—¿Te conozco…? Sí… ¿Qué haces en mi carro? —Hizo un gesto de dolor y se llevó la mano a la cabeza; se estremeció al ver la sangre—. Cielos benditos, me siento como una salchicha. ¿Qué ha ocurrido?
—Esperábamos que tú nos lo explicaras —dijo Tanis, que se había agachado junto a él. Tendió a Flint una tira de tela y empapó la sangre del suelo del carro con otro pedazo de trapo.
—No estoy seguro… Aguardad… Lo último que recuerdo es que estaba en la tienda de bebidas. Celebraba algo… Bebí demasiado de esa porquería que estropea el estómago… —Se frotó las sienes—. ¡Eso es! Tuve un buen día de ventas, gracias a…, al brazalete.
—Es por esa joya por lo que estamos aquí —lo interrumpió Flint—. ¿Dónde la tienes?
—Oh, sí, el kender… —Todavía aturdido, Gaesil sacudió la cabeza para aclararse las ideas y el punzante dolor le hizo soltar un gemido—. Te lo habría dado en el puente si hubiese sabido quién eras… Lo tengo aquí, en la muñeca, para mayor seguridad. —Gaesil se tanteó el brazo derecho. Sus ojos asumieron una expresión desconcertada que enseguida dio paso a otra de preocupación—. ¡Vaya, pero si estaba aquí mismo!
Los ojos de Flint se estrecharon en un gesto de desconfianza.
—¿Dónde lo tienes? —Sus manos tantearon ambos brazos del hombre—. ¡Estás mintiendo!
—Espera, Flint —intervino con suavidad Tanis—. Su desconcierto parece sincero.
—¡Lo es! ¡Os lo juro! —La expresión del calderero cambió de manera repentina—. ¡Ahora lo recuerdo! ¡El bardo! ¡Ha sido él! Vino aquí anoche. Debió de golpearme en la cabeza y se llevó el brazalete.
—¿Y por qué iba a robar alguien un pequeño brazalete de cobre como ése? Sin duda tienes cosas más valiosas en tu carro —argumentó Flint, receloso. Gaesil adoptó un gesto desdeñoso.
—¿Crees que poseo algo más valioso que una joya con poderes mágicos? Mira a tu alrededor. Lo que ves es exactamente lo que parece.
—¿Qué poderes? —demandó el enano—. Ese brazalete no es mágico. ¿De qué demonios hablas? ¡Desembucha, hombre!
Gaesil se apartó con esfuerzo del regazo de Flint y se incorporó.
—La verdad es que no sé cómo explicarlo. De repente, y sin previo aviso, se pone caliente, casi quemando, y entonces, un instante después, descubres algo, como si acabases de recordarlo. Sólo que es algo que no sabes con anterioridad, ¡porque todavía no ha ocurrido! Es muy raro.
—¿Quieres decir que tienes alucinaciones? —preguntó desconcertado Tanis.
El calderero sacudió la cabeza.
—No… Bueno, más o menos. Me refiero a que es como un recuerdo, pero no del pasado, sino que está por suceder. A veces es como una visión, algo que ves en tu mente. En ocasiones es extensa, y otras veces es sólo una imagen o idea. Pero, en cualquier caso, acaba por hacerse realidad poco después de haberlo visto.
—¿Un brazalete que hice predice el futuro? ¡Bah! —Flint resopló con desdén y puso los ojos en blanco, como si esa idea le pareciera algo estúpido.
—Te apuesto que sí —intervino Tasslehoff desde la puerta. Había regresado con el agua y se había detenido en el umbral, escuchando—. Hola, Gaesil. Siento lo de tu cabeza. Pero a mí me ocurrió lo mismo… Me refiero a que vi el futuro. Una de las veces vi una araña dentro de mi bolsa antes de abrirla. Menos mal. Y después fue aquel pequeño y desagradable encuentro con los goblins… —Tas se lanzó a relatar a Tanis y a Flint lo ocurrido cuando llevaba puesto el brazalete, antes de encontrarse con el calderero.
La expresión de Flint seguía siendo escéptica.
