El hombre descendió del improvisado escenario y se dirigió de vuelta a su mesa, al lado de la de Gaesil, mientras se agachaba para eludir los trozos de pan mohoso que le arrojaban a su paso.
—Puñado de rufianes y camorristas —masculló entre dientes el hombre mientras guardaba sus pertenencias en una bolsa; sus gestos bruscos hicieron que centellearan los anillos que llevaba en casi todos los dedos. Los abucheos se convirtieron en aplausos cuando una joven garbosa, embutida en un vestido de guinga muy ajustado, se encaramó a las balas de paja y empezó a cantar en tono desafinado una coplilla indecente.
—¿Aceptáis un trago, señor? —ofreció Gaesil al hombre—. Por vuestro aspecto os vendría bien.
Delbridge Fidington tenía por costumbre no rechazar nunca una invitación.
—Gracias, buen hombre —aceptó. Acomodó su voluminosa figura en una silla junto al calderero—. Tengo la garganta seca. Actuar lo deja a uno agotado.
—¿Es la primera vez que subís a un escenario? —preguntó Gaesil, mientras se esforzaba por masticar un trozo del correoso pan. A él no le había parecido tan mala la actuación del bardo como al resto del público; claro que tampoco tenía mucha experiencia en ese campo. Delbridge asumió una actitud ofendida.
—Cielos benditos, no. Tenéis que haber oído hablar del caballero Delbridge Fidington, ¿no? El título me lo otorgó la reina Wilhelmina de Tarryn en persona, en recompensa por los servicios prestados como bardo de la corte.
—Oh. —Gaesil tragó con esfuerzo el trozo de pan—. No salgo mucho de Abanasinia y apenas he asistido a representaciones de bardos. No conozco Tarryn, así que, menos aún, a la reina Wilhelmina.
—Es un reino pequeño pero importante en…, eh…, la región oriental de las Praderas de Arena. —Delbridge desestimó el tema con un gesto de la mano que sirvió también para llamar al camarero—. Mi nuevo amigo insiste en invitarme a un trago —dijo al mismo joven gordo que antes había atendido a Gaesil—. Una copa de vuestro mejor vino, buen hombre.
Para ahorrarse viajes, el camarero pasaba entre las mesas llevando jarras llenas de cerveza; dejó una ante el bardo. Delbridge se asomó por el borde de la jarra con expresión desdeñosa.
—Pero esto parece…
—… cerveza. Lo que es. —Sin más, el joven camarero se marchó.
Gaesil esbozó una sonrisa pesarosa.
—Me temo que es lo único que sirven. No sabe tan mal después de echar un par de tragos —comentó.
Delbridge, con evidente escepticismo, dio un sorbo y a punto estuvo de atragantarse.
—Vaya, tenías razón, amigo —dijo un momento después. Echó otro trago.
Los dos hombres compartieron unos minutos de amistoso silencio mientras daban cuenta de sus bebidas.
—¿Cómo es que no sigues siendo el bardo cortesano de Wilhelmina? —preguntó Gaesil.
—¿De quién? —A Delbridge empezaba a hacerle efecto el alcohol—. Ah, ella. Me cansé de contar las mismas historias. Un bardo necesita recorrer los caminos. Quiero decir, que le conviene mezclarse con la gente corriente para renovar su repertorio. —Echó una mirada despectiva en derredor a la sucia tienda y a su rústica clientela—. Esto es, sin embargo, más corriente de lo que imaginaba.
Delbridge se sacudió una hilacha pegada a la pechera de su capa de terciopelo y estiró los dedos llenos de sortijas.
—Iré a otro sitio donde no se encuentre uno con gentuza como ésta, te lo aseguro. —Se sonó la roma nariz de manera ruidosa en un pañuelo de seda muy raído—. Puedes apostar que no sentiré perder de vista esta ciudad.
