El incorregible Tas (10 page)

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Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

BOOK: El incorregible Tas
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La había conocido unos años atrás, en uno de sus viajes, mientras trabajaba en la ciudad de Dern, donde Hepsiba vivía en una casa de campo bastante grande, en la que se había criado. Era hija única, y su padre era un comerciante próspero de la comunidad. Hepsiba había sido mimada en exceso y ahora su marido pagaba las consecuencias.

Gaesil se encontraba en la tienda del padre de Hepsiba, llevando a cabo un negocio, cuando ella entró en el establecimiento. En el mismo momento, retumbó un trueno en el cielo despejado y un rayo descargó en la campana de la población. No cabía duda de que aquello era alguna señal, y Gaesil quedó impresionado. Aun así, jamás tomaba una decisión —al menos no una tan importante— sin tirar el Ojo.

Hay personas que tienen patas de conejo por amuletos. Los throtianos lanzaban una especie de dado poco corriente, de cuatro lados, al que llamaban el Ojo, y cuya función era, básicamente, la misma que la de echar las cartas para leer el destino de una persona, sólo que era un método más rápido. Cada lado del Ojo representaba una faceta de la fortuna. La buena suerte estaba simbolizada por el elemento Tierra, estable y fértil; la mala suerte, por el del Agua, restrictivo y opresivo; y el azar, por el del Aire, representativo de un cambio constante. El elemento Fuego significaba la muerte. A Gaesil nunca le había salido el Fuego en una tirada, pero conoció a un hombre que sí. El pobre sujeto, dominado por el pánico, se había arrojado por un precipicio haciendo que se cumpliera lo profetizado.

El día que pidió en matrimonio a Hepsiba, Gaesil sacó el símbolo de la Tierra: buena suerte. Al no tener otros pretendientes y siendo ya algo mayor, ella aceptó de inmediato. Aquella misma tarde se casaron.

A las pocas horas del matrimonio, Gaesil empezó a preguntarse si no habría leído mal el Ojo, pues Hepsiba se reveló a sí misma como una mujer muy vulgar, tanto en cuerpo como en espíritu: recelosa, egoísta y engreída. Pero, mucho peor que todo eso, al menos en lo concerniente a Gaesil, era la habilidad que tenía para amargarlo en cualquier momento, para hacer que la cosa más bella pareciese fea. El calderero sabía que no resultaba atractivo, con su cabello ralo, su constitución huesuda y sus enormes pies, pero tenía buen corazón y una sonrisa siempre pronta. Estaba seguro de que Hepsiba habría visto sus virtudes si la mujer hubiese tenido capacidad para apreciar otra cosa aparte del dinero. A despecho de su infelicidad, Gaesil estaba convencido de que tenía que existir alguna razón por la que el destino lo había unido a Hepsiba. Sólo esperaba que ella lo dejara vivir el tiempo suficiente para descubrir cuál era esa razón.

Por tanto, el calderero pasaba un montón de tiempo por los caminos, arreglando cualquier cosa que hiciera falta arreglar en cualquier momento que hiciera falta arreglarlo. Viajaba siguiendo la ruta de las ferias, y Solace era la primera del año en celebrarse, además de ser, quizá, la mejor de todas. Pasaba en cada ciudad alrededor de una semana si así lo requerían los negocios. A veces estaba fuera le su casa hasta seis meses seguidos, sobre todo si hacía buen tiempo y la gente era agradable, como aquel pequeño kender charlatán que lo había salvado de los goblins y lo había ayudado a sacar su carro del atasco en la zanja. Aquel tipo era el kender menos molesto de cuantos Gaesil había conocido.

Era poco más de mediodía cuando el calderero llegó a las afueras de Solace, en el extremo sur del lago Crystalnir. Un golpe de riendas guió a
Bella
hacia la derecha, y el carro avanzó por el antiguo puente de piedra que cruzaba sobre el arroyo Solace. Aquí el trasiego de vehículos aumentó. Gaesil saludó con un gesto de la cabeza al conductor de una carreta que pasaba en dirección contraria.

Al frente, por el otro lado del puente, venían dos viajeros a pie. A juzgar por las apariencias, iban con prisa. El ritmo vivo de sus pasos lo marcaba el más bajo de los dos, un enano de cabello canoso y semblante ceñudo. El otro era un tipo con rasgos y porte de un joven elfo, y sus zancadas más largas eran más pausadas y tranquilas. Caminaba con el rostro vuelto hacia el enano y parecía que intentaba, en vano, apaciguar a su compañero. La expresión inflexible del enano no varió, ni apartó la mirada del camino.

—Ahí llega alguien que viene de la calzada junto al Bosque Oscuro. Quizá lo haya visto y pueda confirmarnos que al menos vamos en buena dirección —oyó decir al enano un momento antes de que se acercara corriendo al carro. Gaesil tiró de las riendas hasta que
Bella
se paró.

—Disculpe —le dijo el enano—. ¿Ha visto algún kender en el camino esta mañana?

