El incorregible Tas (11 page)

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Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

BOOK: El incorregible Tas
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Estaba engrasando la piedra de afilar a fin de tenerla dispuesta para la siguiente tanda de clientes que quisieran afilar sus cuchillos y navajas, cuando el resbaladizo recipiente se le escurrió de las manos y salpicó una rociada de motitas apestosas del oscuro sebo en su rostro y sus manos. Se limpió con un trapo limpio lo mejor que pudo, al carecer de agua y jabón. Al ver unas gotas en el brazalete, frotó la joya contra sus pantalones y después la metió bajo el puño de la túnica.

Era ya por la tarde, si bien aún faltaban unas horas para que la feria se cerrara hasta el día siguiente. Gaesil se sentó en una silla y apoyó la barbilla en la palma de la mano mientras observaba a la gente que pasaba ante el tenderete. Por el rabillo del ojo atisbo la figura encapuchada de una mujer joven que estaba de pie al otro lado del paso principal, mirándolo. Al comprender que se había fijado en ella, la mujer se abrió paso entre los apiñados transeúntes y se aproximó al puesto.

Unos ojos inmensos del color del mar contemplaron a Gaesil bajo los pliegues de un gran chal de seda que envolvía la cabeza de la mujer de una manera tan complicada que sólo dejaba entrever una faz tersa y pálida, casi tan blanca como la leche. Un mechón de cabello plateado escapaba del tejido, junto a la sien derecha. Sujeta con un cordón al cuello, su capa de excelente calidad colgaba desde los hombros hasta los tobillos, ligera como una nube de color índigo.

—Disculpe si lo he mirado con descaro —comenzó, con una voz queda, tan sedante como el roce de las olas en la playa—. ¿Pero no es éste el tenderete de Flint Fireforge?

Gaesil dejó de lado su propia mirada escrutadora.

—Sí, lo era… Quiero decir, lo es. Pero Flint tuvo que…, eh…, salir de la ciudad de manera inesperada.

—¿Salir de la ciudad? —La mujer parecía muy preocupada—. ¿Hasta cuándo?

—Bueno, no lo sé —balbuceó nervioso Gaesil—. Tal vez esté de regreso hoy mismo, o puede que no lo haga en algún tiempo… —A decir verdad, el calderero ignoraba si el enano tardaría poco o mucho en alcanzar al kender; sí es que lo encontraba, claro.

—¿En algún tiempo? —Los ojos de la mujer se oscurecieron de enojo—. Pero si acordamos reunimos aquí, en la feria… —Parecía estar a punto de dejarse llevar por el pánico.

—¿Sois amiga suya? Tal vez yo pueda ayudaros —ofreció amablemente Gaesil, compadecido al ver su angustia y agitación.

La extraña mujer se volvió un poco y se limpió el polvo de la pálida faz con una mano enguantada.

—No, no soy amiga suya. Y no creo que podáis ayudarme… Nadie puede hacerlo, salvo el maestro Fireforge. Volveré más tarde.

Antes de que Gaesil tuviera tiempo de responder, giró sobre sus talones y desapareció entre el gentío que pasaba ante el puesto. El calderero se quedó de pie, sacudiendo la cabeza con actitud triste. Había algo en la extraña mujer que lo había conmovido.

Un roce en la muñeca atrajo su atención. Sin razón aparente, el brazalete se había puesto caliente. Asimismo, sin razón aparente, se sentía mareado. Luego notó el estomago revuelto, de manera que creyó que iba a vomitar. Pero la sensación desapareció al cabo de unos momentos.

Para su sorpresa, Gaesil comprendió que estaba viendo su carro, a pesar de que el vehículo se encontraba detrás de él, al otro lado de la cortina, ¡y de que tenía los ojos cerrados! No sabía qué estaba ocurriendo, pero advirtió que le faltaba una pieza de la mercancía en el carro: un yugo para bueyes, que guardaba atado bajo el pescante, había desaparecido.

