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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (22 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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Desde entonces, Hipatia impartió en la calle sus lecciones, al modo de Sócrates, dirigiéndose a los viandantes, viviendo en la más completa indigencia y, a veces, en una casi desnudez, como el filósofo cínico Diógenes. Se desplazaba en un carro tirado por sus dos mejores discípulos e iba así, de plaza en plaza, a impartir sus enseñanzas. Sabía encontrar palabras sencillas para llegar al corazón del pueblo. La muchedumbre la escuchaba y la admiraba. Los egipcios creían ver en ella a la reencarnación de la gran Cleopatra o de la antigua diosa Isis. Por lo que a los griegos se refiere, descubrían la antigua grandeza de la filosofía ateniense, si bien depurada por las recientes exégesis de Plotino y de Porfirio, que habían sabido extraer su sustancia esencial, al modo de Filón con el Pentateuco. Hipatia añadía a su docencia la de la libertad: libertad para creer, libertad para buscar la propia verdad, libertad para elegir el propio gobierno. Y recomendaba a su auditorio de la Ciudad que actuara sin desdeñar nunca la propia vida interior.

Naturalmente, despertó entre sus discípulos pasiones que no todas eran de orden espiritual. Pero, flanqueada siempre por su «marido» Isidoro, permanecía inaccesible.

Uno de esos adoradores se enamoró mucho más que los otros. Sinesio era un estudiante nacido en una rica familia de Cirene a quien nunca se le había negado nada, ni fortuna, ni inteligencia, ni conquistas femeninas. No satisfecho con ser el más asiduo en las clases de Hipatia, le escribía insensatos poemas que nunca recibían respuesta. En las tabernas e incluso en el recogimiento de la Biblioteca, sólo pensaba en ella, sólo hablaba de ella.

Cierto día, plantado ante la puerta de la pequeña casa de la erudita, aguardaba su salida para escuchar la lección; o si no para escuchar, para contemplar a aquella que la impartía.

Hipatia apareció, pero en vez de subir, como de costumbre, en el carro que la había de transportar, se dirigió hacia Sinesio y blandió ante sus narices un paquetito de paños mancillados con su sangre menstrual.

—Esto es lo que amas, Sinesio, y no es algo hermoso.

Rojo de confusión, Sinesio huyó corriendo. No se le volvió a ver en mucho tiempo. Había regresado a Cirenaica. Ella le escribió para decirle que la vergüenza que le había impulsado a huir era tan excesiva como el indiscreto amor que sentía por ella. Ella le había rechazado de aquel modo sólo para aparecer irreprochable ante sus numerosos enemigos, que le habrían acusado de pervertir a la juventud. «Sólo puedo amar en secreto —confesó—, ¿y hay secreto más hermoso que el encerrado en una carta?».

Desde entonces, ambos iniciaron una correspondencia que duró años. Pero no tocaron el tema del amor. Les unían el movimiento de los astros y la trigonometría, la exégesis de Platón y los números musicales. Y resultó evidente que Sinesio no sólo había contemplado a Hipatia, sino que también la había escuchado y recordaba sus lecciones. Siguiendo los consejos de su amada, él empezó a comprometerse en la vida de su ciudad. Partió así hacia Constantinopla como embajador de Cirenaica. Allí, ante el joven emperador Arcadio, pronunció su discurso
Sobre la realeza
, en el que exponía las concepciones filosóficas de Hipatia sobre el príncipe ideal y denunciaba las costumbres decadentes de la corte. Hubiérase dicho que la hermosa sabia hablaba por su boca. Una vez terminada su embajada, Sinesio volvió a pasar por Alejandría. Nadie sabe si Hipatia se le entregó por fin, pero le obligó a casarse con una muchacha de la aristocracia cristiana del barrio de los palacios, único medio, según ella, de escalar los peldaños del poder. Sinesio regresó a su país, donde alcanzó la gloria venciendo a los bandidos del desierto.

