Las restantes embarcaciones acudieron de inmediato en su auxilio, consiguiendo rescatarlos antes de que la antaño altiva nave se transformara en un simple montón de cañas y cuerdas que flotaba a la deriva, pero armas y bagajes se fueron de inmediato al fondo del océano, mostrando con toda nitidez el camino que habrían de seguir más pronto que tarde las naves que aún se mantenían a flote.
Pasado el susto, y con todos los hombres repartidos entre los cuatro barcos que aún permanecían intactos, Rusti Cayambe se volvió a Pucayachacamic, en demanda de una explicación a lo ocurrido, pero el hombrecillo se limitó a encogerse de hombros una vez más.
—Puede que se trate de un defecto de construcción… —Puntualizó—. Pero me temo que pasará lo mismo con todas… —Mostró un pedazo de cuerda que partió con un simple tirón—. Para cortarla en tierra necesitaba un cuchillo bien afilado… —dijo—. Ahora está podrida.
—¿Cuánto tiempo nos mantendremos a flote?
—Un día… ¡Tal vez dos! No puedo saberlo. Esta agua es muy distinta.
—¿Afecta a la
totóra
?
—No. La
totóra
resiste. Son las ataduras las que sufren con este continuo movimiento, arriba y abajo, a un lado y a otro, y con la sal metiéndose entre las fibras… ¡No es lo mismo que en el lago! —repitió machacón—. ¡No es lo mismo!
Rusti Cayambe no pudo por menos que admitir que le asistía toda la razón, y que a pesar de que, según le habían contado, el océano no era, a decir verdad, más que un gigantesco lago de agua salada, nada tenía que ver el tranquilo y frío ambiente del Titicaca con la feroz agresividad del paisaje que ahora los rodeaba.
Tomó asiento a proa, observó la lejana costa y trató de hacerse una idea de a qué distancia se encontraban del punto de partida.
Era mucho el camino que habían recorrido, pero no tenía forma alguna de calcular cuánto, puesto que no creía que existiera una fórmula válida a la hora de trasladar cada jornada de navegación a su equivalente en jornadas a pie a través del desierto.
Estaban lejos de casa, muy lejos, pero también parecían estar muy lejos del país de los
araucanos
, lo cual significaba que su aventura presentaba todos los visos de constituir el más rotundo de los fracasos.
Volvió la vista atrás para comprobar una vez más que la
Reina Alia
se había transformado en un montón de desperdigados juncos que marchaban ahora a la deriva en todas direcciones y le asaltó la dolorosa sensación de que sus sueños de gloria se deshacían de igual modo, devorados por un océano invencible.
Acudieron a su mente las figuras de hielo que su padre solía hacer en los días en que el frío arreciaba allá en el Urubamba, y recordó de igual modo cómo comenzaba a gotear y a perder sus hermosos contornos en cuanto el sol del mediodía conseguía atravesar el espeso manto de nubes.
De igual modo, las altivas naves empezaban a dejar de parecer altivas naves, los soldados, soldados, e incluso él mismo ya no recordaba en absoluto a un glorioso general sino que más bien recordaba a un mísero paria a punto de transformarse en náufrago.
Se escuchó un leve crujido, y una nueva cuerda saltó.
La
Tunguragua
se ensanchó un poco más, espatarrándose. Rusti Cayambe se mordió los labios aceptando con aparente resignación la derrota, y al poco alzó el rostro hacia el expectante Pucayachacamic.
—Volvamos a tierra —dijo—. Esto se acabó.
—¿C
ómo te llamas?
—Quisquis, mi señor.
—¿Eres uno de los capitanes del general Saltamontes?
—Así es, mi señor.
—¿Y dónde está él?
—Continuó hacia el sur en busca de las tierras de los
araucanos
, mi señor.
—Tan cabezota como siempre. Cuéntame lo que ocurrió.
—A las dos semanas de partir, y cuando nos encontrábamos justo frente al desierto de Atacama, las naves de deshicieron por completo.
—¿Cómo que se deshicieron? —se asombró el Emperador—. ¿Qué quieres decir con eso de que «se deshicieron»?
—Que entre el movimiento del mar y la sal se rompieron las
cabuyas
, con lo que al poco los juncos flotaban cada uno por su lado, mi señor.
El Emperador agitó una y otra vez la cabeza con gesto negativo.
—¡Ya me parecía a mí que eso de la sal no era buena cosa!
¿Cuántos murieron?
—No hubo víctimas, mi señor. El general ordenó desembarcar y me envió de regreso para proteger a los
aymará
mientras proseguía el viaje a pie.
—Muy propio de él. ¿A qué distancia quedaba la tierra de los
araucanos
?
—No lo sabemos, mi señor. Ese desierto parece infinito, y a sus espaldas las montañas son tan altas y tan agrestes como no he visto nunca.
—¿Avistasteis por lo menos el Aconcagua?
—No, mi señor.
—¿Estás seguro?
