Tas se puso las manos a la espalda y adoptó una actitud contrita… que no duró mucho.
—Bueno, ¿cómo se construyeron? —insistió—. ¿Encaramados sobre zancos? En Kendermore, de donde procedo, forman pirámides humanas para cambiar los letreros de las calles y esa clase de cosas, pero esto… —señaló la pasarela—. Resultaría muy difícil construir estando encaramado a los hombros de otro.
El enano cerró los ojos y apretó los dientes ante la interminable cháchara del kender.
—Las construyeron en el suelo y después las colgaron —respondió, cuando logró dominar la irritación.
Unos minutos más tarde, enano y kender se encontraban ante la puerta de la casa de Tanis; sobre sus cabezas se extendían las ramas aún sin desarrollar del vallenwood de mediana edad sobre el que se asentaba la estructura.
El hogar de Tanis tenía un aspecto muy similar al del resto de las casas arbóreas de Solace, salvo, quizá, que era un poco más pequeño y modesto. Con un gruñido, Flint se inclinó y alzó un pico de la alfombrilla de esparto que había ante la puerta.
—¡Maldita sea! ¿Qué demonios habrá hecho con la llave ese semielfo?
—¿Es esto lo que buscas? —preguntó Tasslehoff.
Flint miró a su espalda y vio que el kender sostenía en alto una llave, sujeta entre el pulgar y el índice. El enano frunció el entrecejo.
—¡Trae aquí! —gritó mientras se la arrebataba de un manotazo—. ¿De dónde la has sacado?
—De debajo de la alfombrilla. —Tas movió la cabeza con actitud incrédula—. Tanis no debería guardar ahí su llave, donde cualquiera puede encontrarla y colarse en su casa. Ha sido una buena idea que viniera, ¿sabes?
Rezongando y gruñendo, Flint metió la llave en la cerradura, empujó la puerta y le dio un empellón al kender.
Se encontraban en el acogedor hogar de Tanis, cuya pared exterior estaba diestramente tallada en el tronco del propio vallenwood. Unos rayos dorados de sol se colaban a través de pequeñas ventanas abiertas en el techo, a las que Tanis llamaba tragaluces, un invento elfo que había incorporado a su estilo de vida actual, evocando su infancia en Qualinesti.
Se advertía el ambiente en el que había crecido a través de muchos detalles de su casa, incluso con la particularidad de que estuviera instalada en un vallenwood. Había plantas por doquier. Como muchos hogares de Solace, el edificio constaba de una sala, un dormitorio y una cocina. La chimenea era el punto de reunión de la sala y a su alrededor se apilaban cojines grandes, mullidos, rellenos de plumas, para acomodarse en ellos. Por deferencia a su viejo amigo enano, Flint, Tanis tenía también una silla. El resto del mobiliario eran estanterías de libros que llegaban del techo al suelo y que se habían tallado aprovechando los recovecos del tronco del vallenwood. Tanis era un empedernido lector de cualquier cosa que caía en sus manos. También coleccionaba arcos raros, de fina manufactura, que estaban expuestos en la pared opuesta a la chimenea.
Flint advirtió que los ojos del kender relucían al posarse sobre las armas elfas.
—Guárdate las manos en los bolsillos —advirtió el enano—. Si veo aunque sólo sea la cuerda de un arco descolocada, te…
—No tienes por qué estar amenazándome continuamente —lo interrumpió Tas—. No tocaré nada.
—Lo que me preocupa no es que toques, sino que cojas —replicó Flint, sin dejarse convencer.
—Vaya, jamás se me ocurriría…
El enano alzó una mano para silenciar al indignado kender.
—Lo sé; jamás robarías nada. El que el brazalete desapareciera no es culpa tuya —dijo con un tono rebosante de sarcasmo—. Y, ahora, pongámonos a recoger las cosas de Tanis, para salir en busca de esa joya que tan
misteriosamente
acabó en tu poder no en una, sino en dos ocasiones, ¿de acuerdo?
—Adelante. —Tasslehoff hizo un ademán para que Flint se adelantara—. Te diré algo. Me alegra que empieces a enfocar este asunto desde mi punto de vista.
Sacudiendo la cabeza en un gesto de incredulidad, Flint se dirigió al dormitorio y fue directamente a la sólida cómoda de madera, situada a los pies de una especie de colchón de plumas, de un palmo de alto, que el semielfo utilizaba como lecho. Cogió varias mudas de ropa interior, una túnica, dos mantas, una camisa de paño y calcetines de lana. Puso la ropa dentro de las mantas y las enrolló; ató los dos extremos del petate con una correa de cuero y se echó el paquete al hombro.
En el fondo de un arcón encontró un gran saco de lona; lo cogió y se dirigió a la cocina. Al pasar por la sala, Flint vio que Tasslehoff apartaba con premura la mano de los arcos.
—¡Sólo estaba mirándolos! —dijo el kender, que siguió al enano a la cocina.