—Tú serías la última persona a quien daría crédito en una historia tan absurda, kender.
—Un momento, Flint —lo interrumpió de nuevo Tanis, mientras se rascaba la mejilla—. ¿No dijiste que esa mujer, Selana, te entregó unos componentes especiales para mezclarlos con el metal? ¿Unos componentes que jamás habías visto hasta entonces? Tú mismo comentaste que actuó de una manera muy misteriosa con sus requerimientos y que fue muy reservada acerca de sí misma. Esto explicaría por qué te pagó con tanta largueza.
El enano ya no pudo negar la evidencia. Se sentó y apoyó la cabeza en las manos.
—¿Y ahora qué hago? El asunto ya era bastante peliagudo cuando creía que había perdido un brazalete corriente. Pero, si esa cosa hace lo que decís, su pérdida va a disgustar más aún a Selana de lo que imaginaba.
—¿Una mujer, dices? —preguntó Gaesil—. Una mujer de aspecto raro, de piel muy blanca y unos increíbles ojos de color azul verdoso estuvo ayer en el puesto. Te buscaba. Pareció alterarse mucho cuando le dije que te habías marchado.
—¡Oh, dioses, es ella! —gimió Flint mientras se propinaba tirones del canoso cabello—. ¡Tengo que encontrar el brazalete antes de que ella dé conmigo! —Se volvió hacia Gaesil—. ¿Te dijo dónde se hospedaba? ¿O si pensaba volver al tenderete? ¿Estaba muy enfadada?
—Olvídate de ella —intervino Tanis—. ¿Cómo te propones recobrar el brazalete si lo ha robado alguien a quien no se puede seguir la pista ni identificarlo?
—Estoy seguro de que fue el bardo —afirmó con seguridad Gaesil—. Y me temo que yo mismo me lo busqué. —Con el rostro arrebolado por la vergüenza, el calderero relató la conversación mantenida con el supuesto bardo, así como su descripción.
—No puede ser tan difícil encontrar a alguien que se llama Delbridge Fidington —comentó Tas.
—Difícil, no. Casi imposible, si no sabemos hacia adonde se dirigió —gimió Flint—. Además, un nombre tan raro como ése tiene que ser un seudónimo.
El enano empezó a pasear de un lado a otro del abarrotado carro. Sus fuertes pisadas hicieron que el vehículo temblara y que las herramientas y cacharros colgados de los costados chocaran entre sí.
—Tengo una vaga idea de hacia adonde pudo encaminarse —dijo Gaesil. Todos los ojos se volvieron hacia el hombre, que continuó—: Antes de que le mencionara lo del brazalete, me habló sobre lo difícil que es encontrar un trabajo estable como bardo. Luego dijo que se dirigía al norte, en busca de algún lugar donde no tuviera que actuar por una miseria y ante «gentuza».
—No hay más que hablar —anunció Flint—. Iremos hacia el norte. Y cuando coja a ese ladrón sinvergüenza, le voy a arrancar la cabeza a golpes.
Tanis agarró a su amigo por el brazo antes de que saliera por la puerta.
—No podemos salir de una manera tan precipitada, sin hacer planes. ¿Sabes siquiera adonde vas y cómo llegar allí?
—Voy al norte. —El enano enrojeció—. Y llegaré allí moviendo un pie detrás de otro, no quedándome aquí parado.
—El viaje durará días, Flint, quizá más —trató de razonar el semielfo con su amigo—. No podemos ponernos en marcha así, sin más. Hemos caminado durante toda la noche, no hemos comido, no tenemos provisiones ni equipo de ninguna clase.
Flint dio un puñetazo a la jamba de la puerta.
