¿Por qué?
¿Cómo era posible que pudieran darse tan abismales diferencias entre un pueblo y sus vecinos?
¿Cuál había sido la auténtica razón por la que el Incario se había transformado en una hermosa isla de progreso, justicia y bienestar justo en el centro de un oscuro océano de atraso y salvajismo?
La respuesta que siempre le habían dado a tales preguntas se limitaba a la indiscutible afirmación de que los incas eran el pueblo elegido por los dioses, y que la mejor prueba de ello estaba en que les había sido concedido un dios-Emperador para que los gobernara.
Vistos los resultados desde la terraza de un prodigioso palacio, no quedaba más remedio que aceptar que se trataba de un milagro; un hecho sobrenatural que tan sólo podía atribuirse a la intervención directa de esos dioses, y en ese caso tanto daba que se llamara Viracocha, el Sol, la Luna o Pachacamac.
Allí, justo en el punto en que ahora se encontraba, en pleno corazón del Recinto Dorado, comenzó algo que no tenía absolutamente nada que ver con cuanto había existido hasta ese instante, ni existiría en los tiempos venideros.
¿Por qué?
¿Qué extraña razón lo había hecho nacer y de dónde había surgido?
Cuando la princesa Sangay Chimé regresó de acostar a la niña, no pudo por menos que sorprenderse ante la extraña expresión del rostro de su esposo, por lo que se apresuró a inquirir con una cierta inquietud:
—¿Te ocurre algo?
—Nada en especial.
—¿Y por qué estas tan pensativo?
—¡No lo sé! ¡O quizá sí!… Quizá me preguntaba cómo es posible que exista una ciudad tan absolutamente perfecta.
—Se la debemos a Viracocha… —señaló su esposa con naturalidad.
—Eso ya me lo han dicho un millón de veces… —le respondió el otro en un tono que denotaba un cierto fastidio—. Pero lo que me gustaría saber es la razón por la que un dios nos escogió precisamente a nosotros y eligió este lugar exacto.
—Porque no se trataba de un dios.
—¿Cómo has dicho? —se asombró Rusti Cayambe.
—He dicho que Viracocha, el Supremo Hacedor, no era un dios… —insistió con sorprendente calma la princesa.
—¡Ah, no! ¿Entonces qué era?
—Un hombre.
—¿Un hombre?
—Eso he dicho: un simple hombre llegado de muy lejos.
—¿Cómo te atreves a decir algo así? Suena a herejía.
—¡No! No se trata de ninguna herejía. No es más que la verdad.
—¿Y cómo puedes estar tan segura de que es la verdad?
—Porque es una historia que en mi familia se ha venido transmitiendo de generación en generación, ya que mis antepasados conocieron a Viracocha mucho antes de que lo conocieran los incas.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Del auténtico origen de Viracocha y de cómo llegó hasta aquí. ¿Te gustaría conocerlo?
—¡Desde luego! —replicó seguro de sí mismo Rusti Cayambe, que no podía evitar sentirse extrañamente incómodo.
—¿Y te sientes preparado para enfrentarte a una verdad que está en contra de todo aquello que te enseñaron?
—La verdad nunca ha hecho daño a nadie.
—Te equivocas… —musitó ella casi con un susurro—. La verdad suele hacer mucho daño, porque se trata de un daño irreparable. Si una mentira te hiere, esa herida puede cicatrizar cuando se descubre que se trataba de una de tantas mentiras. Pero verdad no hay más que una, y no existe bálsamo que alivie tal dolor.
—Aunque así sea… —insistió su marido.
—¡Como quieras!… —aceptó ella tomando asiento en un banco de piedra que corría a todo lo largo del muro y haciéndole un gesto para que se acomodara a su lado—. Hace mucho, muchísimo tiempo… —comenzó— los cielos se abrieron y llovió y llovió durante días y más días, meses y más meses, con rayos, truenos, relámpagos y un viento huracanado que parecía anunciar el fin del mundo… —Lanzó un hondo suspiro como si en verdad hubiera asistido a tamaño desastre—. Mi pueblo, que vivía desde el comienzo de los tiempos en la costa, nunca había visto nada remotamente parecido.
—¡«El Gran Diluvio»! —comentó Rusti Cayambe aceptándolo como algo que no admitía discusión—. Desde muy niño he oído hablar de él.
—Pues cuentan mis antepasados que ese diluvio y esos vientos arrojaron contra la costa una extraña y gigantesca embarcación cien veces mayor que las mayores que se puedan encontrar en el lago Titicaca, aunque construida totalmente de madera.
—¿De madera?… ¿Una especie de balsa?
—¡No! Más bien una especie de enorme casa de tres plantas. Mis asombrados e incrédulos antepasados la vieron llegar, y vieron también cómo enormes olas la estrellaban contra los arrecifes, docenas de hombres se precipitaban al mar aullando de terror y el océano lo engullía todo para lanzar luego a la costa un único superviviente.
