El ser de pesadilla alargó un brazo increíblemente largo y nudoso y arrancó de un tirón el manojo de llaves que sostenía el pálido Jules. Las manoseó con torpeza un instante, produciendo un escalofriante tintineo al chocar contra el metal unas uñas negras de cinco centímetros de largo. Por fin encontró lo que buscaba y abrió la celda de los prisioneros.
Flint y Tanis salieron al corredor. El troll señaló el calabozo y lanzó un gruñido. De inmediato, los dos guardias se metieron corriendo en él. El monstruo cerró de un portazo y echó la llave.
Tanis y Flint corrieron hacia el cuarto de guardia. El troll los siguió con zancadas bamboleantes y tuvo que doblar casi en dos el inmenso corpachón para pasar por el hueco de la reja. Se dirigió a un rincón para ponerse fuera del alcance de la vista de los soldados y sufrió una nueva transformación; esta vez apareció Tas en persona. La reja quedó bien cerrada y las llaves colgadas en la clavija de la pared.
—Aquí tenéis —dijo Tas, mientras recogía las armas de sus amigos de detrás del banco.
Tanis soltó un suspiro de satisfacción y se colgó su arco al hombro. Flint metió su desgastada hacha en la correa adosada a su cinturón y palmeó el arma con afecto, como si le diera la bienvenida al hogar. El semielfo avanzó con cautela y se asomó por la puerta principal.
—Vía libre —dijo—. Intentemos actuar como si no acabáramos de fugarnos de la prisión. Y tú, Tas, deja de sonreír de oreja a oreja.
El trío salió a la brillante luz del sol, con las manos metidas en los bolsillos. Cruzaron a paso vivo el patio, en dirección al acceso interior, y desde allí a la puerta principal de la muralla. En pocos minutos, se encontraban a salvo al otro lado del puente y se encaminaban hacia las montañas.
Criaturas con alas de fuego
—¡Tasslehoff, cabeza de chorlito! —bramó Flint, mientras volvía sobre sus pasos por la orilla nevada, esquivando matojos, baches y pedruscos—. ¿Qué demonios haces subido en ese témpano de hielo flotante? ¡Vas en dirección contraria! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
—Me encantaría —gritó Tas, para hacerse oír sobre el estruendo del torrente—, pero no tengo muy claro cómo hacerlo.
Fue de un extremo a otro de la pequeña plancha de hielo y se asomó por el borde, calculando a ojo la profundidad del agua y la distancia hasta la orilla, mientras flotaba corriente abajo.
Habían seguido el curso del arroyo montaña arriba y, la medida que avanzaban, el paisaje se fue tornando de manera gradual del verdor de la primavera al hielo y la nieve del invierno. Tasslehoff se había acercado al arroyo para beber un trago de agua, pero lo que parecía terreno firme bajo sus pies, resultó ser un trozo de hielo suelto, cubierto de nieve. Lo descubrió cuando, en medio de crujidos, se desprendió de la orilla.
—Es una pena que se me hayan pasado los efectos polizor…, polimor…, bueno, como se llame lo que hace esa porción que bebí para transformarme en pájaro. Entonces podría salir volando de esta cosa —les dijo el kender, ni poco ni mucho preocupado—. ¿Os conté que me convertí también en una mosca y a continuación en un ratón y caí de la tela donde una araña enorme y peluda intentaba darse un festín conmigo? —Tas se frotó el muslo al recordar el golpazo que se había dado contra el suelo.
—¡Se llama polimorfismo! ¡Y nos lo has contado unas mil veces! —chilló Flint entre resoplidos, a causa de los esfuerzos que hacía para no resbalar en la nieve amontonada mientras mantenía la misma velocidad del témpano—. Lo digo en serio, Tasslehoff. Deja de hacer el payaso y bájate de ahí.
