El incorregible Tas (29 page)

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Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

BOOK: El incorregible Tas
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Era un ritual que había realizado en incontables ocasiones antes de invocar a Hiddukel. Cada encuentro con el mordaz dios era una pugna de voluntades, pues Hiddukel era el soberano inmortal de los contratos. Cualquier cosa dicha en una conversación con él, por muy insignificante que pareciese, podía convertirse en una atadura para toda la eternidad. Balcombe había comprendido hacía tiempo que toda precaución era poca cuando se negociaba con semejante ser.

Sintiéndose despejado y vigorizado, el hechicero se apartó de la mesa de trabajo y se dirigió hacia una especie de bargueño que estaba en un rincón del cuarto. El interior del mueble tenía dos estanterías, una arriba y otra abajo, y una serie de cajones pequeños en el centro. Balcombe tiró de uno de los cajones y lo sacó del todo. Luego metió la mano en el hueco y extrajo una cajita, cuadrada y completamente cerrada, fabricada con pizarra muy pulida, de unos cinco centímetros de lado. A continuación sacó otro de los cajones y abrió un panel disimulado en la parte posterior; cogió una minúscula llave de bronce que había en el compartimiento secreto. Tomó otra vez la cajita de pizarra y le dio vueltas hasta encontrar el lado que buscara. Mientras pasaba con cuidado la llave de bronce sobre ese lado, apareció en él una impresión con la forma de la llave y Balcombe introdujo ésta en la muesca. De manera instantánea la cajita se abrió por los cuatro costados ir dejó a la vista un saquillo pequeño, de terciopelo azul marino.

Balcombe alzó con cuidado el saquillo, que en apariencia estaba vacío. Lo más llamativo de la pequeña bolsa era el cierre, formado por seis diminutas manos de acero que se mantenían firmemente cerrada. El hechicero pronunció las palabras
«buldi vetivich
», con las que se anulaban las protecciones mágicas, y las seis manos diminutas desaparecieron.

Con un cosquilleo de excitación, Balcombe volcó el supuesto saquillo vacío, del que cayó un rubí del tamaño de un puño, tallado a la perfección. Sostuvo la gema frente a la luz de una de las muchas velas encendidas y observó el asustado rostro juvenil, apenas distinguible tras las rojizas facetas de la gema, que miraba a un lado y a otro, intentando en vano atisbar lo que ocurría más allá de su prisión mágica.

Todo había resultado muy fácil gracias al caballero y su hijo, y sobre todo al irreflexivo Delbridge, que al revelar el plan secreto había proporcionado una coartada a todos, salvo a sí mismo. Colocar la gema entre las sábanas de Rosrevor cuando, supuestamente, ejecutaba los sortilegios de forma, fue un juego de niños. En el momento en que el barón rozó la gema, fue arrastrado a su interior y quedó atrapado como un genio en una botella. Cuando Balcombe levantó los conjuros protectores a la mañana siguiente, no tuvo más que guardarse el rubí en un bolsillo sin que nadie lo advirtiera. Todos estaban demasiado preocupados con la inexplicable desaparición del joven para darse cuenta de su maniobra.

Sin embargo, atrapar un alma no era tarea sencilla, incluso para un hechicero de la talla de Balcombe. En primer lugar, el mago tenía que procurarse el receptáculo, que tenía que ser una gema de extraordinario valor, pues En caso contrario se rompería cuando el alma fuera introducida a la fuerza en ella. A continuación era preciso embrujar la gema, haciéndola receptiva a los efectos mágicos.

Después, el hechicero tenía que crear un laberinto encantado en el interior de la gema, formando de ese modo una prisión capaz de contener un alma. Todos estos pasos eran absolutamente prioritarios antes de llevar a cabo el hechizo que atraparía el alma, y era un ritual que Balcombe tenía que realizar cada vez que buscaba una víctima para satisfacer el hambre de Hiddukel.

De hecho, hambre no era la palabra adecuada. Balcombe se preguntó, como hacía a menudo, cuál era exactamente el uso que Hiddukel daba a las almas que le proporcionaban sus seguidores. ¿Las consumiría como una especie de alimento, o el dios estaba más allá de la necesidad de nutrirse en cualquier sentido? Tal vez los convertía en esclavos de algún reino de pesadilla inimaginable para un ser mortal. O, lo que para Balcombe era la posibilidad más interesante, quizás Hiddukel los usaba como una especie de moneda de cambio en sus tratos con otros seres aún más despreciables que él mismo. En cualquier caso, a Balcombe no le importaba lo que ocurriese con las almas, su curiosidad era meramente teórica.

El hechicero vaciló y contempló durante varios minutos la enorme gema de pesadilla antes de buscar algo en los bolsillos de su túnica negra. Aborrecía las conversaciones con Hiddukel. Aun así, era el único medio para conseguir lo que ansiaba.