—Vaya, pues yo he tenido mucha suerte —comentó Gaesil antes de echar otro trago—. He tenido más trabajo hoy en la feria que en cualquier otro festival de los últimos cinco años. —El calderero tenía problemas para mantenerse erguido en la silla. O quizás era la mesa la que se movía; no estaba seguro.
—Fenómeno —musitó Delbridge, olvidando su papel de gran señor.
—Ha sido por el brazalete del enano, un talismán de buena suerte, ¿sabes? —Gaesil bajó la vista a las patas de su silla al tiempo que se sujetaba a la mesa para no rodar por el suelo—. ¿Te has dado cuenta de que los muebles se mueven?
—¿Un talismán de buena suerte?
—¿Qué? Ah, el brazalete. —Apuntó con el índice al bardo con gesto casi acusador—. ¡Soy testigo! —Se remangó la túnica y levantó el brazo para que su compañero de mesa pudiera examinarlo mejor—. Este objeto se ha puesto caliente cuatro veces un poco antes de que me sobrevinieran esas extrañas visiones. ¡Y al momento aparecieron los clientes!
Delbridge examinó más de cerca la joya.
—¿Quieres decir que predice el futuro? —preguntó con tono escéptico.
—Es una manera de decirlo, sí. —Gaesil miró al bardo con ojos legañosos—. Podría sacarse una buena historia de ello, ¿no? ¿Crees que es un augurio? —Se apresuró a tirar el Ojo. Le pareció ver el elemento Agua, el símbolo de la mala suerte; parpadeó para aclararse la vista, pero apenas distinguía el dado con la mortecina luz que había en la tienda.
Sin quitarle los ojos de encima, Delbridge se echó a reír y se puso de pie.
—Creo que es señal de que has bebido más de la cuenta y que la cabeza no te funciona bien. Tal vez será mejor que te acompañe a tu casa.
El calderero sacudió la cabeza con gesto aturdido y rechazó la oferta con un ademán.
—No es necesario. Duermo en mi carro, que está aquí, en el recinto ferial; puedo llegar hasta allí sin problemas.
—Entonces te deseo que pases buena noche. —El bardo se palmeó su rotundo estómago y después hizo otro tanto en la espalda de Gaesil—. Gracias por la invitación y la charla. Espero que tu buena suene continúe y la mía mejore.
Sin añadir más, se dio media vuelta, se subió el cuello de la capa para resguardarse de la fresca brisa primaveral y abandonó el ruidoso establecimiento.
Gaesil apuró su jarra y decidió marcharse también. Manoseó con gestos torpes en su bolsa del dinero, pagó la cuenta y, por la fuerza de la costumbre, dejó una moneda de cobre de propina al antipático camarero. Fuera ya de la tienda se sintió desorientado, sin saber muy bien en qué dirección estaba su carro. Al divisar un letrero conocido, colgado en un puesto cercano al suyo, agachó la cabeza contra el desapacible vientecillo y se dirigió hacia allí.
Ya en el interior del carro, se estaba quitando las botas cuando volvió a sentir la ya familiar sensación de calor en la muñeca. Demasiado achispado para enfocar la vista y aún más cansado para darle importancia, apretó con fuerza los ojos. Pero los abrió de golpe al sentir que le arrancaban el brazalete de la muñeca, fláccida y ensangrentada. Conmocionado por la impresión, sintió que algo se estrellaba contra su cráneo, y ya no estuvo seguro de si era una visión o un hecho real. Después, perdió el sentido.
—Tiene gracia —dijo el caballero Delbridge Fidington, de pie junto al cuerpo desplomado de Gaesil—. Puede que no sea un buen narrador de cuentos, pero al parecer soy un excelente ladrón.
Una dama a la espera
—De verdad, Flint, no es culpa mía —dijo Tasslehoff, mientras avanzaba a brincos para mantener el vivo paso marcado por el furioso Enano de las Colinas. Incluso Tanis tenía que dar zancadas largas para ir a la altura de Flint mientras caminaban presurosos en la penumbra de la madrugada.