Era un cuarto muy pequeño, más bien una despensa, pues el semielfo cocinaba en la chimenea de la sala. El techo era más alto que los del resto de la casa, y las ramas del vallenwood crecían libremente a través de agujeros practicados en la pared exterior. Tanis había aprovechado hasta la última irregularidad del tronco para utilizarla como estantería. Jamones ahumados, manojos de hierbas secas, sacos de patatas, calabazas, frutos secos y cabezas de ajos colgaban de fuertes cordeles atados a las oscuras vigas. En la pared del fondo había un armario al que se había adosado un tablero plegable que hacía la veces de mesa, y debajo había dos sillas con el respaldo de caña.
Moviéndose con rapidez, Flint descolgó un jamón, una calabaza con bellotas prensadas y dos puñados de manzanas secas, y lo metió todo en el saco. Al darse la vuelta para salir, vio a Tasslehoff examinando unos bizcochos con pasas, especialidad de la panadería de la ciudad, y que Flint sabía que eran uno de los bocados favoritos de Tanis. Aunque por lo general era generoso hasta la exageración, el semielfo podía ser francamente posesivo con sus bizcochos.
—Apártate de eso. Ya tenemos lo que nos hace falta —gruñó el enano.
—Sólo pensaba —musitó Tas—. Podríamos estar fuera varios días. Estos bizcochos están hechos hace un día o dos, por lo menos. —Los tocó para demostrarlo y después se chupó el dedo—. Cuando regresemos estarán demasiado rancios para comerlos. Sería una pena desperdiciarlos, eso es todo.
Flint echó una ojeada a los bizcochos, después miró al kender con el entrecejo fruncido, y de nuevo volvió la vista a los dulces. Eran gruesos y en forma de estrella, brillaban con la capa de glaseado y estaban adornados por encima con las pasas. Mientras los contemplaba, el estómago de Flint rugió, encogido tras la larga noche de marcha y ayuno. La verdad es que tenían una pinta apetitosa.
—Sólo uno —musitó el enano mientras cogía un pastelillo. La mitad desapareció de un único mordisco. Con los carrillos hinchados como los de una ardilla y la barba repleta de migajas, regresó a la sala.
Tasslehoff fue en pos de él, a la vez que se metía pasas en la boca.
En el mismo momento en que Flint alzaba el resto del bizcocho para darle otro mordisco, la puerta de la casa se abrió de par en par dando paso a Tanis. Llevaba una manta roja y gris, enrollada a lo largo y cargada sobre el hombro. Los bultos que se marcaban en el petate ponían de manifiesto que dentro había otros objetos. El semielfo dejó caer el paquete en el suelo.
—Tendrás que volver a enrollarlo, Flint. Si lo hubiera preparado de acuerdo con tu talla, no habría podido transportarlo yo. ¿Has encontrado todo lo que necesitamos?
El enano intentó hablar, pero el sonido que emitió fue un ruido sofocado a causa de tener la boca llena de bizcocho. Asintió pues con la cabeza, lo que hizo que las migajas enganchadas en su barba cayeran al suelo.
—¿Qué es eso? —Tanis observó con más detenimiento a su amigo—. Un bizcocho, no, ¿verdad?
—¿Te apetece uno? —ofreció Tas. Metió la mano en su bolsa y sacó otro de los dulces, que tendió a Tanis—. No lo engullas como ha hecho Flint. Están ya un poco secos —recomendó.
La mirada del semielfo fue del rostro contrito del enano al satisfecho del kender; luego cogió de un manotazo el bizcocho que le ofrecía Tas.
—Vayámonos antes de que vosotros dos acabéis con todo lo que hay en la casa y con la casa misma.
—He cogido lo suficiente para un par de días de marcha, por lo menos —informó el enano—. ¿Y mis cosas? ¿Te acordaste de coger mi gorro? ¿Y los calcetines gruesos que tan bien me encajan en mis botas? ¿Y el hacha?
—No te preocupes. Lo tengo todo —lo tranquilizó su amigo mientras le palmeaba la espalda. Levantó el petate que contenía los objetos pedidos por el enano, incluida su amada y vieja hacha. Al cabo de los muchos años de uso, el mango de madera tenía marcada la forma de las manos de Flint y su manejo le resultaba tan cómodo como un par de zapatos viejos.
Ansioso por ponerse en camino, Flint cogió el paquete y el hacha y se dirigió a la puerta; entonces adoptó una súbita expresión desasosegada, como si hubiera recordado algo desagradable.
—¿Y Selana? ¿Viste en alguna parte a una mujer de piel muy blanca y con la cabeza cubierta?
—No, no vi a nadie así.
Flint pareció sentir un gran alivio y la tensión desapareció de sus anchos hombros.
—Fantástico. Quizá por una vez quiera sonreímos la suerte.
Colocándose el petate en una posición más cómoda, el enano abrió la puerta principal y miró por encima del hombro a sus compañeros mientras cruzaba el umbral.
—Cuanto antes partamos, antes estaremos de regreso —dijo, soltando una ultima migaja de bizcocho. Volvió la cabeza para mirar dónde pisaba. De improviso, soltó una exclamación de sorpresa que lanzó al aire miguitas del dulce.
—Hola, maestro Fireforge —saludó una mujer de piel extremadamente pálida y ojos verdosos. Llevaba un vestido azul y unos mechones de cabello plateado asomaban bajo el pañuelo de seda azul claro con el que se cubría la cabeza—. Te he estado buscando.
