rostro siempre hostil o indiferente. No quiero escuchar tu voz, ni sentir tu presencia. Quiero cerrar los ojos y evocar el rostro de mi amado, escuchar su voz, aspirar su olor y sentir el contacto de su cuerpo… Quiero morir en paz, y donde tú estés nunca anidará la paz.

—La paz anida aquí en mi pecho, donde lleva anidando muchos años —le replicó su hermano sin rencor ni amargura—. Y lo sé porque anida junto al amor que siento por mi esposa. Que tú no hayas sabido verlo, es otra cosa. Jamás te miré con hostilidad o indiferencia, no te confundas. Tal vez fuera desconcierto, eso sí que no puedo negarlo. Quizá me preguntaba por qué estabas siempre allí como eterna amenaza a una felicidad que ninguna otra nube amenazaba. Tu constante presencia me recordaba que tal vez algún día tendría que fingir que te deseaba, cuando yo sé muy bien que jamás podré desear más que a tu hermana.

—¿Y por qué tenía yo que soportarlo?

—Naciste para eso.

—¿Quién lo dijo?

—Tu sangre.

—Pues reniego de mi sangre.

—Demasiado tarde. Es tu sangre la que reniega de ti, y ten por seguro que nuestro padre el Sol ya no te acogerá en su seno. Pasarás el resto de la eternidad entre hielos eternos, allí donde el corazón se congela y los condenados vagan a través del páramo barrido por el viento. Se nos concedió el supremo don de propiciar la vida a través de la luz y el calor del día, pero tú elegiste hundirte en la degradación protegida por las sombras de la noche…

—El verdadero amor no distingue entre la noche o el día. Y no creo que seas tú quien decida dónde he de pasar el resto de la eternidad. Tu poder sobre mí concluirá en el momento mismo en que apure este brebaje, porque yo sé muy bien que no eres un dios, sino tan sólo un hombre. ¿Y sabes por qué lo sé? Porque pese a ser tu hermana, y pese a que toda mi vida me han alabado como a una diosa, siempre tuve muy claro que no soy más que un pobre ser humano… ¡Recuérdalo! Eres como todos, morirás como todos, y tu alabado padre el Sol lo único que hará por ti será secar tu piel y calcinar tus huesos.

Salió tal como había llegado, como una sombra silenciosa, dejando a su hermano y señor hundido y destrozado.

Capítulo 9

L
a súbita y poco aclarada muerte de la princesa Ima sumió al Imperio en el más profundo desconcierto.

Al dolor siguió el estupor y más tarde temor a que con su desaparición se perdiera toda esperanza de continuidad sucesoria, puesto que para nadie constituía un secreto el hecho de que el verdadero papel de la difunta había sido siempre el de mantenerse en un segundo plano a la espera del día en que tuviera que asumir las funciones de progenitora del futuro Emperador.

A decir verdad, pocos lloraron a la princesa Ima, pero muchos lloraron por el hijo de su vientre que ya nunca vería la luz.

Un pueblo sin un descendiente del dios Sol sentado en el trono era un pueblo perdido y condenado.

Al menos eso era lo que se les había venido repitiendo generación tras generación.

Algunos habían abrigado tiempo atrás la esperanza de que un hijo del Emperador y la admirada princesa Sangay Chimé pudiera cumplir los requisitos mínimos exigidos a la hora de regir los destinos del Incario, pero ya ni tan siquiera esa posibilidad cabía plantearse, puesto que resultaba evidente que había dejado de ser virgen, lo cual significaba que nunca podría aspirar a convertirse en reina.

El círculo se iba estrechando.

Las opciones se reducían de forma harto alarmante.

Si la reina Alia no volvía a concebir, o si, lo que aún era peor, abortaba de nuevo, el caos se apoderaría de un Imperio que había logrado sobrevivir durante más de trescientos años.

Y precisamente era esa misma reina quien con más intensidad había acusado el terrible golpe que significaba la muerte de su hermana.

Y es que ella sabía la verdad.

