El Instante Aleph (23 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: El Instante Aleph
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—Es una cuestión de defensa territorial —dijo Lee con un gesto de negación—. Deberías darte cuenta. En realidad, una TOE reivindica soberanía sobre... el universo y los que están en él. Si los abogados de un congreso de Nueva York se erigieran en soberanos del cosmos, ¿no te tentaría ir y, como mínimo, burlarte de ellos?

—Los físicos no reclaman ninguna soberanía —gruñí—. Y menos aquí, donde se trata de averiguar lo único sobre el universo que los físicos y los técnicos no podrán cambiar. El uso de metáforas políticas burdas como «soberanía» o «imperialismo» es retórica sin contenido; nadie de este congreso va a enviar tropas para anexionar la interacción débil a la fuerte. La unificación no se legisla ni se refuerza; sólo se traza su mapa.

—Ah, el poder de los mapas —dijo solemnemente.

—¡Oh, para ya! Sabes perfectamente que me refiero a algo como un mapa celeste, no a uno de... Kurdistán. Y sin dibujar ninguna constelación ni poner nombre a ninguna estrella. —Lee sonrió con complicidad, como si tuviera en mente una lista muchísimo más larga de atributos con significado cultural y no fuera a dejarme soltar el anzuelo hasta que hubiera pasado por todos ellos—. De acuerdo —añadí—, ¡olvídate de toda la metáfora! La cuestión es que una misma TOE es la base de todo el universo y mantiene a estos sectarios con vida mientras hacen malabarismos y sueltan sandeces, independientemente de que a los malvados físicos reduccionistas se les permita descubrirla o no.

—Los antropocosmólogos no piensan eso. —Lee me ofreció una sonrisa conciliadora—. Por supuesto, las leyes de la física son lo que son y hasta la mitad de los partidarios de Renacimiento Místico reconocería eso... usando una jerga evasiva y condicional adecuada. Casi todos aceptan que el universo se rige a sí mismo de alguna forma... sistemática. Pero una formulación matemática explícita de ese sistema los ofende profundamente.

»Dices que deberían estar satisfechos con su ignorancia en lugar de intentar mantener la TOE fuera del alcance de los hombres. Y, desde luego, seguirán creyendo lo que quieran incluso aunque se confirme que una TOE es correcta. Nunca han permitido que la ortodoxia científica se inmiscuya en su camino, pero las creencias que han elegido les dictan que no pueden pasar por alto el hecho de que los físicos, los genetistas y los neurobiólogos están excavando cada vez a mayor profundidad bajo nuestros pies, sacan a la superficie cualquier cosa que encuentran y lo que descubren influye a la larga sobre todas las culturas de la Tierra.

—¿Y ése es motivo suficiente para venir aquí e intimidar a las personas inocentes con el cadáver mutilado de Eugene O'Neill?

—Sé justo: si reconoces que tienen derecho a creer en lo que quieran, también has de admitir que puedan sentirse amenazados. —La obra estaba a punto de acabar. Uno de los actores recitaba un monólogo sobre la necesidad de mostrar sólo compasión por los pobres científicos que habían perdido el contacto con el alma de Gea.

—Entonces, ¿no te parece que su reivindicación de conocer «la voluntad divina de la Tierra» no es sino la apropiación de toda la tierra formulada en términos más suaves y difusos?

—Claro. —Lee me miró con una mueca de asombro—. Los de RM son como cualquiera; quieren definir el mundo con sus términos, establecer los parámetros y dictar las normas. Como es lógico, han desarrollado una estrategia elaborada para intentar enmascararlo y se refieren a sí mismos con palabras como «generosos», «abiertos» y «globales»; aunque te aseguro que no afirmo que sean más humildes, virtuosos o tolerantes que los racionalistas fanáticos. Sólo intento explicarte sus creencias desde fuera lo mejor que puedo.

—¿Con tu esquema para explicar el universo?

—Exacto. Ésa es mi ardua tarea: ser la guía experta y la intérprete de todas las subculturas de la Tierra. Es la carga de los sociólogos. ¿Quién la llevaría si no? —Sonrió con solemnidad—. A fin de cuentas, soy la única persona objetiva del planeta.

Seguimos paseando en la noche cálida y salimos de la feria itinerante. Al cabo de un minuto o dos me volví a mirar atrás. Desde lejos, era una visión extraña, comprimida por la perspectiva y enmarcada por los edificios circundantes: una extravagante barraca de feria incrustada en medio de una ciudad, que seguía con su vida cotidiana. Y se había creado a sí misma a partir del océano, molécula por molécula, y era consciente de ello. Sin duda, las calles adyacentes parecían anodinas y descoloridas en comparación y llenas de peatones vulgares: ninguno iba vestido de arlequín, ninguno hacía malabarismos con fuego ni tragaba sables. Pero el recuerdo de la inmersión de la tarde y lo que me reveló sobre la isla bastaba para que todo el exotismo consciente de la secta y el montaje de alegría forzada se deshiciera en la insignificancia.