—¿Viracocha?
—El mismo.
—¿Un simple marino? —se horrorizó el general Saltamontes—. ¿Un pobre náufrago?
—Tú lo has dicho: un pobre náufrago muy alto, muy blanco, con el cabello de color oro viejo y el mentón y las mejillas cubiertos de largos pelos rojizos.
—¿Cómo es posible? —inquirió el otro perplejo—. ¿Tenía pelos en el rostro?
—Que le llegaban hasta el pecho, confiriéndole un aspecto diabólico, puesto que además tenía los ojos de un azul muy intenso.
—¡No puedo creerlo!
—Pues debes creértelo, puesto que así era.
—¿Un náufrago de cabellos de color de oro, pelos en la cara y ojos azules?… —repitió una vez más el anonadado Rusti Cayambe—. ¡Santo cielo!
—Como comprenderás —insistió ella—, mis tatarabuelos, que creyeron ver en él al mismísimo demonio, o a un brujo extranjero portador de diluvios y tormentas, se negaron a prestarle ayuda, apedreándole para que se alejase de sus ciudades y sus tierras.
—Resulta comprensible si su aspecto era tan aterrador.
—Comprensible pero trágico, puesto que al alejarse los maldijo por no haberse compadecido de un hombre en desgracia, y su maldición se cumplió al pie de la letra, puesto que a partir de aquel día mi pueblo entró en una imparable decadencia.
—Cuesta aceptarlo.
—Pero así es. Por aquel tiempo las ciudades costeñas eran ricas, cultas y poderosas, mientras que los habitantes de la sierra estaban considerados poco menos que pastores semisalvajes.
—¿Y supones que fue la maldición de Viracocha la que hizo cambiar las cosas? —Ante el mudo gesto de asentimiento insistió—: ¿Por qué?
—Porque como a sus espaldas tenía un océano enfurecido y a cientos de hombres y mujeres que le perseguían a pedradas, no le quedó otro remedio que adentrarse en la sierra.
—¿Y fue así como llegó hasta aquí?
—Y mucho más allá. Por lo visto, durante su largo peregrinaje descubrió las riquezas de este valle, pero siguió adelante, convencido de que, si conseguía atravesar la cordillera, alcanzaría otras tierras por las que le resultase más sencillo regresar a su patria.
—Pero no lo consiguió.
—No, ya que al poco tiempo se tropezó con un grupo de hombres y mujeres originarios de las proximidades del lago Titicaca que huían del diluvio que había anegado sus campos y destruido sus hogares. Era la pequeña tribu de los incas, que vagaban sin rumbo buscando un lugar en el que rehacer sus vidas, y que le aseguraron que más allá de la cordillera no existían más que selvas impenetrables. Entonces Viracocha les habló del valle que había visto, los condujo hasta aquí, y justo en el punto en que se alza el monolito del Inti-Pampa hundió hasta la empuñadura su espada para demostrar que la tierra era muy fértil. En ese momento, el sol hizo su aparición tras largos meses de lluvia y un único rayo le iluminó, destacando su altura y sus dorados cabellos al viento. Ante semejante prodigio, los incas creyeron que se trataba del hijo del Sol, un dios al que debían respetar y obedecer, por lo que se apresuraron a fundar la capital de lo que habría de ser su reino, el «Ombligo del Universo»: el Cuzco.
—Yo siempre había creído que los fundadores habían sido Manco Cápac y su hermana, Mama Ocllo.
—Y así es, pero inspirados por un extranjero que al comprender que nunca conseguiría regresar a su hogar decidió quedarse a vivir entre ellos.
—¿Y estás completamente segura de que no se trataba de un dios?
—Segura no puedo estarlo, pero sí que estoy convencida de que únicamente se trataba de un hombre muy, muy sabio. Enseñó a los incas a construir edificios de piedra, trabajar el oro, mejorar los cultivos por medio de complejos sistemas de regadío, construir puentes, tejer delicadas telas, organizar la vida en común, guerrear, e incluso llevar un registro, por medio de los
quipus
, de cuántas alpacas, cuántos habitantes o cuántas vasijas de
chicha
o de maíz se conservaban en cada almacén real en cada momento.
—¿Sabía todo eso?
—Y muchísimas cosas más, porque sabía curar a los enfermos, impartir justicia con imparcialidad y descifrar el lenguaje de las estrellas.
—¡Luego era un dios!
Ella negó una y otra vez con la cabeza.
—Sólo era un hombre, pero tan justo, tan bondadoso y tan sabio que casi podría equipararse a un dios… Cuentan que vivió casi treinta años entre los incas, pero que cuando se sintió viejo y cansado regresó a la costa con un puñado de sus siervos, construyó una gran nave de madera y se hizo a la mar con la intención de regresar a morir a su patria.
—En ese caso, y pese a que prometió que volvería, nunca lo hará.
Sangay Chimé asintió una y otra vez.