El Verraco Arrollador
El barrigudo humano, nacido Waldo Didlebaum unos treinta y cinco años atrás, se enorgullecía de su habilidad para reconocer y aprovechar una oportunidad cuando se presentaba. Por ejemplo, su más reciente ocupación, ejercida desde hacía menos de doce horas: la pronosticación. De hecho, tenía mucho en común con su anterior profesión, practicada durante dos semanas: la de bardo.
Ambas tenían potencial para proporcionar un gran prestigio y el estilo de vida asociado a tal circunstancia; en ocasiones, aseguraban el patrocinio de señores acaudalados o procuraban invitaciones para asistir a una corte. En el peor de los casos, originaban buenas ganancias en las calles y posadas con la gente corriente. Una vida cómoda y agradable era lo que Waldo buscaba. Después de todo, estaba en su derecho, ¿o no?
El avaricioso y antaño ratero-chantajista-ladrillero-marinero-titiritero había abrazado recientemente la profesión de bardo después de ver actuar a uno de estos juglares, muy bien vestido por cierto, y obtener una entusiasta acogida, así como montones de dinero, en el alcázar de Thelgaard, en el norte.
A lo largo de todos los años de su mediocre vida había contemplado con envidia la deferencia otorgada a aquellos de noble cuna. Adoptar un estilo de vestir y de hablar como la nobleza podría proporcionarle el respeto que ansiaba; por desgracia, el respeto no llena un estómago vacío. Sin embargo, Waldo había pensado que el respeto profesional, unido a abultadas recompensas monetarias, le daría todo cuanto pedía de la vida.
Decidió que unas ropas extravagantes, un nombre rimbombante y un par de historias eran cuanto precisaba para alcanzar el éxito y la prosperidad como trovador. Aquella misma noche nació el caballero Delbridge Fidington, y el nombre que había adoptado como mayordomo, Héctor Smithson, desapareció para siempre.
Valiéndose de ciertos conocimientos adquiridos durante la práctica de una de sus primeras profesiones, Waldo escamoteó finos atuendos de su patrón, entre ellos el jubón y las polainas verdes que ahora vestía. Asimismo, se había apropiado de varios objetos valiosos del feudo, pues sabía que el producto de su venta le permitiría vivir sin estrecheces hasta que se estableciera como bardo.
Por desgracia, el proceso le llevó mucho más tiempo de lo que esperaba y superó las previsiones económicas calculadas. Repitió las historias que había oído relatar al bardo en el alcázar de Thelgaard, pero en su caso no tuvieron nunca la misma buena acogida. Culpó de ello al público. Los granjeros y demás gentuza ante los que se veía obligado a actuar no eran lo bastante refinados para apreciar la clase de historias que divertían a los nobles del alcázar de Thelgaard. Con todo, estaba seguro de que alcanzaría el éxito cuando acertara a relatar la historia adecuada ante el auditorio adecuado.
En los últimos tiempos, no obstante, Waldo había empezado a sospechar que, tal vez, la profesión de bardo no era tan sencilla como parecía. Quizás hacía falta tener talento; quizás él no lo tenía. Quizá, lo cierto es que era pésimo. Ni siquiera era capaz de arrancar un aplauso en una tienducha de bebidas en una ciudad palurda como Solace.
Y entonces, como un regalo caído del cielo, conoció a un calderero que poseía un brazalete mágico y una lengua larga.
Tras dejarlo sin sentido con un golpe la noche anterior, Waldo se escabulló a toda prisa de Solace, recorrió los ocho kilómetros que lo separaban de Que-kiri bajo la luz de la luna y después acampó junto al camino, en el extremo norte del poblado. Reanudó la marcha muy temprano y se encaminó hacia el puerto más próximo del Nuevo Mar a fin de poner la mayor distancia posible entre él y el malhadado calderero cuanto antes. Sin embargo, el primero que se ofreció a llevarlo en su vehículo fue un granjero que no se dirigía a la costa, sino a su ciudad natal, un lugar remoto llamado Tantallon, situado a cierta altura en las montañas de la Muralla del Este. En dicha ciudad, y no por casualidad, terminaba la calzada. El granjero, además, tenía que hacer una parada en el camino. Puesto que no le gustaban mucho los veleros (a decir verdad, les tenía miedo), Waldo decidió que una ciudad remota era un sitio tan bueno como otro cualquiera para un pronosticador que buscaba una vida cómoda y anonimato; al menos, por el momento. Además, su norma era «no rehusar jamás cualquier cosa que fuera gratis», y ello incluía un paseo en carro.
En el pescante del vehículo había sitio sólo para una persona, por lo que Waldo hubo de viajar encaramado sobre los ásperos sacos de arpillera, llenos de nabos. A despecho del incómodo y duro asiento, cogió el mágico brazalete de cobre con gesto satisfecho y se dijo: «Creo que mi suerte está a punto de cambiar». Guardó la joya en su petate para más seguridad. Se reclinó sobre los nabos y, en silencio, dio las gracias por su nueva fortuna al infortunado calderero.