De repente me acordé de lo que me dijo Angelo la noche antes de irme de Sydney: «La gente idealiza aquello de lo que no puede escapar». Quizá ése era el quid de la cuestión para los de Renacimiento Místico. Casi todo el universo había sido inexplicable durante la historia de la humanidad y RM había heredado la corriente cultural que, obstinadamente, había convertido en virtud esa necesidad. Descartaban (o pasaban por una trituradora cultural, en una mala imitación de pluralismo) el bagaje cultural de casi todas las religiones y los otros sistemas de creencias que hicieron lo mismo en su día, y exageraban lo que quedaba en la esencia de la gran «S»: si tienes «sentimientos» humanos plenos, santificas el misterio; si no lo haces, eres menos que humano: un desalmado en el que predomina la parte izquierda del cerebro, un reduccionista necesitado de curación.

James Rourke debería haber estado aquí. La batalla de las palabras «S» estaba en pleno apogeo.

Cuando volvíamos al hotel, me acordé de que quería preguntarle algo a Lee.

—¿Quiénes son los antropocosmólogos? —El término me sonaba como si debiera recordarme algo, pero aparte de connotaciones semánticas vagas, no encontraba nada más.

—No creo que quieras saberlo. Si Renacimiento Místico te indigna...

—¿Son una secta de la ignorancia? No he oído hablar de ella.

—No son una secta de la ignorancia, y la palabra «secta» tiene demasiadas connotaciones negativas y es peyorativa. Aunque la utilizo en el sentido vulgar del término como cualquiera, no debería hacerlo.

—¿Por qué no me dices en qué creen y así podré hacerme una idea de lo intolerante y condescendiente que tengo que ser con ellos?

—Los de CA son muy susceptibles a... la manera en que se los define —dijo sonriendo, aunque parecía preocupada, como si le hubiera pedido que revelara un secreto—. Me costó mucho persuadirlos de que hablaran conmigo y no me permiten publicar nada sobre ellos.

—¡Los de CA! —Intenté simular que estaba indignado para ocultar mi alegría—. ¿A qué te refieres con «permitir»?

—Acepté ciertas condiciones de antemano y he de mantener mi palabra si quiero que sigan colaborando —dijo Lee—. Me han prometido que podré publicarlo todo en la red más adelante, pero, hasta entonces, estoy en periodo de prueba indefinido. Si revelara información a un periodista acabaría con nuestra relación de inmediato.

—No quiero publicar nada sobre ellos. Te aseguro que es completamente extraoficial, sólo por curiosidad.

—Entonces no te pasará nada si esperas unos cuantos años, ¿verdad?

—¿Unos cuantos años? —dije—. Lo admito, es más que curiosidad.

—¿Por qué?

Lo pensé bien, podía hablarle de Kuwale y pedirle que me prometiera guardar el secreto para que Mosala no se viera envuelta en conjeturas inoportunas. Pero ¿cómo podía pedirle que traicionara una confidencia y suplicarle que respetara otra? Sería hipocresía pura, y si estaba dispuesta a intercambiar secretos conmigo, ¿qué validez tendría su promesa?

—Por cierto —dije—, ¿qué tienen en contra de los periodistas? Casi todas las sectas darían lo que fuera por reclutar nuevos miembros. ¿Qué clase de valores y actitudes...?

—No voy a permitir que me líes para que cometa más indiscreciones. —Lee me miraba con desconfianza—. Que se me haya escapado el nombre ha sido sólo culpa mía, pero se acabó. No voy a hablar de los antropocosmólogos.

—¡Oh, vamos! —dije entre risas—. ¡Esto es absurdo! Perteneces a esa secta, ¿verdad? Nada de saludos secretos, tu agenda transmite por infrarrojos: «Soy Indrani Lee, suma sacerdotisa de la Orden Reverenciada y Sagrada».

—Desde luego —dijo después de intentar darme un manotazo del que me aparté a tiempo—, no tienen sacerdotisas.

—¿Quieres decir que son machistas? ¿Sólo para mascs?

—Ni sacerdotes —dijo frunciendo el ceño—. Y no pienso decirte nada más.

Seguimos andando en silencio. Saqué la agenda y lancé a
Sísifo
un montón de miradas significativas. Sin embargo, la palabra completa no abrió ninguna cueva de Alí Babá llena de datos; todas las búsquedas sobre Cosmología Antropológica resultaron infructuosas.

—Lo siento —dije—. No más preguntas ni más provocaciones. ¿Y si en realidad necesito ponerme en contacto con ellos pero no puedo decirte por qué?

—Me parece poco probable. —Lee no se conmovió.

—Alguien llamado Kuwale ha intentado hablar conmigo —dije después de dudar—. Me ha enviado varios mensajes crípticos estos días, pero no acudió a una cita que teníamos anoche. Sólo quiero saber qué pasa. —Casi todo era mentira, pero no iba a admitir que había estropeado una oportunidad perfecta de descubrir de qué iban los de CA. Aun así, Lee seguía impasible; si había oído antes aquel nombre, no lo demostró—. ¿No puedes hacerles llegar el mensaje de que quiero hablar con ellos? —añadí—. ¿Darles la oportunidad de que decidan si me rechazan o no?

