Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—No —replicó ella—. Tú primero.
—¿Por qué?
—Porque no confío en tus promesas.
—Muy bien, pues. Iremos juntos.
Daisy no estaba segura de por qué se molestaba en hacer aquello. No quería a Boy, hacía ya mucho tiempo que había dejado de quererlo. Estaba enamorada de Lloyd Williams, que seguía en España en una misión de la que no podía desvelar mucho. Pero estaba casada con Boy. Él le había sido infiel, y con varias mujeres. Pero ella también había cometido adulterio, aunque con un solo hombre. Le faltaba una base ética en la que sustentarse, y en consecuencia estaba paralizada. Solo tenía la sensación de que si cumplía con su deber como esposa tal vez podría conservar un ápice de respeto por sí misma.
La consulta del médico estaba en Harley Street, no muy lejos de su casa, aunque en un barrio menos caro. A Daisy la exploración le resultó desagradable. El médico era un hombre, y se quejó de que llegase con diez minutos de retraso. Le hizo un sinfín de preguntas sobre su salud general, su menstruación y lo que él denominó sus «relaciones» con su marido, sin mirarla pero tomando notas con una estilográfica. Después le introdujo una serie de instrumentos metálicos y fríos por la vagina.
—Hago esto a diario, así que no tiene de qué preocuparse —le dijo, y le dedicó una sonrisa que transmitía todo lo contrario.
Cuando salió de la consulta, en cierto modo esperaba que Boy faltase a su palabra y se negase a hacerse el examen. En efecto, la idea parecía amargarlo, pero acabó entrando.
Mientras esperaba, Daisy releyó una carta que le había enviado su hermanastro, Greg. Había descubierto que era padre de un hijo, fruto de una aventura que había tenido a los quince años con una chica negra. Para asombro de Daisy, el seductor Greg estaba muy emocionado con la noticia y ansioso por formar parte de la vida del pequeño, aunque como tío, en lugar de como padre. Y lo que era todavía más sorprendente: Lev había conocido al niño y decía que era muy listo.
Daisy pensó en la ironía de que Greg tuviera un hijo cuando nunca lo había deseado y que Boy no lo tuviera cuando lo ansiaba con toda el alma.
Boy salió de la consulta una hora después. El doctor les dijo que les daría los resultados en una semana. Se marcharon a las doce del mediodía.
—Necesito una copa después de esto —dijo Boy.
—Yo también —convino Daisy.
Miraron a un lado y al otro de aquella calle de casas idénticas.
—Este barrio es un maldito desierto. Ni un pub a la vista.
—Yo no voy a ir a un pub —dijo Daisy—. Quiero un martini y en los pubs no saben prepararlos. —Hablaba por experiencia. Había pedido un martini seco en el King’s Head de Chelsea y le habían servido un vaso de vermut asquerosamente caliente—. Llévame al hotel Claridge, por favor. Está a solo cinco minutos a pie.
—Excelente idea.
El bar del Claridge estaba lleno de conocidos. Los restaurantes tenían que aplicar en sus menús las normas de austeridad imperantes, pero el Claridge había encontrado un resquicio legal: no había restricciones en cuanto a regalar comida, de modo que ofrecían un bufet libre y solo aplicaban sus habituales precios elevados a las bebidas.
Daisy y Boy se sentaron en un espléndido salón
art déco
y degustaron unos cócteles perfectos. Daisy empezó a sentirse mejor.
—El médico me ha preguntado si he pasado las paperas —dijo Boy.
—Y así es. —Era una enfermedad que afectaba mayoritariamente a los niños, pero Boy la había contraído un par de años antes. Se había alojado unos días en una vicaría de East Anglia y los tres hijos del vicario, de corta edad, se la habían contagiado. La experiencia había sido muy dolorosa—. ¿Te ha dicho por qué?
—No. Ya sabes cómo son esos tipos. Nunca sueltan prenda.
Daisy cayó en la cuenta de que ya no era tan despreocupada como en el pasado. Antes nunca habría pensado en su matrimonio en aquellos términos. Siempre le había encantado lo que Escarlata O’Hara decía en
Lo que el viento se llevó
: «Ya lo pensaré mañana». Pero eso había cambiado. Tal vez estaba madurando.
Boy pedía el segundo cóctel cuando Daisy miró hacia la puerta y vio entrar al marqués de Lowther, ataviado con un uniforme arrugado y sucio.
Daisy lo despreciaba. Desde que conocía su relación con Lloyd la trataba con una familiaridad empalagosa, como si compartiesen un secreto que los hacía ser íntimos.
Lowther se sentó a su mesa sin esperar a que le invitaran a hacerlo, dejó caer la ceniza del cigarro sobre sus pantalones caqui y pidió un manhattan.