—Pues sí, sí lo he visto. —Gaesil estaba sorprendido—. Un tipo muy servicial…

—¡Aja! —lo interrumpió el enano mientras se golpeaba con el puño en la palma de la otra mano en un gesto de satisfacción. Sus ojos se estrecharon hasta hacerse meras rendijas—. ¿Dónde vio a ese tábano molesto?

El joven elfo avanzó un paso y se adelantó al enano.

—Lo que mi amigo quiere decir es si viene del sur, por la nueva calzada, o del norte, por la de Haven.

Gaesil estaba desconcertado por la animosidad del enano.

—Bueno, me separé de él hace unas dos horas, en la Calzada del Sur, pero dudo que sea el mismo kender al que nos referimos. Éste era un hombrecillo muy agradable, que vestía unas polainas azules. Se llamaba Tasslehouse, o Tusslehauf, o algo por el estilo.

—¡Es él! —gritó el enano al tiempo que agarraba al elfo por el brazo y echaba a correr—. ¡Vamos, Tanis, no perdamos tiempo!

—Gracias por su ayuda, señor —se las arregló para gritar el elfo, mientras corría tras el enano, que lo llevaba a rastras.

—No hay de qué —respondió por la fuerza de la costumbre, bien que los dos personajes estaban ya demasiado lejos para oírlo. Sacudió la cabeza. ¿Qué podría haber hecho un kender tan agradable para suscitar tanto enojo? Azuzó a
Bella
con las riendas y cruzó el puente en dirección a Solace. No quería perder más tiempo. Tenía que encontrar cuanto antes al amigo del kender, Flint Fireforge, para devolverle el brazalete y, esperaba, conseguir que le alquilara o compartiera gratis un espacio en su tenderete de la feria.

* * *

—Sí, conozco a Flint Fireforge. No se ha cruzado con él por muy poco —dijo el orondo tabernero de la posada El Último Hogar a Gaesil, media hora más tarde—. Él y Tanis salieron de aquí a todo correr hace una hora. —El posadero, llamado Otik, que acababa de salir por la puerta de vaivén de la cocina, sostenía en equilibrio sobre el antebrazo dos platos de patatas picantes y salchichas—. ¿Me permite? —preguntó, señalando con un gesto de la cabeza a los platos y a los parroquianos que esperaban.

—Oh, desde luego —respondió Gaesil. Tomó asiento en un taburete para aguardar el regreso del posadero, mientras reflexionaba sobre el comentario de Otik. Tanis… ¿Dónde había oído antes ese nombre?

—Eh…, ¿qué me preguntaba? —dijo Otik, de vuelta ya, con los brazos vacíos. Se limpió las manos en el delantal blanco y se situó tras el mostrador.

—Flint Fireforge. Me dijo que se había marchado. ¿Lo encontraré en la feria?

—Puede ser, pero lo dudo —respondió Otik con una risita contenida—. Él y Tanis iban tras un kender que le había robado un brazalete a Flint.

Gaesil se quedó boquiabierto y con los ojos como platos. ¡El enano y el elfo del puente! Ahí es donde había oído el nombre de Tanis. Pero el del enano no se había pronunciado en ningún momento. ¿Cómo iba a imaginarlo? El kender no había mencionado el hecho de que un enano fuera amigo suyo, y, menos aún, un elfo.

—¿Ocurre algo? —le preguntó el posadero, al advertir su expresión perpleja.

Gaesil se llevó la huesuda mano al bolsillo de los pantalones y sus dedos se cerraron sobre el brazalete.

—Tengo… —comenzó, pero enmudeció de pronto. Se le había ocurrido la idea de entregarle la joya al posadero para que se la devolviera al enano cuando lo volviera a ver, pero lo pensó mejor—. ¿Dice que Flint salió de la ciudad y que no abrirá su puesto en lo que queda de feria?

—Al menos, no hasta que haya encontrado al kender. Y el festival termina dentro de dos días.

—Entiendo. —Gaesil se planteó la situación. Con el enano fuera de la ciudad y por lo tanto sin poder vender su mercancía, el puesto estaría vacante. Podría ocuparlo y nadie se opondría, aunque quizá surgieran problemas si el enano alcanzaba al kender y regresaba antes de que la feria hubiese terminado, para encontrarse con un extraño instalado en su tenderete. A juzgar por lo que había visto, Flint Fireforge no tenía un carácter muy afable.

Por otro lado, podría argumentar que estaba en el puesto esperando para devolver el brazalete a su legítimo dueño, el enano. Si entretanto se dedicaba a hacer algún negocio para cubrir gastos, nadie se lo podía echar en cara.

En caso de que la feria terminara antes del regreso del enano, entonces entregaría el brazalete al posadero y se largaría con viento fresco. Actuar así no era pecar de falta de honradez, razonó, sino ser práctico con vistas al negocio.

—Disculpe, amigo, pero estoy ocupado. ¿Puedo hacer algo más por usted? —La voz amable de Otik cortó las reflexiones de Gaesil.

—Oh, lo siento. Estaba despistado —se disculpó el calderero, volviendo a la realidad. Se rascó la mejilla manchada de barro seco—. A decir verdad, me vendría bien tomar un baño antes de dirigirme al recinto ferial. ¿Dispone la posada de ese servicio?