Se detuvo. Una chica de la secta con zancos se agachó y le arrojó un montón de panfletos comestibles en la cara, el boletín informativo sobre el congreso de Einstein de RM en versión no electrónica.

—Me pides mucho —dijo Lee mientras, irritada, apartaba a la fem de un manotazo—. Si se ofenden y pierdo cinco años de trabajo...

«No perderías cinco años de trabajo —pensé—, sino que por fin tendrías libertad de publicarlo.» Pero decírselo no me pareció muy diplomático.

—La primera persona que me habló de los antropocosmólogos fue Kuwale, no tú. Así que ni siquiera es necesario que les digas que me has comentado algo. Sólo diles que he estado haciendo preguntas a personas del congreso y, casualmente, a ti también. —Dudó—. Kuwale me insinuó algo sobre posibles actos violentos —añadí—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Olvidarme de éil? ¿Intentar abrirme paso a través de cualquier extraño equipo técnico que se utilice en Anarkia para solucionar las desapariciones misteriosas?

—Supongo que si les digo que andas metiendo la pata por ahí —dijo Lee molesta, con una mirada que daba a entender que no la había impresionado—, no me echarán nada en cara.

—Gracias.

—¿Actos violentos? —No parecía satisfecha—. ¿Contra quién?

—No me lo dijo. —Negué con un gesto—. Seguro que no será nada, pero he de investigarlo.

—Quiero que me lo cuentes todo cuando lo averigües.

—Te prometo que lo haré.

Habíamos vuelto al grupo de teatro, que ahora representaba una fábula de un niño con cáncer que sólo se podía salvar si no le decían la verdad (que era estresante e inhibía el sistema inmunológico). ¡Mira, mamá, ciencia auténtica! El problema era que hacía treinta años que los efectos del estrés sobre el sistema inmunológico se podían tratar con fármacos.

Me quedé un rato mirando la representación, haciendo de abogado del diablo contra la primera impresión que me había causado. Intenté convencerme de que la historia podía tener algún contenido oculto interesante, una verdad eterna que trascendiera las contingencias médicas desfasadas.

Sinceramente, si la había, no pude encontrarla. Por lo que me transmitían acerca del mundo que supuestamente compartíamos, me habría dado igual que aquellos fervorosos payasos fueran enviados de otro planeta.

¿Y si yo estaba equivocado y ellos en lo cierto? ¿Y si todo lo que me parecía un montaje falaz era, en realidad, sabiduría iluminada? ¿Y si este cuento burdo y sentimental revelaba la verdad más profunda sobre el mundo?

Entonces estaba más que equivocado y me habían engañado por completo. Estaba perdido más allá de cualquier posibilidad de redención, un expósito de otra cosmología con una lógica absolutamente distinta sin lugar en ésta.

No había posibilidad de acuerdo ni opción de tender puentes. Era imposible que ellos y yo tuviéramos una parte de razón. Renacimiento Místico proclamaba sin descanso que había encontrado el equilibrio perfecto entre misticismo y racionalismo, como si el universo hubiera estado esperando esta distensión acogedora antes de decidir cómo conducirse y estuviera sinceramente aliviado de que las partes en conflicto hubieran llegado a un acuerdo amistoso que no hería las delicadas sensibilidades culturales de nadie y daba la importancia adecuada a los puntos de vista de cada uno. Salvo, desde luego, por el detalle de que los ideales humanos de equilibrio y compromiso, sin importar lo loables que fueran en el ámbito político y social, no tenían nada que ver con la forma en la que se comportaba el universo.

Los de ¡Ciencia Humilde! calificarían a cualquiera que expresara esta opinión de «tirano del cienticifismo» y los de Renacimiento Místico lo llamarían «víctima del entumecimiento psíquico» que necesita ser «curado». Pero incluso si las sectas tenían razón, el principio en sí no se podía atenuar, reconciliar con sus opuestos ni llevar al redil. Era cierto o falso, o esas palabras habían perdido su significado y el universo era una sombra incomprensible.

Y al fin, empatía. Si algo de esto era mutuo, si los de RM se sentían tan alienados y desposeídos por la idea de una TOE como lo estaba yo al pensar que sus nociones lunáticas pudieran dar forma a la tierra que pisaba, entonces comprendía por qué habían venido aquí.

Los actores saludaron. Algunos espectadores, casi todos miembros de la secta disfrazados, aplaudieron. Supuse que la obra había tenido un final feliz; yo había dejado de prestar atención. Saqué la agenda y transferí veinte dólares a la que habían puesto en el suelo delante de ellos. Hasta los seguidores de Jung vestidos de payaso tenían que comer: Primera Ley de la Termodinámica.

—Dime con sinceridad —dije, volviéndome hacia Indrani Lee—, ¿en serio eres la única persona que puede distanciarse de todas las culturas, los sistemas de creencias y de toda causa de partidismo y ver la verdad?

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