—Vendrán sus descendientes, si es que llegó a tenerlos, o tal vez otros miembros de su misma raza, pero Viracocha no. Viracocha murió tal como habían muerto sus compañeros la mañana en que su nave se estrelló contra las rocas.
Rusti Cayambe no dijo nada, meditando sobre cuanto acababa de escuchar, y que constituía un evidente revulsivo en su concepto del mundo y de las cosas.
El sol se ocultaba ya tras las montañas, y las sombras se adueñaban velozmente de la ciudad cuyos techos de oro habían dejado de brillar poco antes.
Clavó la vista en el monolito del Inti-Pampa que estaba a punto de convertirse en una mancha más entre las manchas de la noche, y no pudo por menos que preguntarse si sería cierto que un día, muchísimo tiempo atrás, un extranjero de cabellos dorados clavó su espada en aquel punto exacto con la intención de fundar una ciudad inimitable.
Si había sido así, si la historia que su esposa le había contado respondía a la verdad, y Viracocha no era un dios, el Emperador no podía descender en línea directa del Sol, y por lo tanto los cimientos sobre los que se había construido el Imperio no eran de negra roca, sino de simple barro.
Si aquella nueva versión de los hechos se aproximaba siquiera a la verdad, Sangay Chimé tenía razón al afirmar que esa verdad dolía y se transformaba en una herida difícil de cicatrizar.
Pero a la hora de analizar fríamente sus sentimientos, Rusti Cayambe se vio obligado a admitir que en lo más profundo de sí mismo aceptaba que aquella extraña historia que hablaba de un Viracocha humano, justo, bondadoso y sabio le convencía mucho más que la vieja historia de un Viracocha por cuyas venas corría sangre del inclemente astro que le abrasara la piel y le cegara los ojos durante aquellos terribles días en que se vio obligado a atravesar el desierto de Atacama.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —musitó al fin.
—Nada.
—¿Nada?
—Absolutamente nada, porque nada ha cambiado… —replicó ella con sorprendente calma, al tiempo que le cogía una mano para llevársela a los labios—. El Emperador continúa siendo el alma del Incario, y lo que importa es defender su obra a toda costa.
—¿Y cómo esperas defenderla sin hacer nada?
—Manteniendo intacta nuestra fe, no en falsos dioses como Viracocha, sino en aquellos que verdaderamente rigen los destinos de las naciones. —Hizo un gesto hacia las hogueras que comenzaban a brillar en el interior del Recinto Dorado y que extraían fantasmagóricos reflejos a los cientos de figuras y objetos de oro y plata—. ¡Observa esas maravillas! —pidió—. ¡No llegaron hasta aquí por casualidad! Llegaron aquí porque los dioses así lo decidieron, y si confiamos en ellos, nos enseñarán la forma de conservarlas hasta el fin de los siglos…
—¡Pero si acabas de decir!…
—¡Lo sé!… Que Viracocha no era un dios… Estoy segura de que no lo era, pero también estoy segura de que era un enviado de unos dioses que no podían mezclarse con los seres humanos.
—Con demasiada frecuencia no consigo entender de qué demonios estás hablando.
—¡Ni falta que te hace! —rió ella pellizcándole la mejilla—. Tú limítate a confiar en mí, y a hacer lo que el Emperador te ordene, puesto que, al fin y al cabo, más vale un buen hombre que un mal dios.
Capítulo 11
¡A
hí viene! ¡Ahí viene!
La hija del Sol,
la esposa del Sol,
la madre del Sol.
¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
La luz que nos ilumina,
el aire que respiramos,
el calor que nos da la vida.
¡Ahí se va! ¡Ahí se va!
La montaña más alta,
el lago más profundo,
el río más caudaloso.
¡Ahí se va! ¡Ahí se va!
Nuestra hermana,
nuestra reina,
nuestra alegría…
Hasta el último de los casi cien mil habitantes del Cuzco, incluidos los enfermos, se echaron a la calle en cuanto comenzaron a escucharse los cánticos que anunciaban que la amada reina Alia había abandonado su largo retiro en el Templo de las Ñustas para regresar al palacio Imperial en el que su señor, su hermano y su esposo la aguardaban.
Ni el Inca Pachacuti en el glorioso día en que volvió empujando ante sí a miles de esclavos
chancas
derrotados en la más victoriosa de las campañas imperiales recibió tales muestras de respeto y adoración por parte de los vecinos de una ciudad que parecía haberse engalanado en la más radiante y tibia mañana que se recordaba en mucho tiempo, a la par que millones de mariposas revoloteaban por doquier como si también ellas quisieran, con la alegría de su colorido, unirse a una fiesta que se prolongó hasta bien entrada la noche.
Todos los ojos permanecían pendientes de las ventanas de palacio.
Todas las esperanzas puestas en lo que sucediera tras sus muros.
Los que se habían atrevido a mirarla, aseguraban que la reina parecía más joven, más fuerte y más hermosa que nunca.
Como una novia en el día de sus esponsales.