Las puntas de los dedos del mago rozaron la leve, casi imperceptible costura situada un poco más arriba de la parte izquierda del pecho. Le dio cuatro golpecitos, dos rápidos seguidos de dos lentos. El bolsillo secreto, obra de la magia, se abrió, y el hechicero extrajo de él una moneda grande de oro, fría al tacto. Durante cierto tiempo, después de haber recibido el conducto para entrar en con tacto con el maligno dios Hiddukel del remolino de hojas otoñales en el bosque de Wayreth, lo había guardado negligentemente junto con otras monedas. Hasta aquel horrible día en que estuvo a punto de pagar con ella, sin darse cuenta, un pollo en el mercado local. Por primera vez pensó en las posibles consecuencias de una actitud tan descuidada. Esa misma tarde había creado un bolsillo secreto en su túnica; a partir de entonces, la moneda no se había separado de su persona ni un solo momento. Balcombe alargó la mano hacia la vela encendida que tenía más cerca, sobre el bargueño, pero vaciló otra vez. Examinó la moneda que sostenía entre los dedos. Cada una de las dos caras tenía una personalidad distinta, cosa que en principio le había resultado fascinante y útil por igual. A menudo, un acuerdo imposible de conseguir con una de las caras, había sido del agrado de la otra. El hechicero cambiaba a menudo a una u otra cara durante una conversación, pero cada vez encontraba ambos aspectos de Hiddukel más odiosos, y sus exigencias, intolerables. Por fin, tras elegir el rostro más severo, Balcombe sostuvo la moneda por el borde, entre el índice y el pulgar. Muy despacio, la pasó sobre la llama de la vela, sintiendo como el metal se ponía caliente de manera paulatina, hasta el punto de sentir que le quemaba las yemas de los dedos. Justo cuando el calor alcanzaba una temperatura deliciosamente intolerable, el rostro de la moneda cobró vida de manera repentina. La boca animada se abrió y la llama pasó a través del agujero; los ojos se abrieron y recorrieron la habitación hasta detenerse en Balcombe.

—¡Tú! ¡Estaba en mitad de una transacción extraordinaria! —bramó el semblante severo—. Aún no es el momento del ciclo lunar para llevar a cabo tu entrega habitual. Dime ahora mismo para qué me has llamado, o te desollaré y dejaré que los demonios te chupen la médula de los huesos!

—No, no lo harás —respondió Balcombe, que hacía tiempo había aprendido que Hiddukel valoraba más las bravatas que un razonamiento convincente—. Todavía me necesitas para que te provea de almas.

—¡No necesito a ningún mortal! —bramó el encolerizado rostro.

Balcombe se llevó la mano mutilada al pecho en un gesto de burlona perplejidad.

—¿Acaso he estado equivocado todos estos años? Creía que los verdaderos dioses podían penetrar en Krynn sólo a través de símbolos como esta moneda, y desprovistos de sus poderes. Si, en efecto, puedes entrar en este mundo a recoger almas por ti mismo —dijo, adoptando una actitud fanfarrona—, estaré encantado de declarar anulado nuestro compromiso y cesar la entrega de almas.

—¡Nuestro acuerdo finalizará cuando yo lo juzgue oportuno! —Ambos rostros de la moneda soltaron una carcajada entrecortada que resultaba molesta por la falta de sincronización—. Además, ¿te atreves a llamar almas a esas cosas patéticas que me has enviado últimamente? Perros rabiosos o goblins satisfarían mejor mis necesidades. Te estás acercando peligrosamente a una sanción por incumplimiento de contrato, humano.

Balcombe se obligó a mantener un tono tranquilo y firme.

—¿Cuántos cuerpos y almas que merezcan la pena crees que pueden desaparecer sin llamar la atención en una ciudad del tamaño de Tantallon? Cojo lo que está a mi alcance.

—¡Tus mezquinos problemas no son de mi incumbencia, mago! —Los ojos del dios parecían a punto de salirse de las órbitas—. He hecho de ti lo que eres, y a cambio no es mucho lo que pido.

—En tal caso, te complacerá en extremo saber lo que te tengo preparado en esta ocasión.

El enorme rubí lanzó unos destellos rojizos al reflejar la luz de una antorcha de la pared. Balcombe se mordió los labios, arrebatado por el éxtasis, y acarició la superficie facetada de la gema antes de alzarla frente a la moneda.

—Ya he visto gemas con anterioridad, mago. —La expresión de Hiddukel era tormentosa—. ¿Por qué me haces perder el tiempo con tus juegos?

—Mira dentro, mi señor —dijo con suavidad Balcombe, acercando más la prisión encantada a la cara de la moneda. El disco dorado se volteó por sí mismo sobre la palma de la mano del mago y el astuto rostro de Hiddukel escudriñó las profundidades de la gema.

—Veo el semblante de un joven bien parecido. No es distinto a otros que me has enviado y no me revela nada acerca de su alma —comentó con escepticismo.

—Ah, pero míralo a los ojos. Ese rostro no es el de un vulgar remendón o un pordiosero. Es Rostrevor, el único vástago de lord Curston. Educado con el Código y la Medida de los Caballeros de Solamnia, su alma es tan pura como un arroyo de montaña. Apostaría que hay pocas más inmaculadas en todo Krynn. —Hizo una pausa efectista—. Y te la entregaré… —Incluso el lado taimado de Hiddukel apenas lograba disimular su ansiedad ante semejante perspectiva—, a cambio de un último favor.