—Completamente, mi señor. Los que conocen la zona aseguran que es el pico más alto del mundo, y aunque la mayoría eran muy altos, no divisé ninguno que superara al resto.
—Tal vez no se viera desde el mar.
—Tal vez, mi señor.
—¡Bien!… ¿Cuánto tiempo has tardado en regresar?
—Dos meses y medio, mi señor. El calor y la sed nos obligaban a avanzar casi siempre de noche.
—¡Entiendo! —El Emperador hizo un leve gesto de despedida con la mano para añadir—: ¡Puedes retirarte! Aunque la expedición resulte un fracaso, has cumplido fielmente con tu obligación, por lo que serás recompensado con tres esclavos.
—¡Gracias, mi señor!
El capitán abandonó la estancia, siempre de espaldas y con los ojos clavados en el suelo, y al poco el Emperador se volvió al maestro de ceremonias, que era el único testigo de la entrevista.
—¿Qué opinas? —quiso saber.
—Que lamentaré sinceramente la pérdida de Rusti Cayambe, mi señor, pero a decir verdad no me sorprende que semejante aventura haya concluido en desastre.
—Aún no ha concluido.
—No. En efecto; aún no ha concluido, pero… ¿qué esperanzas de regreso tiene si se ha adentrado con tan escasas fuerzas en territorio enemigo? Los
araucanos
son gente salvaje y despiadada y caerán sobre él como un jaguar rabioso.
—El general es un hombre de recursos.
—Eso espero, mi señor. Eso espero, aunque a decir verdad no confío demasiado en su suerte…
Cuando la reina Alia tuvo conocimiento de las malas nuevas por boca de su esposo, se sintió profundamente abatida.
—¡Sangay no resistirá un golpe semejante! —murmuró consternada.
—¡Pues tendrá que mostrarse firme! —fue la respuesta—. Es una princesa, y como tal debe hacer frente a las adversidades.
—¡Es que le quiere tanto!…
—Todos le queremos y lamentamos lo ocurrido, pero no debemos olvidar que era un militar empeñado en una difícil misión y por lo tanto estaba expuesto a graves peligros.
—Debió pensar en su mujer y su hija y regresar.
—¿Fracasado?… —se sorprendió su esposo—. ¡Poco le conoces!
—Tal vez tengas razón: poco le conozco, y en verdad prefiero no conocer bien a quien antepone su orgullo a su familia.
—¿Tienes idea de lo que hubiera significado volver derrotado? —quiso saber el Emperador en tono de reconvención—. El final de su carrera, la vergüenza pública, y dar la razón a quienes me advirtieron que no debía confiar en él. También tú tenías razón, ya que por más que lo intento jamás conseguiré desterrar la envidia de nuestros reinos. Cuantos le aborrecen por haber subido con tanta rapidez, se alegrarán por su desgracia, pero más se alegrarían si le vieran entrar en el Cuzco humillado y hundido.
—¿Y qué importancia tiene, si continúa con vida?
—Mucha… La astucia, el honor y especialmente el valor constituyen el único bagaje que los dioses le concedieron. Si los pierde, lo ha perdido todo. Puede que esté muerto o en poder de esos salvajes, pero aún conserva lo que los dioses le otorgaron, y a mis ojos lo seguirá conservando aunque no regrese.
—¡Triste consuelo para Sangay y Tunguragua!
—Los consuelos siempre son tristes, querida. De otra forma nunca serían consuelos. Pero incluso dentro de la tristeza existen matices, y a mi modo de ver a una mujer como Sangay la consolará más perder a un héroe que recuperar a un cobarde.
—Ahora soy yo quien te debo decir ¡qué poco la conoces!, o más bien ¡qué poco conoces a las mujeres! Cuando se ama a un hombre, como Sangay ama a Rusti Cayambe, o como yo te amo a ti, lo único que importa es estar junto a él, sobre todo en los momentos de desgracia, que es cuando más te necesitan.
—En estos momentos Rusti Cayambe no necesita palabras de aliento o la compasión de una mujer, sino agallas para hacerle frente al desierto y a los
araucanos
. A pesar de ello ordenaré a los sacerdotes que celebren sacrificios a los dioses rogando por su vuelta.
—Eso te honra… —La reina observó de reojo a su esposo, meditó unos instantes y con un cierto esfuerzo inquirió—: ¿Le han dado ya la noticia a Sangay?
—Aún no.
—¿Me permites que sea yo quien se la dé?
—¿Lo estimas oportuno?
—Siempre es preferible que la reciba por medio de una persona amiga a que le llegue por medio de rumores. No creo que tarde mucho en correrse la voz de que parte de la expedición ha regresado.
—Haz lo que creas más conveniente… —señaló él—. Aunque tengo la impresión de que lo que en verdad buscas es un pretexto para ver a la niña.
—¿Y qué tiene eso de malo?
Su esposo se limitó a encogerse de hombros y a exclamar, al tiempo que abandonaba la estancia:
—¡Tú sabrás!