—¡Todo es culpa tuya, kender! —gruñó el enano—. ¡Para empezar, si no hubieses cogido el brazalete, ahora no me encontraría yendo y viniendo en mitad de la noche como si estuviéramos a la caza de patos salvajes!
—Pero si ya te he dicho que no sé cómo fue a parar el brazalete a mi bolsa por segunda vez. Y estaba intentando devolvértelo… ¿A santo de qué iba a dárselo si no al calderero? Tienes que creerme, Flint.
—Lo único que tengo que hacer es recuperar mi brazalete —replicó el enano, volviéndose hacia el kender—. Y deja de llamarme Flint. Hace que parezcamos amigos.
—¿Entonces cómo te llamo? —preguntó con inocencia Tas.
—¡Preferiría que no me llamases de ninguna manera! ¡Preferiría que ni siquiera me dirigieses la palabra!
—Estás muy irritable. Sin duda te sientes cansado por tanta caminata, con esas piernas tan cortas que tienes —opinó Tasslehoff—. Y, a propósito de patos salvajes, mi tío Saltatrampas los cazaba… por las plumas, claro. ¡Es cierto! Hubo un tiempo en que estuvieron en boga entre la gente acaudalada de Kendermore. Tanto hombres como mujeres las usaban para adornarse el cabello o para hacer almohadones. Tío Saltatrampas ganó una buena suma, ya lo creo. Se lo gastó todo en un viaje a la luna. También yo estuve a punto de ir a la luna, con un anillo teleportador mágico…
—¡Deja ya esa cháchara infernal! —chilló Flint mientras se llevaba las gruesas manos a los oídos.
Tanis tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantener una expresión solemne.
—Fuiste tú quien insistió en que regresara con nosotros cuando lo encontramos en Valle Ventoso.
—¡Como rehén, no como torturador! Quise que viniera para tenerlo cerca en caso de que fuera una mentira eso de haberle entregado el condenado brazalete a un calderero. —Los ojos de Flint se estrecharon con un gesto ladino—. Por cierto, ¿los rehenes no van maniatados y amordazados?
—Sí, pero en ese caso tendrías que llevarlo a cuestas. —Tanis se echó a reír. Luego señaló al frente—. Además, allí está el puente que pasa sobre el arroyo Solace. Pronto llegaremos a la ciudad y enseguida encontraremos al calderero y habrás recuperado tu brazalete.
—Ojalá Selana no haya venido todavía a recogerlo —musitó Flint.
—Y, si ha venido, le explicaré que todo este jaleo no ha sido culpa de nadie, sino que…
Flint se giró velozmente hacia el kender y lo aferró con brusquedad por el cuello de la túnica.
—¡Si le dices una sola palabra acerca de este asunto, te cortaré la lengua, la freiré y haré que te la comas! —amenazó al kender. Luego lo soltó y reanudó la marcha.
—Caray —resopló enojado el kender mientras dirigía a Flint una mirada resentida. Se arregló la arrugada túnica y fue en pos del enano—. No es una actitud amistosa por tu parte. Sólo intentaba ayudarte.
—Me parece que Flint opina que ya lo has ayudado más que suficiente, Tasslehoff —dijo Tanis, palmeando el hombro del kender. El enano se limitó a soltar un bufido.
* * *
Llegaron al extremo sur de Solace cuando las primeras luces anunciaban el alba por el este. Tanis era partidario de pasar primero por casa para lavarse el polvo del camino y asearse. Una fina sombra de barba, que a ningún elfo le crecería, apuntaba en sus mejillas: la herencia de su padre humano. Pero Flint no quiso ni oír hablar del asunto.
—Tendrás todo el día para lavarte y cambiarte de ropa
después
de que hayamos recobrado el brazalete.