—Recuerda quién es el amo aquí.

—Nunca lo he olvidado. —La mirada de Balcombe sostuvo la de la cara de la moneda sin vacilación. «No muestres la menor debilidad», se exhortó a sí mismo—. Durante diez años te he servido con lealtad, entregándote almas a cambio de la vida que me devolviste. Juraste que me ayudarías a tomar cumplida venganza por el trato que me dieron en la Torre de la Alta Hechicería durante la Prueba. Ahora quiero ver cumplida esa promesa. Otórgame el puesto de Ladonna en el Cónclave de Hechiceros.

—¡Eso es imposible! —Hiddukel estaba escandalizado.

—Nada es imposible para un dios.

Hiddukel comprendió que estaba a un paso de caer en una trampa; la faz de la moneda reflexionó en silencio.

—Eres un dios del Mal, y Ladonna es la portavoz de los túnicas Negras. Enfócalo de ese modo. —Balcombe sostuvo la gema frente a los ojos de Hiddukel otra vez; el rubí lanzó unos destellos escarlatas que se proyectaron sobre las paredes.

—¿Cuándo?

Balcombe refrenó una sonrisa gozosa.

—Invocaré tu presencia desde el templo, como de costumbre. Entonces realizaremos el intercambio.

La moneda se volteó de nuevo y mostró el rostro desafiante.

—¡Se requiere cierto tiempo para prepararlo! Ladonna no es estúpida.

—Pero no es contrincante para un dios, imagino. —Las palabras escaparon de sus labios de manera irreflexiva, y Balcombe se quedó sin aliento ante su propio descaro. ¿Se había extralimitado, había subestimado la arrogancia de Hiddukel ahora que estaba tan cerca de lograr su propósito?

—Controla tu lengua, mortal —advirtió la moneda con un tono duro—. No se me encoleriza con facilidad, pero pus provocaciones están acabando con mi paciencia. No estoy en deuda contigo, sino al contrario. Y, mientras sea así, todo cuanto te he concedido te puede ser arrebatado, incluida tu vida. Piénsalo bien antes de poner otra vez mi poder en tela de juicio.

Balcombe nunca había puesto a prueba los poderes de Hiddukel en Krynn, pero lo que había visto en el pasado era impresionante. Sabía que era más que posible que Hiddukel cumpliera su amenaza, si no directamente, sí por mediación de otros seguidores. Poca gente adoraba abiertamente al astuto dios de los pactos, pero Balcombe tenía buenas razones para suponer que muchos, al igual que él mismo, servían a Hiddukel en secreto. Más de una vez en el pasado, Hiddukel había exigido que le entregara el alma de una persona específica. Aun cuando el dios nunca se lo había dicho abiertamente, Balcombe estaba seguro de que tales víctimas eran también seguidores de Hiddukel que habían contrariado o traicionado al dios. La idea de que semejantes asesinos anduvieran tras él al acecho produjo a Balcombe un escalofrío; sobre todo, si ello significaba que su alma le sería arrebatada para dejarla al arbitrio del maligno dios.

—Te pido disculpas, Hiddukel. Pensar que mi venganza estaba tan próxima me ha hecho hablar de un modo irrespetuoso y exigente. Sabes que te he servido con lealtad durante diez años. Sólo te pido lo que me prometiste.

—Considera lo que significaría para ti tener a un siervo leal en una posición tan encumbrada como es el Concilio de Hechiceros —continuó—. Ello nos beneficiaría a ambos.

Balcombe sabía que el mejor modo de escudarse de la ira del dios era atraer su atención sobre otro asunto. En este caso, como siempre, el mejor señuelo era despertar su interés por lo que, después de las almas, Hiddukel anhelaba más: beneficios y poder.

—Desde luego —articuló el semblante jovial de la moneda—. He reflexionado mucho sobre tu caso durante estos años. Eres una inversión prometedora. —Pero entonces la moneda se volteó otra vez y mostró el rostro severo. Balcombe sabía por experiencia que esto significaba que el trato iba a ser peliagudo. La faz adusta imponía acuerdos mucho más duros que la cara jovial, pero también negociaba objetivos de mayor envergadura.

—Sin embargo, no concibas falsas esperanzas —continuó con aspereza—. Hay otros que ansían también el puesto de Ladonna. Algunos han hecho más merecimientos que tú. Unos son más leales y otros más respetuosos. Y no hay que olvidar a la propia Ladonna. ¿Por qué habría de favorecerte por encima de los intereses de cualquiera de ellos?

Como ocurría siempre que hablaba con Hiddukel, la mente de Balcombe reaccionó con prontitud, perspicacia y resolución.

—Puede que otros ansíen el puesto, pero a mí se me prometió venganza. Ambos sabemos que, una vez acordado, debes mantener las condiciones del contrato. He sido paciente, Hiddukel, pero llevo esperando muchos años. Y ahora te traigo un alma como no has visto otra igual en mucho tiempo.

La moneda se anticipó a Balcombe antes de que pudiese añadir algo más.

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