—Flint —llamó Tanis, que brincaba con agilidad en pos del enano, a pesar de hundirse hasta la rodilla en la nieve—, me parece que esta vez Tas no está jugando. —Después agregó en voz baja:— Puede que tampoco se haya dado cuenta, ya que no se asusta por nada, pero está en peligro.
—Por Reorx —gruñó el enano, que se detuvo y cruzó los brazos sobre torso—. Merecería que lo dejáramos en la estacada, por causarnos tantos problemas.
Tanis se paró también y se puso en jarras.
—¿Como cuando nos sacó del calabozo? —preguntó con ironía.
Flint frunció el entrecejo.
—Me refería a todas las veces que cogió el brazalete, que fue lo que dio pie a toda esta pesadilla, pero admito que ha sido útil en ocasiones —rezongó, inclinando la cabeza—. Bueno, ¿qué hacemos ahora?
Ambos volvieron la vista hacia el kender, que se había frenado momentáneamente al quedar la plancha de hielo enganchada en unas ramas muertas, en el centro de la corriente.
—No lo sé —dijo Tanis, mientras se rascaba la cabeza—. Pero más vale que pensemos algo deprisa, porque el río se ensancha gradualmente corriente abajo, y me parece recordar que hay una pequeña catarata en la zona donde empezaba el terreno nevado.
Flint dirigió una mirada alarmada al semielfo. De pronto, Tanis chasqueó los dedos.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Busquemos una rama larga, que llegue hasta el témpano; que la coja y lo arrastra remos de vuelta a la orilla.
Flint subió y bajó la canosa cabeza en un gesto de asentimiento y luego se unió al semielfo en la apresurada búsqueda de una rama lo bastante larga y sólida para sus propósitos. Por su parte, Tasslehoff no estaba «haciendo el payaso», pero tampoco estaba descontento con el curso de los acontecimientos. Deslizarse corriente abajo encaramado en una plancha de hielo que se mecía sobre el agua, le recordaba los buenos ratos pasados haciendo «esquí-puerta», el deporte invernal preferido por la intrépida raza kender. Allá, en su Kendermore natal, con la primera nevada copiosa, kenders jóvenes y viejos desmontaban las puertas de sus casas, se montaban de pie en ellas, y se lanzaban pendiente abajo, por las nevadas laderas. Los más osados gustaban de hacer esquí-puerta por escaleras cubiertas de nieve, ya que muchos de los edificios de Kendermore carecían de tejados o paredes, lo que permitía que en el interior hubiese una profundidad de nieve aceptable. Los más atrevidos practicaban el descenso por edificios de varios pisos con tejados a distintos niveles. Las autoridades habían recomendado el cese de esta modalidad, ya que muchos transeúntes —por no mencionar a los deportistas del esquí-puerta—, habían sufrido conmociones o fracturas graves con los encontronazos, y las estructuras de las casas adyacentes habían quedado irremediablemente dañadas.
El recuerdo de un amigo de la infancia, con el copete ondeando al viento mientras salía despedido de uno de esos edificios, hizo que Tas suspirara, embargado por la nostalgia. Hacía años que no estaba en su tierra para practicar esquí-puerta. Y este témpano, aunque vagamente similar, se deslizaba bastante más despacio que una puerta bien encerada por una pendiente inclinada.
—Tasslehoff, agarra la rama y te arrastraremos hasta la orilla —chilló Flint.
Tas vio al enano agachado en la ribera de la izquierda, un poco más abajo de su posición, tendiéndole una rama larga y delgada. Tanis estaba detrás de él, dispuesto a emplear su fuerza muscular en la tarea.
—¡Date prisa, antes de que me sobrepases! —gritó Flint—. ¡Además, no puedo sostener la rama de manera indefinida!
Tas gateó hasta el borde del témpano y extendió la mano hasta donde le era posible, pero aun así había varios palmos de distancia entre él y la rama. Estiró al máximo los dedos hacia la fina punta del palo. La corriente condujo el témpano un poco más cerca de la orilla. Si consiguiera tocar con los dedos esa punta… Se retorció hacia un lado para extender el alcance del brazo, observando por el rabillo del ojo, atento al momento que se presentara la menor oportunidad.
