El incendio de Alejandría (21 page)

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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

BOOK: El incendio de Alejandría
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Tras un momento de estupefacción, Amr soltó una risa forzada, indicando que no quería conceder la menor importancia a un horóscopo tan oportuno.

—Encantadora Hipatia, hablando como el docto Tolomeo te vuelves tan aburrida como él. No, decididamente no creo en estas previsiones astrales.

—En cuanto a Omar —intervino por fin Filopon, que veía hasta qué punto los dos jóvenes se habían equivocado en sus sucesivas intervenciones—, si debes hablarle de Claudio Tolomeo, será más prudente que recuerdes sólo su sistema astronómico. Se tranquilizará si le describes una gran Tierra, inmóvil en el centro de un universo estable y previsible.

—Tienes razón, prudente Filopon, es hora ya de volver a la realidad. El destino del hombre es, en suma, un destino de papel: nace arrugado, muere arrugado, y en eso el médico no va a contradecirme. Por lo que se refiere al destino de la Biblioteca, depende sólo de la voluntad de Omar… así como del modo como le cuente yo esta entrevista. De modo que, repito, ayudadme a demostrar que vuestros libros no van contra el Corán.

—Gracias por tu comprensión, digno Amr. Y puesto que ahora estás dispuesto a pedir a tu califa que no arremeta contra la Biblioteca, háblanos del tal Omar. Si le conocemos mejor, podremos ayudarte mejor a torcer su voluntad.

—Omar no es sólo un barbudo con manto, aunque adopte esa apariencia. Cuando era un miembro poco importante de una tribu de segundo orden, se opuso, al principio, a la predicación del Profeta, para aliarse con las poderosas tribus de La Meca. Luego, advirtiendo que el viento cambiaba, se convirtió en uno de sus más fervientes adeptos. Él mismo cuenta, sin embargo, una historia muy distinta, como si quisiera forjar su propia leyenda. Afirma que, en su juventud, robaba por necesidad en los puestos de los mercaderes dátiles y fruta para alimentar a su pobre familia. Hasta el día en que, llamando por azar a la puerta de una casa donde se hallaban algunos devotos, había oído recitar una sura. Y se había convertido de inmediato en el más piadoso de los musulmanes…

—Recuerdo nuestro primer encuentro, Amr —dijo Filopon—, cuando tú ibas vestido como un mercader y no con la armadura de un guerrero. Me dijiste que el Corán, como una columna sonora que se eleva desde el día en que Mahoma recibió su revelación, no estaba hecho para ser leído sino para ser recitado en voz alta…

—Siendo así —dijo Rhazes en tono acerbo—, no veo cómo Omar podría ser disuadido de quemar los libros, puesto que sólo concede importancia a lo oral en detrimento de lo escrito.

—Se dice incluso —prosiguió Amr— que destruyó el testamento del Profeta que designaba como sucesor a su yerno Alí, favoreciendo así la elección de Abú Bakr a la muerte de Mahoma. Y naturalmente, cuando Abú murió a su vez, él ocupó su lugar. Desde entonces, Omar ha salido de la sombra y ha querido que todas sus acciones fueran espectaculares. Nos ha lanzado a la conquista de naciones extranjeras, ha hecho construir ciudades en Arabia. Él escogió la hégira, el año de la emigración del Profeta a Medina, como inicio del calendario musulmán
[7]
. También se proclamó primer comendador de los creyentes. Pero, aunque él ha mantenido una apariencia humilde y modesta, ha visto con espanto cómo a su alrededor se establecía un lujo inaudito. Las primeras conquistas del islam hicieron que las riquezas del mundo afluyeran a Medina. Toda una aristocracia se divierte hoy en un ambiente de boato y placer. Sabed que Suqayna, la propia nieta del Profeta, tiene abierto un salón en el que se reúnen más poetas y cantores que imanes especializados en teología musulmana…

—¡Tu islam no es tan severo, pues! —Hipatia sonrió.

—Claro, pero lamentablemente Omar no representa el verdadero espíritu del islam. Frío, calculador, austero en su vida, exigiendo a los demás tanta virtud como él, lleno de temor ante el Muy Benevolente, y también ante el peligro y la muerte, no puede admitir que aquí abajo se sienta placer. Elimina con ferocidad todas las oposiciones. Nadie puede discutir sus órdenes, ni siquiera los más antiguos compañeros del Profeta que deberían prevalecer sobre él…

—Ya me has dicho bastante —concluyó Filopon—. Este hombre ha sufrido tantas humillaciones durante la primera parte de su vida que quiere ahora tomarse la revancha. Quiere dejar su impronta en la Historia y superar incluso a tu Profeta. Ah, si no temiera tanto por la suerte de nuestros libros, me alegraría de que tu secta tenga semejante guía.

—¿Y por qué?

—Porque a causa de su intransigencia, de su estrechez de miras, de su imposibilidad de escuchar una opinión contraria a sus deseos, muy pronto los hombres de su país y de su culto se levantarán contra él. Y antes de mucho tiempo no habrá ya sólo un islam, sino dos, diez, veinte. Es decir, ninguno. Eso mismo estuvo a punto de ocurrirle a la Iglesia cristiana hace dos siglos. Y sin embargo el obispo de Alejandría, Cirilo, al revés que tu califa, no era en absoluto de extracción modesta. Pero dejaré que sea Hipatia la que te cuente mañana esta historia. Le concierne un poco.