—Me es imposible permanecer ocioso, Tanis. El asunto ya era bastante importante antes y, ahora que sabemos que la magia está involucrada, lo es el doble. —Cerró los ojos y se estremeció al pensarlo. Los enanos sienten una desconfianza innata hacia cualquier cosa relacionada con la magia. Miró a su amigo por el rabillo del ojo—. Y, aunque no lo creas, pienso decir unas cuantas cosas a un cliente que ha pasado por alto hacer mención a ese detalle. —Adoptó un gesto firme, resignado—. Aun así, soy un hombre de palabra. Si esa misteriosa mujer vuelve y no tengo el brazalete, o los componentes que me entregó o el dinero que pagó por adelantado, hasta un kender —dirigió una mirada hacia el abochornado Tasslehoff— comprendería que habría deshonrado mi buen nombre. Así pues, ¿qué propones que haga?
Tanis, que tenía que mantenerse un poco inclinado a causa del techo bajo del carro, meditó unos segundos.
—Iremos a casa, dormiremos unas horas, cogeremos comida y ropas de repuesto, y nos pondremos en camino.
—No, no podemos retrasarnos —se opuso el enano, sacudiendo la canosa cabeza—. Estoy de acuerdo en que necesitamos provisiones, pero nos pondremos en marcha de inmediato.
Ahora fue Tanis quien se opuso.
—¡Flint, estoy agotado! Ha sido una noche muy larga.
El enano le dio un pellizco en el brazo.
—Te has puesto fofo durante el invierno —se burló de su amigo—. Quédate en casa, bella durmiente, y disfruta de tu sueño, si no tienes más remedio. Pero yo me marcharé antes de que el sol asome por encima de las copas de los árboles, contigo o sin ti.
Suspirando, el semielfo se ajustó la banda de la frente anudando más fuerte las cintas.
—De acuerdo —aceptó, sabiendo sin ningún género de dudas que no lograría hacer cambiar de idea al tozudo enano—. Lo haremos a tu modo.
—Bien. —Flint movió la cabeza en un gesto satisfecho—. Ve a recoger lo que necesites y reúnete conmigo en mi casa dentro de veinte minutos.
Sin más preámbulos, los dos amigos salieron del carro y avanzaron a buen paso por el embarrado camino.
Tasslehoff, todavía ocupado en vendar la cabeza de Gaesil, echó una mirada impaciente en derredor, buscando algo con lo que sujetar la punta de la tela. Al no ver nada a su alcance, agarró la mano del calderero y se la colocó sobre el vendaje.
—Sujétalo —instruyó, antes de incorporarse y salir disparado por la puerta, en pos de los dos compañeros que ya se perdían de vista.
—¡Eh, espera! —chilló Gaesil, asomándose al umbral—. ¿Y qué pasa conmigo? —Su llamada no obtuvo respuesta y, poco después, se encontraba a solas, sin más compañía que la de
Bella
, que protestaba pidiendo su desayuno.
Tasslehoff alcanzó a Flint y a Tanis cincuenta metros más adelante.
—Chico, qué excitante es esto —parloteó—. ¡Una persecución! ¡Qué divertido!
El enano se frenó en seco en mitad de la calzada.
—¿Qué te hace pensar que vas a acompañarnos? Yo no te he invitado, y no quiero tenerte pegado a mis talones, así que ¡largo!
Pero el tenaz kender no estaba dispuesto a que lo dejaran fuera de la aventura.
—Me necesitáis. Tengo mapas del norte…, creo.
Flint miró a Tanis en busca de apoyo, pero no halló ninguno.
—Si tiene mapas, nos será de gran ayuda, Flint —opinó el semielfo.
—Para empezar, fueron sus mapas los que nos metieron en este jaleo. —El exasperado enano agitó los brazos—. Pero vale, que venga con nosotros. Invitemos a todos cuantos encontremos en el camino. Para cuando lleguemos a dondequiera que vayamos, seremos un ejército. Incluso podremos poner sitio a la ciudad. ¡Pero pongámonos en marcha de una vez! —gritó mientras echaba a andar de nuevo calzada adelante. No había dado dos pasos, sin embargo, cuando se frenó otra vez—. ¡Un momento! Pero ¿qué hago? ¡No puedo ir a casa! —Una expresión de pánico le cruzó el semblante—. Si Selana se encuentra en la ciudad, sin duda irá a buscarme allí. Sé que puedo pareceres un cobarde, pero me siento incapaz de dar la cara sin tener el brazalete. Sólo pido una oportunidad para arreglar las cosas antes. Tendrás que recoger mi equipaje, Tanis.