Cuando Gaesil abrió los ojos, la imagen se desvaneció. Se encontraba de nuevo en el tenderete prestado, en la feria de Solace.

Como es lógico, el calderero se preguntó de inmediato qué había motivado tan extraña manifestación. Estaba lo bastante intrigado para asomar la cabeza entre la cortina y echar un vistazo al carro. Ni que decir tiene que el yugo se encontraba allí, en el lugar donde lo llevaba guardado. ¿Qué significaba pues aquella visión? ¿Acaso lo iba a robar alguien?

El yugo en cuestión era para Gaesil como una espina clavada en el trasero. Hepsiba se lo había comprado a un vecino que pasaba por un momento de apuros económicos, durante la mala época que había habido el otoño del año pasado. Lo había sacado a un precio de ganga y le había dicho a Gaesil que podría revenderlo por mucho más. Pero la reventa no era el negocio del calderero, y él se había sentido molesto tanto por la injerencia en su trabajo como por el modo en que se había aprovechado de los apuros de un vecino. Con todo, se sometió a su voluntad y el yugo se paseó y se exhibió de feria en feria, con el único resultado de tener que volver a atarlo bajo el carro al final de cada festival.

Ahora había tenido la clara visión del carro sin el yugo, y eso era lo que importaba. Decidió que ello tenía sólo dos posibles significados: o se iba a vender, cosa que dudaba, o alguien intentaría robarlo, lo que era aún más inverosímil. En cualquier caso, lo aconsejable era meter el yugo en el tenderete para mayor seguridad y para exhibirlo.

Tardó muy poco en trasladar el feo objeto al puesto. En el momento en que lo apoyaba contra un barril en una esquina, se aproximó un cliente. El hombre era, evidentemente, un granjero, a juzgar por sus manos callosas y sus ropas burdas. Examinó el yugo con ojo experto, escupió y preguntó:

—¿Cuánto?

La pregunta cogió desprevenido a Gaesil. Puesto que nunca había esperado que alguien se lo comprara, tampoco había calculado cuánto podía valer. Decidió recurrir a la artimaña más antigua de un comerciante.

—¿Qué me ofrece por él?

El granjero examinó otra vez el yugo, lo cogió, le dio la vuelta y volvió a escupir.

—Le doy una pieza de acero y tres de cobre.

El calderero había jurado mucho tiempo atrás que aceptaría la primera oferta que le hicieran por el yugo con tal de librarse de él. Estaba a punto de decir «Suyo es», cuando otra idea acudió a su mente de manera repentina. Sintió el roce del brazalete en la muñeca, muy caliente. Sacó el Ojo de su bolsillo y lo tiró sobre las tablas del caballete Tierra. ¡Buena suerte! Sintiéndose muy seguro de sí mismo, decidió regatear.

—Dos de acero y una de cobre —contraofertó.

El granjero lo consideró un momento mientras sopesaba su bolsa de monedas y luego tomó una decisión.

—Tengo que volver a mis campos. Haré una última oferta: una moneda de acero y ocho de cobre. Es lo más alto que puedo llegar.

—¡Vendido! —aceptó Gaesil. Sonriendo como hacía años que no sonreía, pasó el yugo por encima del mostrador y cogió el dinero del hombre. Tan pronto como el granjero se perdió de vista, Gaesil desapareció tras la cortina para examinar el brazalete con más detenimiento.

«¿Sería un amuleto de buena suerte?», se preguntó. Tal vez se trataba de una coincidencia. No había nada que probara que la joya había tenido alguna influencia en la transacción. Mientras estas ideas pasaban veloces por su mente, tuvo la certeza de que algún cliente se alejaba de su puesto.

Apartó la cortina y salió a la parte delantera del tenderete. Tres damas, cada una de ellas con un cesto lleno de navajas, ollas y otros utensilios rotos, estaban a punto de marcharse con una expresión desilusionada. Al ver a Gaesil, sus semblantes se iluminaron. Minutos después, el calderero tenía trabajo para todo lo que restaba de tarde.