Convénceme, hermosa Hipatia, pensó Amr, convénceme definitivamente y yo mismo iré a hincar el hierro en las entrañas de ese perro de Omar.

La mujer y el obispo
(
Ultimo canto de Hipatia
)

Cuatro siglos habían transcurrido desde que Filón partiera hacia Roma para defender su causa. El Templo de Jerusalén había sido destruido, el pueblo judío dispersado, los bárbaros del norte habían invadido el extremo de Occidente, y Bizancio, convertida en Constantinopla, prevalecía sobre Roma. El emperador Constantino se había declarado cristiano y con él todos sus notables, que fueron imitados por sus familias, clanes y servidores hasta el último de sus esclavos. Siempre es más fácil bajar que subir.

No obstante, en ningún lado aparecía la sencillez de las palabras de Cristo, si es que fueron tan sencillas a fin de cuentas. En Alejandría, en Atenas, en Pérgamo nacieron escuelas filosóficas, o más bien teológicas. Decididamente, la historia no hace más que repetirse, es de suponer que en algunos lugares sopla siempre el espíritu, ya esté limpio el cielo o esté cubierto de negras nubes. El tema religioso suscitaba acerbos debates. El individuo que emitiera una idea nueva o no conforme con el canon se arriesgaba, en el mejor de los casos, al exilio; en el peor, a la muerte. Olvidando su pasado de mártires, los cristianos hacían sufrir a otros, que sin embargo nunca habían sido sus verdugos, lo que ellos habían sufrido. Ahora los mártires eran los judíos y los espíritus libres, sabios y filósofos. Así ocurre con todas las religiones y me temo que los hijos de Israel, perseguidos durante tanto tiempo, vayan a actuar del mismo modo cuando en el futuro hayan recuperado su poder. Perseguirán a su vez a sus antiguos verdugos, su afán de venganza se extenderá a pueblos apacibles que sólo piden vivir en sus tierras y compartir sus beneficios.

Pero volvamos a la historia, pues ya veo que Rhazes está a punto de enfadarse. Durante la expansión cristiana, Alejandría seguía siendo un remanso de tolerancia, al menos en el barrio de los palacios. No se destruyen así como así siglos de mezcla, de intercambio, de saber cosmopolita. Y además el mar protegía Egipto de las invasiones bárbaras que habían ocupado Occidente y rompían como olas a los pies de Constantinopla. En el Museo, la filosofía era la materia más importante. Es cierto que las ciencias habían gozado de un renovado esplendor cuando el cristianismo no dominaba aún la ciudad. Tolomeo y Galeno habían sabido satisfacer a los poderosos, a los filósofos y sacerdotes de todas las confesiones. Como al primero no le preocupaba en absoluto la religión y el segundo creía en una muy vaga divinidad universal, la Iglesia cristiana adoptó la considerable obra de ambos sabios desaparecidos; lo mismo había hecho con Filón en materia de filosofía. En realidad, a la Iglesia cristiana no le interesaba estudiar la naturaleza ni su funcionamiento, ni tampoco intentaba desvelar sus misterios a fin de poder mitigar el sufrimiento humano. ¿Para qué? El fin de los tiempos está cerca, decía la Iglesia. Las teorías de Galeno y Tolomeo le convenían. A su entender, habían descrito el mundo y la naturaleza humana de un modo definitivo, como los Evangelios habían hecho con Dios.

Por consiguiente no se investigaba, no se inventaba ya; se recopilaba. He ahí el signo del final de un mundo.

Los estudiosos procedían a resumir los descubrimientos del pasado universalmente admitidos, mejorándolos un poco, adornándolos a menudo, sin nunca intentar discutirlos ni ponerlos en duda y mucho menos superarlos. Eso es lo que hicieron Herón, Diofanto y Papo con la mecánica, las matemáticas y la astronomía. Eso hizo Teón, nombrado director del Museo por el emperador Teodosio, pues ya había periclitado el título de sumo sacerdote. Bajo su férula, la gran escuela alejandrina de Euclides, Aristarco y Apolonio recobró algo de su lustre. Pero Teón pasará a la posteridad por haber sido el padre de la mujer más sabia de la historia: Hipatia de Alejandría. Hablo, en efecto, de mi homónima, pues nació hace ahora doscientos cincuenta años
[8]
.Por lo demás, vio la luz bajo armoniosos auspicios, puesto que su padre, ferviente adepto de los sistemas que mezclan astronomía y música, le dio el nombre del sonido más grave que, a su entender, emite la Tierra en el centro del Universo, en el melodioso coro de la música de las esferas
[14]
.