—Pero ¿y si me ve a mí? —objetó su amigo.
—Aprovecha lo que le contó el calderero. Dile que tuve que salir de la ciudad de manera inesperada y que estaré fuera unos días. O dile que me han raptado. ¡Me trae sin cuidado lo que le digas, pero mantenía alejada de mí!
Tanis se frotó la mejilla con gesto pensativo.
—No voy a mentirle, Flint. Sabes que no sé hacerlo. Necesitamos una historia mejor.
—Mira, en el fondo no es una mentira —suplicó el enano—. Salgo de la ciudad de manera inesperada durante varios días. Me marcharé ahora mismo y te esperaré en el camino, si ello te hace sentirte mejor.
Tanis se encogió de hombros y se dio por vencido.
—Con un poco de suerte, no me toparé con ella. Iré, pero tú tendrás que pasar por mi casa y recoger lo que necesito —dijo—. Me reuniré allí contigo cuando haya terminado. —El esbelto semielfo se dio media vuelta para marcharse, pero entonces giró otra vez y añadió:— Encontrarás comida de sobra en la alacena, pero no cojas esas horribles alubias que tanto te gustan —advirtió, a la vez que agitaba el índice frente a la nariz de su amigo.
—Nunca he visto la casa de un enano —dijo Tasslehoff, de quien se habían olvidado—. Iré con Tanis —decidió con actitud alegre.
Flint se volvió hacia el hombrecillo y lo golpeó con el dedo en el pecho.
—Oh, no. Ni hablar —se negó con tono enfático—. Lo último que me faltaba es tener a un kender bocazas de dedos ligeros fisgoneando en mi casa sin estar yo allí para vigilarlo. Así fue como empezó todo este jaleo. —Cogió el brazo de Tas con firmeza—. Te vendrás conmigo y así te tendré a la vista.
—Caramba, Flint —se ofendió el kender, cuyo rostro surcado de finas arrugas mostraba una expresión dolida, ceñuda—. Imaginaba que tú, mejor que nadie, sabría que mi corta estatura no significa que sea un chiquillo.
El semblante del enano se puso rojo como un tomate; miró a uno y otro lado mientras procuraba pronunciar unas palabras que no estaba acostumbrado a decir.
—Oh, muy bien. Lo siento —rezongó.
—Vale, no te preocupes —dijo el kender, con la peculiar e inigualable habilidad de los kenders para pasar de la tristeza a la alegría en un abrir y cerrar de ojos. Su rostro se iluminó al ocurrírsele otra idea—. Oye, ¿los enanos tenéis muebles pequeños en vuestras casas, o también tenéis que encaramaros a las sillas, como en cualquier otra parte?
Flint contuvo a duras penas uno de sus denuestos más contundentes, pero se conformó con dirigir al kender una mirada fulminante y llevarlo a empujones hasta la rampa más cercana que trepaba por un vallenwood.
—¡Muévete! —bramó. Echó una ojeada nerviosa por encima del hombro. Si Selana
seguía
en la ciudad (y, con la mala suerte que estaba teniendo últimamente, era más que probable que fuera así), Flint esperaba que, como hacía mayoría de los forasteros, se desplazara por el suelo y no subiera a las pasarelas colgantes. Aun cuando las pasarelas hacían las veces de calles y estaban consideradas como accesos públicos en Solace, los forasteros tenían la sensación de ser unos intrusos si deambulaban por ellas, ya que la mayoría conducía a casas particulares.
—¡Estos puentes colgantes son maravillosos! —exclamó Tas—. ¿Cómo los construisteis así, en alto? —Fue de un lado al otro de la pasarela, arrojando ramitas al vacío y observándolas mientras caían al suelo.
—¡Basta ya! —dijo Flint, conteniendo a duras penas el impulso de dar un cachete en las manos del kender, como si se tratara de un niño revoltoso—. Vas a golpear a alguien con esas ramas. Por algo se penaliza con una costosa multa a los que arrojan cosas desde las pasarelas.