* * *

En dos ocasiones más, aquel mismo día, hizo negocios siguiendo una corazonada. Mientras observaba la marcha de los últimos visitantes cuando cerró la feria, Gaesil se maravilló del peso de su bolsa de dinero, colgada del cinturón. Nunca había tenido una jornada tan productiva, nunca. Y, aunque no podía explicarlo, estaba seguro de que se lo debía al brazalete del enano. Tenía que ser un talismán muy poderoso; ¡podría hacer rico a cualquier hombre! Sería una lástima devolvérselo al enano, pero Gaesil era un hombre honrado y actuaría como tal. Sólo esperaba que el enano no regresara hasta que la feria hubiese terminado.

El calderero recogió sus herramientas y mercancías y las colocó ordenadas en los sitios que les tenía destinados dentro del carro. Los ruidos de su estómago le recordaron que no había comido nada desde el amanecer. Echó una mirada al plato de carne seca y galletas rancias que Hepsiba había preparado en Dern el día anterior. Sin embargo, después de haber tenido un día tan productivo, le apetecía tomar una buena comida y pasar un rato agradable. Sabía, por los comentarios de los clientes, que había un tenderete en la feria donde se vendía comida y cerveza, y que estaba abierto mucho después de que los otros comerciantes hubieran cerrado sus negocios. Tras echar la llave a la puerta del carro, echó a andar guiado por el ruido de voces y risas.

El establecimiento estaba dirigido por el propietario de El Abrevadero, una taberna de mala reputación que Gaesil recordaba haber visto en la Calzada del Sur cuando se dirigía a Solace, y el único establecimiento competidor de la posada El Ultimo Hogar. Si la taberna en cuestión se parecía en algo al tenderete, poca competencia significaba, de todos modos.

Dos candiles negruzcos y parpadeantes colgaban de los postes de la entrada, por la que se accedía a un recinto cuadrado cubierto con lonas de color pardo, con el techo en ángulo y sujeto en el centro por un poste. Una de las esquinas de la tienda se había desplomado y no había sido reparada. Unas planchas de madera, delgadas y llenas de nudos, se habían extendido sobre el suelo para pasar entre las mesas y delante del improvisado mostrador, pero hacía tiempo que se habían hundido en el barro. Charcos de agua fría y sucia empapaban las botas de los clientes, y eran tan profundos que ni siquiera la paja o el serrín habrían servido de mucho.

Los propios parroquianos le recordaban a Gaesil las ratas de alcantarilla que frecuentaban los sucios antros tan comunes en los muelles de las ciudades portuarias. Aunque dudaba que aquí fuera a encontrar buena comida o diversión, estaba demasiado cansado para cruzar toda la ciudad e ir a la posada El Último Hogar. Tendría que cenar aquí o en el carro, no había otra alternativa. Y aquí, al menos, no se aburriría. Quería celebrar su buena fortuna, así que decidió quedarse y tomar unos tragos. Se dirigió hacia una mesa vacía en la parte posterior de la tienda, cerca de la esquina hundida. Alzó el brazo y por fin atrajo la atención del que atendía en el mostrador. Un hombre joven, gordo y bajo, que vestía una túnica llena de manchas y demasiado estrecha para su talla, pasó entre las mesas sin apresurarse y se acercó a Gaesil. Miró al calderero con sus ojos porcinos y el gesto ceñudo.

—¿Sí?

—Quiero una jarra de vuestra mejor cerveza —pidió Gaesil con actitud alegre.

—Sólo tenemos de una clase y hay que pedirla en el mostrador. Atiendo las mesas que piden comida, nada más. Si va a quedarse a ver la actuación, tiene que pedir algo de comer.