¡Notó el roce de la corteza en las yemas de los dedos! Excitado, el kender cerró la mano en torno a la rama y apretó con fuerza. Flint y Tanis prorrumpieron en vítores.
—No la sueltes, Tas —animó Flint mientras empezaba a tirar de la rama hacia sí, palmo a palmo.
—¡No lo haré!
De repente, el suelo en el que se apoyaba el enano cedió en medio de un sonoro crujido y se soltó de la orilla. El inesperado tirón hizo que Flint propinara un tirón de la rama. Vieja y seca tras pasar el invierno en el suelo del bosque, la madera se partió en dos. Tas, cogido por sorpresa, dejó caer la rama al agua, donde desapareció entre otros témpanos flotantes. Flint se las arregló para no soltar la parte que agarraba, pero por desgracia era un trozo de apenas un palmo.
—¡Flint, la catarata! —advirtió a gritos Tanis, desde la orilla.
Flotando a la deriva sin poder remediarlo, como el kender, el enano miró hacia adelante y vio la cercana cascada. Se oía el estruendo del agua al precipitarse en una caída de varios metros.
—¡Maldita sea! —bramó, mientras arrojaba el inútil palo con rabia. Nunca se podía esperar nada bueno del agua, pensó malhumorado.
Tanis se puso las manos sobre la boca a guisa de bocina para hacerse oír sobre el fragor de la corriente.
—¡Flint, Tasslehoff, tumbaos boca abajo y agarraos al borde del hielo! —El semielfo sabía que era muy remota la esperanza de que no se estrellaran contra el fondo rocoso, pero eso era mejor que nada.
—¿Qué? —chilló Tas, a la vez que volvía la puntiaguda oreja hacia donde Tanis se encontraba en la nevada orilla.
—¡He dicho que…! ¡Oh, mirad! —El semielfo se tumbó sobre el estómago con los brazos extendidos para hacerse entender.
La catarata estaba a menos de tres metros.
Flint ya se había tendido sobre el hielo cuando, por fin, Tasslehoff comprendió el mensaje de Tanis. Se tiró a toda prisa boca abajo, con los brazos y las piernas extendidos en cruz; de pronto vio algo cernido en el aire, a espaldas de Tanis. Estrechó los ojos, perplejo. ¿Llamas? ¡Sí, unas inmensas lenguas de fuego! ¿Se había prendido fuego Tanis?
Entonces el kender atisbo algo que incluso a él le resultaba difícil de creer: tres criaturas humanoides —de talla baja, vestidas con túnicas sencillas, pantalones y botas— que tenían en la espalda alas de fuego. Tas parpadeó dos veces y volvió a mirar. Allí seguían.
—¡Eh! —gritó excitado, mientras se incorporaba de un salto y empezaba a brincar sobre el témpano al tiempo que señalaba—. ¡Tanis, Flint, mirad! ¡Hay unos…, ay!
La frase de Tasslehoff quedó literalmente cortada cuando la sorpresa hizo que se diera un doloroso mordisco en la lengua. Unas manos pequeñas pero fuertes lo cogieron por las axilas y lo alzaron del témpano, justo en el mismo momento en que la placa de hielo alcanzaba el borde de la catarata. Dirigió la vista hacia abajo, más allá de sus piernas colgantes, y observó que el témpano se estrellaba contra las puntiagudas rocas del fondo y después desaparecía bajo las rugientes aguas. Sintió que lo encumbraban en el aire más y más alto, hasta que se encontró por encima de las copas de los árboles. Olvidó lo cerca que había estado de morir ante la excitante experiencia del vuelo.