* * *

Un sonriente y aseado Gaesil salió de la posada una hora más tarde y descendió por la rampa, con el pelo todavía húmedo y las ropas de viaje lavadas y listas para colgar y secar. Se había puesto sus mejores pantalones y túnica —ni demasiado sencillos para que los clientes pensaran que era un novato en el negocio, ni demasiado llamativos para que pensaran que sus tarifas eran altas—; para mayor seguridad, había sacado el brazalete del enano del bolsillo de sus polainas antes de lavarlas.

El calderero salvó la corta distancia que había hasta los establos, donde había dejado a
Bella
y a su carro al cuidado de un joven mozo de cuadra, un chico de trece años de cabello rojo, y bien alimentado. Tras pagar una moneda de acero por la comida y los cuidados prodigados a
Bella
, subió al pescante del carro y se asomó por la estrecha abertura frontal para colgar la ropa mojada en el interior del vehículo. Una rápida mirada le bastó para comprobar que no faltaba nada; el chico había hecho un buen trabajo.

Luego sacó de debajo del asiento el plano que el kender había hecho del recinto ferial. Sabía de años anteriores que la feria se instalaba al noreste de la ciudad, con el lago Crystalnir al alcance de la vista. Ahora se encontraba en la zona nordeste de Solace. Puesto que no había una ruta directa que condujera a la feria, hizo que
Bella
diera la vuelta hacia el sur y giró a la derecha para rodear la plaza de la ciudad situada al norte. La calzada se estrechó y dio paso a un terreno cenagoso.

Oyó el ruido de la feria antes de verla, extendida por la zona oeste en un terreno en declive oculto tras los vallenwoods. Todas las ferias, en cualquier época del año, eran siempre ruidosas y sucias, unos cenagales en primavera y otoño, y polvaredas asfixiantes en verano. Y, ni que decir tiene, en regiones frías como Abanasinia, donde las nevadas eran corrientes, apenas se celebraba alguna durante el invierno.

Gaesil consultó el plano del kender y localizó la «X» que señalaba la situación del tenderete del enano. En lugar de tomar una ruta directa por el enlodado paso central concurrido por los visitantes, trazó sobre el papel un camino hacia la parte trasera de los puestos con su índice, encallecido tras años de afilar navajas romas, así como otras tareas igualmente emocionantes, propias de un calderero. Los carros y las carretas de incontables comerciantes habían abierto rodadas en el terreno herboso recién deshelado, pero aun así esta ruta era mejor que la principal.

El calderero localizó el tenderete del enano sin ningún problema y condujo su vehículo lo más cerca posible. Una sencilla cortina de color pardo formaba la parte trasera y los costados del puesto, cerrando un pequeño cuadrado cubierto de hierba, en el que había tres sillas de tosca fabricación, un montón de paja limpia cubierto con una manta burda, un frasco de cerveza vacío y unas pocas estanterías que el enano utilizaba probablemente para almacenar su mercancía, pero que ahora estaban vacías al haberse llevado sin duda el género a casa durante la noche para mayor seguridad. Tras otra cortina se encontraba la parte delantera del puesto en sí, compuesta por tres sencillos caballetes con tablones encima, y al aire libre. Tenían poca altura para el gusto de Gaesil, pero no se atrevía a nacer cambios sin permiso de su ocupante legal. Una entrada angosta entre los caballetes permitía el acceso de clientes al interior para echar un vistazo a la mercancía. Había paja esparcida en el suelo para evitar el barro.

Tosco pero práctico, decidió el calderero. Quitó a
Bella
el arnés, recogió sus herramientas y las trasladó al tenderete en dos o tres viajes. En el último llevó su rótulo, que rezaba: «Afilador. Soldador. Reparaciones de todo tipo», y se subió en una silla para colgarlo en la cortina frontal.

Al inclinarse para mover la silla, sintió que se le caía algo del bolsillo. Sobre la paja, a sus pies, estaba el brazalete de cobre. Gaesil se agachó para recogerlo, pensando en guardarlo en la caja que había debajo del pescante del carro, pero el vehículo estaría sin vigilancia, en la parte trasera del tenderete. El sitio más seguro, razonó, era su muñeca. Se metió la fría pieza de metal anaranjado por la mano y la colocó en la huesuda articulación.

Al poco rato los visitantes de la feria habían advertido su presencia. Unos cuantos se lamentaron de no llevar consigo los objetos estropeados que necesitaban reparación, pero muchos prometieron regresar con sus navajas sin filo, ollas agujereadas y otros artículos variopintos, los lugareños recogiéndolos en sus hogares, y los comerciantes, de sus carretas. Poco después, Gaesil tenía trabajo de sobra. Una aguja gruesa enhebrada con hilo fuerte y basto se movió con primorosa velocidad en sus manos mientras remendaba una prenda de cuero y la dejaba como nueva. Las hojas de cuchillos grandes y pequeños centellearon al sol con las rápidas y expertas pasadas sobre la piedra de afilar. Arregló tres cubos de madera, añadió esparto a una escoba, y vendió en tres horas casi la mitad de los ochenta cuartillos de trementina que tenía en reserva.

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