La reina Alia permaneció unos instantes meditando en lo que el Emperador acababa de decir, pero al fin optó por agitar una campanilla para ordenar a sus esclavas que la vistieran y alertaran a los porteadores para que la condujeran, sin llamar la atención, hasta el palacio de la princesa Sangay Chimé.
Ésta no pudo evitar demostrar su alegría en el momento en que le anunciaron su visita, pero su actitud cambió de inmediato al advertir la sombría expresión de su soberana.
—¿Ocurre algo? —quiso saber.
—Te traigo noticias de tu esposo —fue la sincera respuesta—. Buenas y malas. Las buenas, que está vivo; las malas, que decidió adentrarse, a pie, y acompañado únicamente por un reducido grupo de soldados, en territorio
araucano
.
—¡Que los dioses me protejan!
—¿A ti o a él?
—Si me protegen a mí, lo protegen a él, y si lo protegen a él, me están protegiendo a mí. Desde el día en que nos casamos somos una misma persona aunque habitemos en cuerpos diferentes.
—Lo sé, y entiendo bien lo que dices puesto que a mí me ocurre lo mismo desde el día en que nació el Emperador… —Le acarició con afecto la mejilla—. Mi señor te envía sus respetos.
—Con humildad los recibo.
—Tanto él como yo os apreciamos en mucho, y me consta que hará cuanto esté en su mano por conseguir que Rusti Cayambe regrese sano y salvo, aunque en realidad es muy poco lo que puede hacer, salvo pedir a los dioses que le indiquen el camino.
—Cuando un dios le habla a otro dios, este último siempre suele escucharle… —sentenció Sangay Chimé.
—No estés tan segura… —fue la desabrida respuesta. El Emperador lleva años suplicando que se nos conceda un hijo, y ya ves que hasta el presente todo ha resultado inútil.
—Pronto o tarde le escucharán, y sé que le escucharán también en mi caso, porque me niego a aceptar que mi tiempo de felicidad haya sido tan corto y porque mi hija necesita a su padre.
—¿Cómo está?
—¿Tunguragua? Preciosa. ¿Te gustaría verla?
—Si no es mucha molestia…
—¿Cómo podría constituir una molestia que mi reina me haga el honor de querer ver a mi hija? —replicó la sorprendida muchacha—. ¡Sígueme, por favor!
Pasaron a una estancia contigua, en la que una nodriza mecía en esos momentos a la criatura, que estaba realmente preciosa pese a lo enfurruñado de su expresión.
—¿Qué le ocurre? —se sorprendió la recién llegada.
—Empieza a tener hambre… —replicó Sangay Chimé un tanto incómoda—. ¿Te importa que le dé el pecho? —quiso saber.
—¡Por favor!…
La madre se acomodó entre unos cojines y, haciendo un gesto para que le entregaran a la niña, se abrió el vestido y comenzó a amamantarla, lo cual tuvo lógicamente la virtud de dulcificar su expresión.
Las dos mujeres permanecieron en silencio hasta que la discreta nodriza abandonó la habitación, y tan sólo entonces la reina se decidió a tomar asiento a su vez para inquirir con cierta timidez señalando a la niña:
—¿Qué se siente?
—Una paz muy profunda.
—¿Como si hubieses conseguido cuanto te has propuesto en esta vida?
—¡No!… —fue la firme respuesta—. Como si te encontraras en el primer peldaño de una larga escalera, y te dieras cuenta de que es ahora cuando empieza tu labor. Tener un hijo no es el fin, sino el principio, y sospecho que ser madre es una tarea que nunca concluye. Tendré que ayudarla a crecer, a dar sus primeros pasos, a convertirse en mujer, e imagino que incluso a ser madre algún día.
—¡Una gran responsabilidad!
—¡En efecto! Una gran responsabilidad, que en tu caso será aún mayor puesto que tendrás que enseñar a tu hijo a convertirse en Emperador.
—Eso es algo que cada día veo más lejano, y créeme si te digo que empiezo a desesperar… Hay quien asegura que la sangre necesita mezclarse y renovarse para que los niños nazcan sanos y fuertes…
—¡Eso no son más que habladurías!…
—Habladurías o no, me afectan y me obligan a pensar que tal vez ha llegado la hora de que nuestra estirpe reciba savia nueva aunque no provenga directamente del dios Sol.
—Eso complicaría las cosas, y lo sabes. El pueblo os respeta y os adora porque está convencido de que provenís en línea directa de Manco Cápac y Mama Ocllo, que es tanto como decir del Sol y Viracocha.
—Sin embargo, yo preferiría que nos respetaran y adoraran por nuestros propios méritos y porque el Emperador ha demostrado ser un hombre bueno y justo que se desvive por su pueblo.
—Conozco a muchos hombres buenos y justos, pero no conozco a nadie más por cuyas venas corra sangre divina… —fue la tranquila respuesta—. Y para ser Emperador hay que haber nacido Emperador.
—¿Quieres decir con eso que sentirías lo mismo por nosotros si fuéramos injustos y malvados?