El incorregible Tas (16 page)

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Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

BOOK: El incorregible Tas
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—Examina ese trozo de pescado y dinos lo que encuentras.

El hombre miró a sus compañeros buscando alguna clase de apoyo; luego se encogió de hombros y cogió el tenedor. Lo utilizó para empujar y desmigajar el trozo de pescado caído en la mesa; unos segundos más tarde, había encontrado algo. Con los dedos cogió una esquirla de hueso afilada y puntiaguda, del tamaño de su uña. Era un fragmento roto de un anzuelo hecho a mano. Con una mirada de sorpresa, el cliente lo alzó en la palma de su mano para que lo vieran todos.

El hombre en cuya cena estaba el trozo de anzuelo de hueso, tragó saliva con esfuerzo y se frotó la garganta antes de hablar.

—Supongo que no necesitamos a ningún oráculo para que nos diga lo que habría ocurrido si me hubiese tragado eso.

Los otros parroquianos guardaron silencio. Delbridge se esforzó por aparentar una actitud apropiadamente arrogante. El hombre cuya vida había salvado se volvió hacia el tabernero.

—Shanus, no sé si tienes intención de ofrecer un cuarto este hombre, pero a mí me gustaría invitarlo a cenar. ¿Qué te apetece, amigo?

—Cualquier cosa, menos pescado —respondió Delbridge sin la menor vacilación. Su comentario provocó un alegre estallido de risas en la sala.

Más tarde, después de haber cenado, Delbridge se tumbó en el lecho del cuarto que le habían dejado sin cargo alguno, y por fin tuvo tiempo para reflexionar. No era un hombre muy inteligente, ni mucho menos, pero tampoco era un estúpido. Que en este asunto estaba involucrada la magia era fácil de deducir, como también lo era que procedía del brazalete. Aquella joya era el objeto más importante que había caído en sus manos. No tenía ni idea de las posibilidades o los límites del brazalete, pero sí sabía que tenía un inmenso potencial para hacer fortuna con él. Montar un espectáculo sería cosa sencilla, una vez que supiera cómo controlarlo. Aun así, lograr ese control era un problema. La magia era algo nuevo para Delbridge. Comprendía que un mago de buena reputación cobraría una suma desorbitada por analizar el brazalete, y llevárselo a un mago de mala fama no entraba en sus cálculos. La única alternativa era experimentar con el brazalete él mismo, descubriendo sus utilidades a través de ensayos y equivocaciones. Aquél era un camino plagado de peligros, pero a Delbridge no se le ocurría ninguna otra posibilidad.

Entretanto, la noticia de lo ocurrido aquella noche se propagaría por la ciudad como el fuego. Lo que es más, era probable que los dos soldados que se encontraban en la taberna durante el suceso contaran el hecho a sus compañeros de la guarnición del castillo, donde cabía la posibilidad que incluso el caballero —¿cómo se llamaba, Curston?— se enterara.

Delbridge se sentó en la cama. Aquello sería mucho más importante que cualquier espectáculo místico ambulante, comprendió. Los servicios de un adivino le serían muy valiosos a un dirigente. Podía ser llamado a la corte, con lo que se cumpliría lo que Delbridge había deseado siempre: comodidades, respeto, dignidad y riquezas.

Delbridge recordó el anuncio clavado en la puerta de la posada. ¡Mañana era día de audiencia en la corte! Decidió pedir ser recibido por el caballero y ofrecerle sus servicios. Lo malo era que aquello le dejaba muy poco tiempo para dominar el brazalete.

Cayó en la cuenta de que aún tenía toda una noche por delante. Aprovecharía aquellas largas horas.

8

Día de audiencia

—Siga esta calle adelante —dijo Shanus, señalando con el pulgar—. Tome la primera de la derecha, nada más pasar el taller de la modista, y después gire a la izquierda. No tiene pérdida, maese Omardicar.

—Omardicar es suficiente.

—Sí, señor. Es el primer puente levadizo sobre el río.

Delbridge reparó en que la gente lo trataba ya con deferencia. Preparándose para el día de hoy, había enviado un paje de la posada a comprar ropas más acordes para un oráculo: una túnica larga de color púrpura, ribeteada con piel de conejo blanca y decorada con dibujos abstractos, y como colofón un sombrero alto, también de piel de conejo. Shanus se ofreció incluso a prestarle el dinero para pagar su nuevo atuendo, que le devolvería tras su audiencia en la corte.

Muy alentado, Delbridge se dirigió presuroso calle adelante, giró a la derecha y después en dirección al río. Un gran puente de piedra, con una plancha de madera movible en el centro, salvaba la corriente de agua. Al otro lado se alzaba el castillo, impresionante bajo el sol de media mañana. El ruido de las pisadas de Delbridge en el puente quedó ahogado con el estruendo de la corriente que fluía a gran velocidad bajo sus pies. Al llegar al otro lado, Delbridge se alisó las ropas y tendió la mano al soldado que estaba de guardia.