Por fin Tasslehoff alzó la vista y se encontró con un rostro pequeño y afilado, con ojos almendrados y cabello cobrizo y rizado entre el que asomaban unas orejas puntiagudas. Los ojos de Tas se dirigieron fascinados hacia las ondeantes alas de fuego que asomaban sobre los hombros delicados de la criatura.
—¿Qué eres? —preguntó el kender, con los ojos brillantes por la curiosidad—. ¿Son alas de verdad, o son sólo llamas? Supongo que si estuvieras prendido fuego no tendrías tiempo de ir por ahí rescatando a la gente de témpanos flotantes, ¿verdad?
—Yo una vez me prendí fuego —continuó—. Para ser exacto, mi hermana pequeña me prendió fuego en un pie. Ello no me ayudó a volar, aunque he de admitir que corrí a gran velocidad para apagarlo. Pero eso no es lo mismo, ¿verdad? —Tasslehoff aguardó una respuesta de la extraordinaria criatura, pero en vano. Su rostro era una máscara de concentración mientras volaba con su carga hacia un destino desconocido.
—Ah, no entiendes el Común, ¿eh? —fue la conclusión de Tas—. No importa. No todas las razas son lo bastante inteligentes para dominar esa lengua. Sin embargo, no se me ocurre cómo vamos a comunicarnos. Oye, hablo un poco el Troglodita…, casi con fluidez —dijo el kender con orgullo—. Aunque sería incapaz de leer una sola palabra de ese lenguaje. —Frunció el entrecejo—. A decir verdad, no creo que el Troglodita se escriba.
El rostro de la criatura se tornó más circunspecto.
—Hablo y leo seis lenguas, como todos los faetones —repuso por fin con actitud altanera—, si bien los chasquidos y silbidos que pasan por ser un lenguaje entre la patética raza de los trogloditas no es una de ellas.
Dicho esto, el faetón cerró la boca con gesto firme.
—¿Dónde vamos? —inquirió con inocencia Tasslehoff. Había reparado en que, no muy lejos, otra criatura alada transportaba a Tanis sobre las copas de los árboles y, más allá, otras dos cargaban con el orondo enano, quien al parecer se debatía para soltarse; una actitud tonta, en opinión de Tas. El faetón que llevaba al kender hizo caso omiso de la pregunta y no le facilitó más información.
Al comparar este viaje con los que había hecho bajo la forma de pájaro, Tas llegó a la conclusión de que volar gracias a las alas de otro no era ni por asomo tan interesante como hacerlo con las propias. Su visión era menos penetrante que la que tenía al ser un gorrión, aunque estaba más familiarizado con el funcionamiento de sus propios ojos. De todos modos, una cosa era indiscutible: casi cualquier ser veía mejor que una mosca.
Se dirigían hacia la parte alta de las montañas, donde la nieve era profunda y los árboles escaseaban. Una brisa cortante silbaba en los oídos de Tas, haciéndole pensar en el aliento helado de un gigante. El ruido del aire, al mezclarse con el batir de las alas llameantes, le recordaba el de una tela sacudida por el viento.
A Tasslehoff empezaban a dolerle las axilas por la fricción de su peso en las manos del faetón. Se retorció un poco con intención de aliviar la tensión, pero la criatura alada apretó aún más los dedos y le dirigió una mirada ceñuda.
Después de lo que al impaciente kender le pareció una eternidad, se aproximaron a la ladera de una montaña. Tasslehoff supuso que se elevarían, decrecerían la velocidad y aterrizarían en algún claro. Pero el faetón no hizo nada de esto, sino que voló directamente hacia la escarpada ladera a una velocidad amedrentadora incluso para el intrépido kender. ¿Dónde iban a aterrizar? Allí no había otra cosa que rocas afiladas y escabrosas. ¿Acaso el faetón intentaba estrellarlo contra las piedras? Tas desechó tal posibilidad, ya que la criatura podría haberlo dejado caer hacía mucho tiempo, e incluso no haberse molestado en cogerlo del témpano. Llegó un momento en que Tas fue incapaz de contenerse.