El enano razonó que, si el calderero estaba utilizando su puesto, como había predicho el kender, era más que probable que hubiese pasado la noche en el carro, como hacía la mayoría de los comerciantes ambulantes. Condujo al kender y al semielfo hacia el recinto ferial, en el extremo oeste de la ciudad. Unos cuantos trabajadores de la feria se habían levantado ya y se movían de un lado a otro encendiendo hogueras para el desayuno o trayendo agua. Flint hizo caso omiso de sus amistosos saludos y se encaminó, a la cabeza del mugriento grupo, directamente hacia su tenderete.
—En efecto, aquí está —anunció el enano al ver el cartel colgado, así como algunas herramientas en el interior del espacio cerrado por las cortinas. Pasó entre las colgaduras y salió a la parte posterior, donde encontró el carro del calderero.
—¡Ése es! ¡Y ésa es
Bella!
—gritó Tasslehoff, que había seguido al enano. La vieja yegua estaba atada a uno de los postes del tenderete.
Flint cuadró los hombros y avanzó con zancadas decididas hacia la puerta trasera del vehículo. Tanis lo agarró por el cinturón y lo obligó a detenerse.
—No puedes irrumpir sin más en el carro y despertar a un hombre a estas horas para que te devuelva un brazalete, como si fueras un patán sin educación —advirtió el semielfo.
—¿Y por qué no? —exigió Flint, con los ojos entrecerrados—. El brazalete es mío y lo quiero. Y está durmiendo en mi puesto, que también lo quiero.
—De acuerdo —admitió Tanis—. Pero al menos trata de actuar como una persona civilizada. No es culpa suya que esa joya haya ido a parar a sus manos.
Dos pares de ojos, unos encolerizados y los otros risueños, se volvieron hacia el kender. Al advertir que la conversación tomaba un derrotero poco halagüeño para él, Tasslehoff se acercó de dos saltos a la puerta del carro.
—A mí me conoce. Entraré primero. Sin duda estará cerrada con llave, así que… —La mayoría de la gente habría dicho «llamaré», pero Tas estaba a punto de decir «forzaré la cerradura» cuando reparó en que la puerta ya estaba abierta—. Qué extraño. Suponía que era más cuidadoso. No quiero parecer descortés, pero la gente que asiste a las ferias no está considerada como la más honrada.
—Un rasgo que comparten con los kenders —rezongó Flint. El pequeño semblante de Tas se volvió hacia él y lo miró con intensidad—. Sin embargo, tienes razón. Aquí pasa algo raro.
Con el entrecejo fruncido, Flint subió los dos cajones que hacían las veces de escalones, rebasó al kender, y abrió la puerta con cautela. Tas, asomado bajo su brazo, soltó una exclamación ahogada.
El delgaducho calderero yacía en el suelo, en medio de herramientas caídas; su cabeza y la madera donde reposaba estaban cubiertas de sangre espesa. El enano cruzó el umbral y se agachó sobre una rodilla para comprobar si el hombre tenía pulso.
—¿Está muerto? —preguntaron Tas y Tanis. Los gruesos dedos del enano que sostenían la muñeca del calderero sintieron un latido bastante fuerte.
—Por fortuna, no. Parece peor de lo que es. Kender, ve a buscar un poco de agua —instruyó sin alzar la vista.
Tasslehoff cogió un cazo de cobre que había colgado de un gancho y salió disparado por la puerta, sin, por una vez, hacer preguntas.
Tanis localizó un paño no del todo sucio y lo hizo tiras, en tanto que Flint ponía sobre su regazo la cabeza del calderero y examinaba la herida con cuidado.
—Tiene una contusión del tamaño de un huevo de arpía —comentó.
El hombre gimió y rebulló cuando Flint tanteó con cuidado la zona magullada. Sus ojos, inyectados en sangre, se abrieron y contemplaron el rostro rechoncho de Flint con expresión desconcertada.