Mientras proseguía su correspondencia con Hipatia, Sinesio llevó en Cirenaica una vida de gran señor dividida entre la caza y los placeres. Publicaba también poemas, himnos y homilías, tratados sobre los sueños y sobre la Providencia. He estudiado estas obras con mucha atención y creo poder afirmar que su autora fue Hipatia, que no quería figurar como poetisa, pues sus enemigos también la habrían censurado por dedicarse a esta actividad.

Cierto día, Sinesio recibió una carta de Hipatia que parecía una petición de socorro. Habían encontrado el cuerpo de Juan Boca de Oro al borde de un camino, asesinado por los matones de Teófilo. Éste, liberado de su peor enemigo, amenazaba con regresar a Alejandría. Sinesio comprendió lo que tenía que hacer. Se dirigió a Constantinopla y, ante el emperador, se hizo bautizar. Esta conversión era una ganga para la Iglesia, pues siguiendo el ejemplo del hombre más influyente de su país toda Cirenaica podría convertirse al cristianismo. Ante esta perspectiva, el patriarca le propuso elevarlo enseguida al episcopado. Sinesio puso condiciones: no renunciaría al estado matrimonial, ni a la doctrina platónica de la preexistencia del alma y la eternidad del mundo. Contra lo esperado, el patriarca aceptó: la adhesión de Cirenaica bien valía tales concesiones. Por su lado, Teófilo le pidió que acudiera de inmediato a Alejandría para resolver el contencioso que él mantenía con el prefecto de Egipto, Orestes, considerado demasiado tibio en la represión de las herejías.

Durante el obispado interino de Sinesio y la prefectura de Orestes, Alejandría conoció de nuevo una gran efervescencia intelectual. Cristianos, heréticos o no, judíos y platónicos confrontaban sus ideas, no ya por medio de la violencia sino por el verbo. Y, en el terreno de las palabras, Hipatia no tenía rival. Aunque se le permitió de nuevo acceder al Museo, sólo acudía para consultar algunas obras en la Biblioteca. Su enseñanza la daba sólo en la calle. Un auditorio entusiasta y nutrido la seguía. Entre la multitud de oyentes solía verse a Sinesio acompañado por su amigo el prefecto.

La Ciudad conoció un día la muerte del terrible Teófilo «el Faraón», que sin embargo no había regresado a su diócesis. La gente esperó por un momento que Sinesio le sucediera, pero su esperanza se vio defraudada. Si a la sede episcopal de Cirenaica se le sumaba la de Egipto, el enamorado de Hipatia se habría convertido en el hombre más importante del Imperio, después del emperador y el patriarca.

Otro personaje salió entonces de las sombras, flaco y enfebrecido: Cirilo, el sobrino de Teófilo. Algunos murmuraban que era su bastardo, pues el difunto obispo no se aplicaba a sí mismo el precepto de castidad que exigía a sus ovejas.

Cirilo empezó por apartar suavemente del obispado al buen Sinesio, prometiéndole que permitiría a Hipatia proseguir su enseñanza. A fin de cuentas tenía que tratar con miramientos a un personaje tan poderoso como el obispo de Cirenaica. Y además, meterse con la hermosa sabia podía provocar motines entre sus adoradores, ya fueran éstos griegos o egipcios, platónicos o cristianos.

Sin embargo, el clima de tolerancia que reinaba en la Ciudad enojaba a aquel hombre, lleno de odio hacia todos los que no pensaban como él. La emprendió primero con los judíos. Sabía que nadie se opondría a ello, ni entre los cristianos ni entre los platónicos. Y tendría consigo al populacho, que veía en los hijos de Israel la causa de todos sus males. Sin embargo, los judíos alejandrinos no formaban ya aquella comunidad que había sido tan floreciente en tiempos de Filón. Los cristianos se habían mostrado con ellos mucho más duros que los paganos y mucho más ávidos, haciéndoles pagar impuestos y tasas enormes antes de autorizarles a practicar su culto. Por esa circunstancia el «faraón» Teófilo les había dejado más o menos en paz, ya que gracias a ellos el obispado de Alejandría era el más próspero de todo el imperio.