Cierto día, cuando Hipatia sólo tenía catorce años, las cosas cambiaron en Alejandría. Fue nombrado un nuevo obispo: Teófilo. Hasta entonces, todas las creencias coexistían sin demasiadas fricciones. Pero aquel eclesiástico brutal decidió extirpar por la fuerza el paganismo. Por orden suya, todos los templos fueron incendiados, comenzando por el Serapión, construido seiscientos años antes por Tolomeo Soter. Los fanáticos se encarnizan siempre con los más hermosos edificios, las más bellas estatuas, porque estas memorias de piedra son testimonio de una grandeza pasada que ellos anhelan borrar. Los alejandrinos, de índole mordaz, llamaron en secreto a su nuevo obispo «el Faraón», al ver que se consideraba dueño absoluto de la ciudad. Teófilo habría causado también perjuicios a la Biblioteca, de no haber sido porque Bizancio puso freno a su ardor. El nuevo obispo se limitó a romper las estatuas, expulsar a los sabios de ideas poco tranquilizadoras y meter en la cárcel a su director, Teón, para nombrar en su lugar a un sacerdote que era su adjunto.

Era la primera vez que un hombre de Iglesia accedía a ese puesto. Este recibió el encargo de destruir todos los libros que no se adecuaran al dogma. ¡Y Dios sabe que los había! O tal vez no lo sepa.

Por fortuna, los alejandrinos, desde los tiempos de Cleopatra, tenían la vieja costumbre de embaucar poco a poco a sus amos extranjeros, que embriagados por la gloria de suceder a tantos personajes de prestigio se abandonaban a la agradable indolencia de estas tierras acunadas por el rumor del mar, a su recogimiento, a su lujo también. ¿Tuvo algo que ver en ello la graciosa silueta de Hipatia, que paseaba bajo los peristilos del Museo transformado en basílica? En cualquier caso, el abate bibliotecario jamás cumplió su misión destructora. Por lo demás, tenía poco que temer de Teófilo: éste estaba más a menudo en Constantinopla que en su obispado. Creía, en efecto, haber erradicado definitivamente el paganismo de la ciudad a costa de sangre y destrucción, y la emprendió a continuación con quienes consideraba sus verdaderos enemigos, cristianos como él, pero heréticos que no tenían la suerte de pensar por completo según sus normas.

Por entonces, en el desierto egipcio vivía en la mayor austeridad una comunidad de monjes que seguía los principios del sacerdote Juan Boca de Oro. Teófilo sentía por ese verdadero santo un odio feroz. A la cabeza de sus soldados, se dirigió al apacible retiro de los eremitas y los obligó a huir, no sin haber matado a alguno.

Pasaron diez años. Teón murió de vejez y pesadumbre. Entonces estalló, como estalla un escándalo, el genio de Hipatia. Tenía veinticinco años y estaba en lo más lucido de su edad. Alta y esbelta, parecía sin embargo incómoda con su cuerpo. Sus andares, como dificultados por su alta talla, tenían la gracia torpe y enérgica de un niño que ha crecido demasiado. De su rostro, fino y pálido, brotaba una luz extraña que deslumbraba a los hombres, les fascinaba y atemorizaba.

Hipatia lo tenía todo para atraer las iras de la Iglesia cristiana: mujer, hermosa, sabia y libre. Si hubiera sido reina o cortesana, aquello habría sido perdonable. Pero no, para colmo era virtuosa. De modo que los hombres, desconcertados, la decretaron virgen. Eso les tranquilizaba. Ella, para protegerse de sus ataques, se había casado con el oscuro filósofo Isidoro, que la seguía a todas partes. Pero esta unión no engañaba a nadie, pues Isidoro no ocultaba que llevaba su veneración por Sócrates hasta el extremo de imitar su inclinación por los muchachos jóvenes.

Al principio, la hermosa Hipatia se había limitado a permanecer a la sombra de su padre, ayudándole en sus trabajos de astronomía y de música. Sin embargo, se comenzó a murmurar que había superado al león desde hacía mucho tiempo y que era la verdadera autora de las obras paternas. Pronto no cupo duda alguna de su talento personal para las matemáticas, cuando publicó, uno tras otro, el
Canon astronómico
, un
Comentario sobre la aritmética
de Diofanto y otro sobre el
Tratado de los cónicos
de Apolonio de Pérgamo. Eso acabó de convencer a sus colegas de que Hipatia no era ya una mujer, sino un puro espíritu consagrado por entero a la especulación abstracta. Pero ella les demostró que estaban equivocados al fabricar con sus propias manos astrolabios e hidroscopios de una perfección nunca igualada. Luego aún hizo más. Para confirmar de una vez por todas que era hija de sus propias obras, escribió una respuesta muy polémica a una edición póstuma de un comentario de su padre sobre la
Composición matemática
de Tolomeo. Para hacerlo, se atrevió a apoyarse en el
Tratado de las distancias del Sol y de la Luna
de Aristarco de Samos, que ella había encontrado en los polvorientos fondos de la Biblioteca. Naturalmente, sus colegas lanzaron gritos de indignación y obligaron al sacerdote encargado del Museo a exhumar un viejo decreto olvidado del fundador Demetrio de Palero que prohibía entrar en el Museo a las mujeres, a excepción de las cortesanas destinadas al solaz de sus sapientes pensionistas.

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