Las cejas de Gaesil se arquearon en un gesto de sorpresa. Recordaba vagamente haber visto un letrero a la entrada de la tienda que rezaba: «Noche del Aficionado en El Abrevadero. Primer premio, cena gratis. Ánimo, venid todos». Gaesil decidió que, después de todo, la noche podía resultar entretenida.

—De acuerdo, ¿qué hay para cenar?

Eludiendo los ojos del calderero, el desagradable joven señaló con un gesto impaciente la entrada de la tienda.

—Allí tiene el menú.

Gaesil estrechó los ojos y, a la mortecina luz, atisbó en la distancia un cartel pequeño y escrito con mala letra que anunciaba: «Dos huevos ~una moneda de cobre; Pan ~una moneda de cobre; Cerveza ~tres monedas de cobre; Plato especial de la noche: huevos, pan y cerveza ~cinco monedas de cobre».

—Eh…, tomaré el especial de la noche —dijo Gaesil tragando saliva con esfuerzo.

El joven se marchó, cogió una jarra de cerveza ya servida de encima del mostrador y volvió para soltarla sobre la mesa de Gaesil con brusquedad, de manera que salpicó todo de espuma.

—La comida vendrá más tarde —anunció, antes de alejarse para atender a otro cliente.

Ni siquiera los malos modales del camarero lograron que el calderero perdiera el buen humor. Tomó un sorbo de cerveza y torció el gesto; era, sin lugar a dudas, la peor que había tomado en toda su vida, pues su gusto era lo más parecido a agua sucia mezclada con vinagre. Con todo, y tras unos cuantos sorbos, hizo que la cabeza le zumbara. De hecho, cuanto más bebía, mejor gusto tenía la cerveza. Incluso el aspecto de la tienda cambió y, si no se hizo más alegre, al menos ya no parecía tanto un pantano.

Para cuando el antipático camarero trajo la cena a Gaesil, el calderero había terminado su bebida. Miró los huevos, con las yemas rotas y flotando en unas claras líquidas y crudas, y pidió otras dos jarras de cerveza para de ese modo reducir al máximo el trato con el camarero.

—¿Cuándo empieza el espectáculo? —preguntó.

—No lo sé ni me importa. —El joven regresó al mostrador.

Gaesil miró otra vez su plato. Un trozo de pan moreno, con manchas de moho, asomaba entre los huevos medio crudos. Quitó la parte verdosa y usó el resto del pan para mojar la clara. Se lo metió en la boca y se tragó el bocado sin apenas masticarlo a fin de no saborearlo demasiado. Por fortuna, tenía una constitución de hierro y estaba acostumbrado a la mala comida. Entre las aptitudes de Hepsiba, si es que tenía alguna, no se contaba el arte culinario. Gaesil resopló y la espuma de la cerveza le escoció en la nariz. No había entrado en una taberna desde poco después de casarse. Hepsiba no lo habría aprobado, si pudiera verlo ahora. Aquella idea, junto con la cerveza ya ingerida, lo hizo sentirse muy bien.

Mientras reflexionaba acerca de su situación, un hombre obeso y bajo, que vestía una ridícula capa abotonada de terciopelo verde con adornos de canutillos dorados, trepó con esfuerzo sobre unas balas de paja colocadas cerca del mostrador. Su nariz roma parecía la más indicada para su rostro mofletudo y estaba tan brillante como el reluciente cráneo calvo. Se daba continuamente tirones de los bordes delanteros de la capa, desmintiendo lo que, de otro modo, habría sido una actitud presuntuosa.

Sin presentación previa, el hombre se lanzó a contar una historia. Obtuvo escasa atención de los asistentes y no porque fuera difícil escucharlo en la ruidosa tienda, sino porque el relato parecía no tener pies ni cabeza.

—Estaba
hablando
con el
cerdo
—concluyó con una mirada expectante, estropeando el golpe gracioso del chiste, conocido hacía siglos. El nivel del ruido se incrementó al prorrumpir los parroquianos en abucheos y silbidos con los que acogieron la desafortunada actuación del bardo aficionado.

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