—Omardicar el Omnipotente pronosticador extraordinario, a tu servicio. Quizás hayas oído hablar de mí. —El semblante impasible del guardia, perteneciente a la orden solámnica a juzgar por el largo bigote que lucía, no dejaba entrever nada—. Sí, bien…, eh… Deseo ser recibido en audiencia por lord Curston. Te ruego que seas tan amable de conducirme a la sala correspondiente, buen caballero.

El guardia miró a Delbridge de arriba abajo, soltó un suave resoplido desdeñoso y sacudió la cabeza.

—Si hubieses venido más temprano, habrías pasado con todos los demás. Presta atención, pues no repetiré las instrucciones. Nos encontramos en el acceso sur exterior. Sigue recto, después cruza el patio hacia la puerta de acceso interior. Allí alguien te conducirá a través de la antecámara del Vestíbulo Menor de la fortaleza, junto a la Cámara Oeste.

A Delbridge le daba la cabeza vueltas ante tan complejas instrucciones.

—Tantallon parece una ciudad pacífica. ¿Por qué unas defensas tan complicadas?

—Tantallon disfruta de paz porque el castillo está bien fortificado y nosotros siempre alerta —explicó el guardia con evidente orgullo—. Lord Curston cree en la eficacia de estar preparados para cualquier contingencia. Tiene contratados a artesanos locales para mejorar constantemente las defensas del castillo. La ultima incorporación, para la que se han necesitado los servicios de treinta trabajadores a jornada completa, son los soldados de piedra de las almenas, instalados allí a fin de engañar a los exploradores enemigos haciéndoles creer que nuestras fuerzas son aún más numerosas de lo que son en realidad.

«Que el noble caballero gaste tanto dinero en defensa, habla de la gran prosperidad que goza la comunidad —pensó Delbridge—. Confiemos en que sea también partidario de compartir esa riqueza».

—Más vale que te apresures —dijo el bigotudo guardia—. Hay unos cuantos esperando delante de ti.

Delbridge dio las gracias al soldado con brusquedad y pasó ante él. Cruzó deprisa el patio exterior y fue directamente a la puerta de acceso interior como le había indicado el guardia, pero, en contra de lo anunciado, allí nadie le salió al paso.

Se encogió de hombros y penetró en el patio interior del castillo, que era extraordinariamente espacioso; había cientos de puestos comerciales, pulcros y bien cuidados, y muchos de ellos eran estructuras permanentes de madera o cañas, con ventanas cerradas con postigos y techados de paja. En el lado opuesto del área estaban los barracones militares y la zona donde se pasaba revista a las tropas. Las lumbres de las inmensas cocinas que servían a la fortificación impregnaban el aire de apetitosos aromas, mezclados con el olor de los establos y los pequeños almacenes de comida. Todo ello contribuía a crear una atmósfera en nada parecida a lo que conocía Delbridge. Niños y perros corrían y jugaban libremente entre los carros, en el área interior adoquinada, espantando gallinas que protestaban con cacareos escandalosos. Delbridge intentó recordar las indicaciones del guardia. Si no se equivocaba, la entrada al castillo estaba junto a Cámara Oeste. Miró a la izquierda, más allá de los puestos donde los comerciantes cerraban puertas y ventanas para ir a comer. Estrechando los ojos para resguardarlos del brillante sol que lucía por encima de las distantes murallas que rodeaban el patio, vio por primera vez con claridad la inmensa y rectangular estructura del castillo. Tenía al menos una altura de cinco plantas y estaba flanqueado en las cuatro esquinas por torres redondas en las que había una línea de ventanas. Troneras y almenas jalonaban el perímetro del tejado, al igual que en las murallas exteriores, y detrás asomaba un enjambre de chimeneas. En el tercer piso sobresalía de tanto en tanto un balcón, allí donde las ventanas eran algo más grandes, y sugería la localización de dormitorios y salas de reuniones.

Delbridge cruzó bajo el arco del pórtico y se encontró ante una puerta tallada de madera de teca, a la que empujó. A pesar de ser el doble de alta que él y pesar quizá cinco veces más, se abrió con facilidad girando en los bien engrasados goznes de hierro.

Al punto, Delbridge se encontró inmerso en un olor familiar que no había olido desde que había dejado el alcázar de Thelgaard; una fragancia a opulencia y a sudor de otra persona: cera de abejas, utilizada por lo común para pulir las grandes cantidades de madera costosa habituales en las casas ricas. Delbridge había pasado muchas horas frotando la cremosa y olorosa sustancia en las balaustradas de madera de Thelgaard durante la degradante época que había pasado como tercer ayudante de mayordomo. Hacia el final de su estancia en el alcázar, ya no podía soportar el olor a la cera de abejas.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio que se encontraba en una antecámara de dos pisos de altura, alumbrada por antorchas. La base de las paredes estaba jalonada con armaduras de todo tipo, desde petos de cuero y cotas de malla hasta armaduras completas de brillante metal. Cubriendo las paredes hasta el techo había armas, colgadas tan juntas las unas a las otras que casi se tocaban (como de hecho ocurría con las rosetas formadas por espadas). Espadas largas, espadas cortas, mazos, picas, alabardas, hachas, arcos, ballestas, dagas, mazas de cadenas, y todo un variado repertorio de armamento que era por completo desconocido para Delbridge decoraba toda la cámara. Todas las armas parecían estar fabricadas con acero, lo que por sí solo significaba que el caballero poseía una fortuna de metal precioso. Por no mencionar que podía equipar a un ejército numeroso con las armas de calidad que abarrotaban el recinto. La envidia que Delbridge sentía por este hombre crecía por momentos.