Pero a su sobrino Cirilo no le preocupaban esas vulgares contingencias. Sin consultárselo a nadie, lanzó contra ellos un decreto de expulsión. El ejército invadió el barrio judío y empujó a sus habitantes, como si fueran un rebaño, fuera de los muros de Alejandría. El éxodo recomenzaba. Pero ¿adonde irían? No había ya tierra prometida, el Templo estaba destruido, Canaán ya no existía. Y no tenían ningún Moisés que les guiara.

Hipatia no podía permanecer al margen. Con redoblada elocuencia, denunció que la propia alma de Alejandría, encrucijada de todas las razas, todas las religiones y todos los saberes, estaba amenazada. Más de siete siglos y medio de cosmopolitismo tolerante iban a desaparecer por culpa de un fanático.

Mientras, Sinesio estaba en Constantinopla para asistir a un nuevo concilio. Un mensajero fue a avisarle de que en Alejandría el obispo Cirilo fomentaba una conjura para asesinar a Hipatia. Sinesio partió de inmediato.

El antiguo palacio de los Tolomeos estaba vacío. En los aposentos del prefecto le dijeron que Orestes estaría de cacería durante toda la semana. En cuanto a Cirilo, había abandonado el obispado para un piadoso retiro en el desierto.

Sin tomarse el tiempo de cambiar sus ropas de viajero por un atavío algo más digno de su estado eclesiástico, Sinesio fue a recorrer la ciudad donde transcurrió su juventud de estudiante enamorado. Casi a su pesar, se encaminó, por unas calles extrañamente vacías, hacia la casa de Hipatia. Al acercarse, oyó unos gritos que resonaban en las rectilíneas vías de la ciudad cuadriculada.

«¡Muerte a la bruja! ¡Revienta, puta del ágora! ¡Sobornadora del obispo! ¡Buscona de todos los judíos!».

Sinesio desenvainó su endeble puñal de gala y echó a correr. Sobre el carro detenido a la puerta de su casa, Hipatia se erguía, pálida y sonriente con su larga túnica blanca y desprovista de adornos, lo que la hacía más hermosa aún que antaño.

Con ánimo de defenderla, Sinesio intentó abrirse paso entre la muchedumbre que en nada se parecía al habitual auditorio de la filósofa. Unos parecían salidos directamente de los barrios bajos del pequeño puerto del este; pero muchos llevaban capuchones de monje y eran los primeros en lanzar invectivas. Sinesio no pudo dar un paso, porque le apresaron unos brazos vigorosos. De pronto, una piedra golpeó a Hipatia en la frente. Ella no se movió, semejante a una estatua de mármol. Luego le alcanzó un diluvio de guijarros, pedazos de madera, basura recogida de la calzada… Se derrumbó por fin, como un gran lirio aplastado por el paso de una fiera. Unos monjes subieron al carro. En aquel momento, Sinesio recibió un golpe en la cabeza y cayó sin sentido.

Cuando volvió en sí, la calle estaba desierta. Sinesio estuvo largo rato errando tambaleante por las calles cuyos adoquines estaban manchados de sangre. Sin darse cuenta, volvió sobre sus pasos y se encontró junto al carro que durante tres decenios había servido de humilde cátedra a la filósofa. Un borracho que pasaba le detuvo, y echando su hediondo aliento al rostro de Sinesio le dijo con un eructo:

—¡Eh, obispo! Han troceado el cuerpo de tu puta, con conchas de ostra, cuando estaba todavía con vida…

—¿Qué estás diciendo? —balbuceó Sinesio, incrédulo.

—Pues sí, y han quemado sus restos, incluso los han arrojado a los perros.