La supo desde el momento mismo en que la vio tendida en el lecho, pálida y serena, pero con la mano y la túnica empapadas en sangre, y aunque su hermano, esposo y señor, intentó por unos instantes confundirla, le conocía demasiado como para ignorar que cuanto allí había ocurrido era obra suya.

—¿Por qué? —quiso saber.

—Tenía un amante.

Su reacción fue hasta cierto punto desconcertante, puesto que tras meditar unos instantes inquirió en tono de reproche:

—¿Y por qué me has amado tanto? ¿Por qué no has sido capaz de dejar un hueco para ella en tu corazón? Uno pequeño, pero lo suficientemente grande como para haberle permitido compartir tu lecho sin sentirse rechazada. Te hubiera dado gustosamente un hijo; ese heredero con el que todos soñamos y que a mí se me niega… ¡Señor, señor! —sollozó—. ¡Qué injusto puedes llegar a ser! ¡Qué injusto incluso cuando decides derramar felicidad a manos llenas! ¡Yo no necesitaba tanto! Nunca he necesitado tanto…

—Su amante era un salvaje… Un
auca

—¿Cómo puedes hablar de salvajes ante el cadáver de una hermana a la que has hecho asesinar? —fue la agria respuesta—. Si hasta las alimañas respetan a sus compañeros de camada, tanto más un salvaje… —Agitó la cabeza con profundo pesar y casi con un hilo de voz musitó—: ¿A qué abominables extremos nos está conduciendo esta loca obsesión por mantener tan pura nuestra sangre? ¿Hasta dónde seremos capaces de llegar por aferrarnos al poder?

—No son ansias de poder.

—¿Ah, no? ¿Qué es entonces?

—Respeto a un mandato divino.

—¿Te han ordenado los dioses que ejecutes a nuestra hermana? ¿Te han susurrado al oído que acabes con la vida de una infeliz que lo único que pretendía era sentirse amada? ¡Me niego a aceptarlo!

—Pues tienes que aceptarlo porque es la ley, y fuiste tú quien me la enseñó cuando apenas balbuceaba. Tú me educaste para ser como soy, y no tienes derecho a culparme ahora por seguir unas normas que no impuse… —Hizo un leve gesto hacia el pálido cadáver—. ¿Crees que me siento feliz por lo ocurrido?

¿Crees que mi corazón no se ha roto en mil pedazos? Me duelen los ojos de no poder llorar, porque tú me enseñaste que los Emperadores no lloran. Me duele la garganta de no poder gritar, porque tú me enseñaste que los Emperadores no gritan. Y me duele el alma de no poder sentir arrepentimiento, porque tú me enseñaste que los Emperadores nunca deben arrepentirse por lo que han hecho.

—¡Lo siento!

—¿Y qué es lo que sientes? ¿Lo ocurrido, o haberme convertido en lo que soy?

—Supongo que siento haberte convertido en lo que eres, puesto que es por ello por lo que ha sucedido todo. Nunca quise llegar a estos extremos —puntualizó—. También fui yo la primera en tomar en brazos a Ima cuando nació, y esa sangre que ves ahí es la misma que corre por nuestras venas. ¡Sangre del Sol, según tú!

—Según yo, no… —protestó él—. Según tú…

—¡Según quien sea! —fue la cansada respuesta.

Durante un largo rato permanecieron en silencio, velando el cadáver con el desconcierto o el estupor propio de quien aún no acaba de aceptar que un ser que el día anterior hablaba y respiraba se había convertido en un pedazo de carne fría e inerte.

Por fin la reina señaló con voz quebrada:

—En cuanto se celebren los funerales me retiraré al Templo de las Vírgenes. Necesito reflexionar sobre cuanto ha sucedido, y necesito, sobre todo, replantear nuestras vidas, porque de lo contrario esta obsesión me acabará destrozando.

—¿Y qué será de mí?

—No lo sé, pero empiezo a creer que ha llegado el momento de que nos acostumbremos a vivir el uno sin el otro… —Le miró a los ojos—. ¿Nunca te has detenido a pensar que no nos hemos separado ni un solo día en todos estos años? ¡Ni uno solo!

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