De improviso, un viejo rostro surcado de arrugas, coronado por una mata de pelo canoso, asomó entre la cortina de brocado dorado que colgaba en la pared del fondo. Por la insignia que lucía en el hombro de la librea, Delbridge comprendió que el hombre era un lacayo de la familia Curston, si bien la prenda colgaba sin gracia de los hombros encorvados. Echó un vistazo más allá de Delbridge y espetó con una voz cascada e irascible:

—¿Sólo quedas tú? Si has venido para solicitar audiencia, apresúrate. Vamos, vamos, te están esperando. Por cierto —añadió mirando con gesto ceñudo la vestimenta de Delbridge—, no serás ese adivino del que se habla, ¿verdad? —Delbridge asintió con una respetuosa reverencia—. Bien, entonces entra.

Poco acostumbrado a vestir túnica larga, Delbridge cruzó con torpeza la cortina y fue en pos de la saltarina y encorvada figura a lo largo de un salón de mármol pulido. Aquí el techo tenía también dos pisos de altura, dando a la estancia aspecto de galería. Una balconada estrecha corría a lo largo de los laterales por el segundo piso, soportada por hileras de delicadas columnas que arrancaban del piso inferior. Tras los pilares, a ambos lados, había tres puertas en arco situadas a una distancia uniforme, y entre ellas colgaban tapices exquisitos y costosos.

Varias docenas de personas, que presumiblemente aguardaban a ser recibidas en audiencia por el caballero, se repartían a lo largo de las paredes con actitud respetuosa.

El anciano de hombros cargados cruzó entre los que esperaban en el salón y pasó a través de una cortina que había al fondo de la estancia. Mantuvo alzada la colgadura por el borde rematado con un cordón dorado y se volvió hacia Delbridge, al tiempo que daba golpecitos con el pie en el suelo, en un gesto de mal disimulada impaciencia.

—Bueno, ¿a qué esperas? Adelante.

Delbridge no pudo contener una ancha sonrisa de satisfacción mientras pasaba entre los reunidos, que lo miraron con curiosidad. El adivino entró en una estancia amplia y alfombrada, desierta salvo por tres hombres de aspecto irritablemente opulento que estaban situados tras una larga mesa en el extremo opuesto, a unos dieciocho metros de donde Delbridge se encontraba.

—Su Señoría —anunció el viejo—. Omardicar el Omnipotente, el adivino de la posada.

Delbridge se acercó al anciano y preguntó en un susurro:

—¿Quiénes son los otros dos?

El lacayo puso los ojos en blanco con gesto de fastidio.

—Sentado en el sillón de terciopelo está lord Curston. El que está de pie a su izquierda, es su hijo, el barón Rostrevor. El de allí… —El lacayo señaló a un humano alto calvo, con una capa roja echada sobre su figura musculosa, que se encontraba de pie a la derecha del caballero—, es Balcombe, mago y consejero mayor de lord Curston.

Con tan exigua información, Delbridge avanzó con pasos seguros hasta situarse ante la mesa. No aguardó a que lo invitaran a hablar.

—Lord Curston, tengo una oferta muy valiosa para un caballero rico y poderoso como vos.

Las palabras de Delbridge levantaron eco en la casi vacía sala. El caballero, quien, resultaba evidente, antaño había estado en plena forma pero que en la actualidad se había puesto un poco fofo, vestía una túnica de seda, se cubría la canosa cabeza con un sombrero, y su faz curtida y surcada de arrugas exhibía una expresión de aburrimiento. Su hijo, un muchacho bastante apuesto, con el cabello rubio y alborotado, que debía de rondar los veinte años, apoyaba una mano en la cadera con actitud insolente. Un fino bigotillo rubio ponía de manifiesto su ambición de alcanzar el título de caballero. Parecía más divertido que los otros ante la presencia del hombre obeso y ataviado con unas ropas tan extrañas que se encontraba ante ellos.

El más fascinante, en opinión de Delbridge, era el mago. Desde la puerta no había advertido el detalle, pero el hombre tenía una espantosa cicatriz en el lado derecho del rostro, donde debería haber estado el ojo. El párpado estaba cerrado por el tejido cicatrizado, pero era evidente que la cuenca ocular estaba vacía. El ojo izquierdo lo observaba con sombría intensidad, sin asomo de cordialidad, ni siquiera interés. No es que fuera calvo, sino que llevaba el cráneo afeitado. Bajo la tenue sombra gris, producto del incipiente crecimiento del pelo, se marcaban las líneas azules de las venas. Que tenía el cabello negro era evidente por el bigote y la perilla que enmarcaban sus carnosos labios de color rojo oscuro, casi granate.

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