Y el hombre se marchó gesticulando, sin que se supiese si era la alegría o el miedo lo que le hacía agitarse así. Sinesio se derrumbó en el suelo, apoyó la frente contra una rueda del carro y se echó a llorar. Sólo mucho más tarde vio el objeto, que sin duda durante el asalto había caído bajo el carro y había rodado hasta una grieta del suelo, donde había pasado desapercibido. Era el pesado y viejo bastón incrustado de oro que Hipatia había recibido de su padre y que solía servirle para subrayar su discurso con ágiles movimientos, hendiendo el aire como si dirigiese el curso y la música de los astros.

Donde Amr se hace escriba

—¿Era esta Hipatia la antecesora de tu tribu? —preguntó Amr bastante conmovido.

—¿Quién sabe? —respondió la joven, sonriente ante las palabras «antecesora» y «tribu», leves sombras de paganismo—. En tal caso, de ser cierta la leyenda, yo habría nacido de una virgen. Conozco, al menos, un muy ilustre precedente.

—No bromees. En el Corán se dice que María tuvo a su hijo, el profeta Jesús, sin que un solo hombre la hubiera tocado nunca, como le había anunciado un ángel.

—¿Ah? ¿Conocéis el dogma de la Concepción Virginal? —exclamó Filopon muy interesado—. ¿Pensáis que la naturaleza de Cristo es doble, mitad hombre mitad Dios, o que es exclusivamente de esencia divina?

—No hay más Dios que Alá. Dios es eterno, no puede nacer del vientre de una mujer, por muy virgen que sea.

—¿Pretendes entonces que tu Mahoma fue concebido del mismo modo?

—Nada en el Corán lo dice. Su padre, el rico Abd Allah, de la tribu de los Quraych, murió antes de su nacimiento, y su madre Amina entró en los Jardines de Alá cuando él era aún muy niño.

—Interesante dialéctica —murmuró Filopon pensativo—: Mahoma era rico, huérfano, casado y propagaba su doctrina por medio de la guerra. Jesús era pobre, Dios le había dado unos padres, era casto y sólo hablaba de paz.
Stricto sensu
, tu profeta es el Anticristo.

—Filopon, Amr, os lo suplico —intervino Rhazes—. Dejad esos estériles debates para las autoridades conciliares. No tenemos tiempo. Si el emir quiere que su mensajero parta mañana al amanecer, será hora de extraer la moraleja de la historia de Hipatia. ¿Creéis que la figura de semejante mujer podrá hacer reflexionar al califa, Amr?

—Habría que presentársela de un modo distinto —respondió el emir—. Voy a ataviar a la filósofa con algunos rasgos de la primera mujer del Profeta, Jadija, a la que Mahoma repitió en primer lugar las palabras de Dios, y con otros de su hija Fátima, la esposa de Alí, la más santa de las mujeres. La historia de los paños mancillados por la sangre menstrual tiene posibilidades de gustarle. Omar trata a sus esposas como trata a los animales domésticos. Por mi parte, si os interesa mi opinión, el tonto de Sinesio me parece un enamorado muy tibio. Si yo sintiese semejante pasión por otra Hipatia, sus períodos no me repugnarían. Muy al contrario, fortalecerían mi amor.

—Me gustas más como mercader erudito y curioso que como soldado de dudosas bromas —comentó Hipatia.

—Ejem —farfulló Amr, algo cohibido por haberse extralimitado un tanto—, tendríais que explicarme algo mejor las obras de Galeno, y también las de ese mecánico llamado Herón. Una medicina que sea concluyente tranquilizará a Omar y las máquinas hidráulicas le interesarán para sus proyectos de irrigación. Pienso también hablarle del sistema de conversión cristiano, que empieza por lo más alto. Los reinos que esperamos someter ya no son aquéllos que hemos conocido en el pasado, dirigidos por jefes paganos e incultos, dispuestos a dejarse convencer si ello favorecía sus intereses. Por lo que se refiere a vosotros, judíos y cristianos, si queréis seguir practicando vuestra religión, a fe mía, tendréis que pagar.

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