Daisy supo al instante que no se traía nada bueno entre manos. Había en sus ojos una mirada de malvado deleite que no podía deberse solo al placer de estar a punto de tomarse un buen cóctel.
—Hacía como un año que no te veía, Lowthie —le dijo Boy—. ¿Dónde has estado?
—En Madrid —contestó Lowthie—. No puedo contar mucho. Súper secreto, ya sabes. ¿Y tú?
—Pasé mucho tiempo formando a pilotos, aunque últimamente he volado en varias misiones, ahora que hemos intensificado el bombardeo de Alemania.
—Fantástico. Que los alemanes tomen de su propia medicina.
—Puede que tú opines eso, pero muchos pilotos empiezan a protestar.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Porque toda esta historia de los objetivos militares es una descomunal mentira. No tiene sentido bombardear fábricas alemanas porque enseguida las reconstruyen, así que estamos bombardeando regiones densamente pobladas por gente de clase obrera. Así no pueden reemplazar tan deprisa a los trabajadores.
Lowther parecía sorprendido.
—Eso significa que nuestra política consiste en matar a civiles.
—Exacto.
—Pero el gobierno nos asegura que…
—El gobierno miente —lo interrumpió Boy—. Y la tripulación de los bombarderos lo sabe. A muchos les importa un carajo, claro, pero otros se sienten mal. Creen que si estamos haciendo lo correcto, deberíamos decirlo, y que si estamos haciendo algo malo, deberíamos parar.
Lowther parecía inquieto.
—No estoy seguro de si deberíamos hablar de esto aquí.
—Sí, supongo que tienes razón —convino Boy.
Llegó la segunda ronda de cócteles. Lowther se volvió hacia Daisy.
—¿Y qué tal la mujercita? —dijo—. Debes de estar trabajando al servicio de la guerra. La ociosidad es la madre de todos los vicios, según el proverbio.
Daisy contestó con naturalidad.
—Ahora que ha acabado el Blitz, ya no se necesitan conductores para las ambulancias, así que trabajo para la Cruz Roja estadounidense. Tenemos una oficina en Pall Mall. Hacemos lo que podemos para ayudar a los militares destinados en Londres.
—Hombres solos necesitados de compañía femenina, ¿eh?
—La mayoría solo tienen morriña. Les gusta oír el acento de su país.
Lowthie le lanzó una mirada lasciva.
—Espero que se te dé bien consolarlos.
—Hago lo que puedo.
—No me cabe la menor duda.
—Oye, Lowthie, no estarás un poco borracho… Ya sabes que esa forma de hablar no es precisamente agradable —terció Boy.
A Lowther se le avinagró el semblante.
—Oh, vamos, Boy, no me digas que no lo sabes. ¿Estás ciego o qué?
—Boy, por favor, llévame a casa —dijo Daisy.
Boy no le hizo caso y se dirigió de nuevo a Lowther.
—¿A qué diablos te refieres?
—Pregúntale por Lloyd Williams.
—¿Quién demonios es Lloyd Williams? —exclamó Boy.
—Me voy a casa sola, si no quieres llevarme —insistió Daisy.
—¿Conoces a ese tal Lloyd Williams, Daisy?
«Es tu hermano», pensó Daisy, y sintió el irrefrenable impulso de revelar el secreto y dejarlo petrificado, pero acabó resistiendo la tentación.
—Lo conoces —dijo—. Fue a Cambridge contigo. Hace años lo encontramos a la salida de un teatro del East End.
—¡Ah! —contestó Boy al recordarlo. Luego, desconcertado, le preguntó a Lowther—: ¿Él? —A Boy le resultaba difícil contemplar como rival a alguien como Lloyd. Con creciente incredulidad, añadió—: ¿Un hombre que no puede ni costearse un traje de etiqueta?
—Hace tres años asistió a mi curso de instrucción en Ty Gwyn, cuando Daisy vivía allí —contestó Lowther—. Creo recordar que entonces tú estabas arriesgando la vida en el cielo de Francia a bordo de un Hawker Hurricane. Ella se entretenía con esa rata galesa… ¡en la casa de tu familia!
A Boy empezaba a encendérsele la cara.
—Si te lo estás inventando, Lowthie, juro por Dios que te daré una paliza.
—¡Pregúntale a tu mujer! —dijo Lowther con una sonrisa confiada.
Boy se volvió hacia Daisy.
Daisy no se había acostado con Lloyd en Ty Gwyn. Había dormido con él en su antigua cama, en casa de su madre, durante el Blitz. Eso no podía decírselo a Boy en presencia de Lowther, y en cualquier caso no era más que un detalle. La acusación de adulterio era cierta, y ella no pensaba negarla. El secreto se había desvelado. Lo único que quería era conservar una apariencia de dignidad.
—Te contaré todo lo que quieras saber, Boy…, pero no delante de este esnob baboso —dijo.
Boy alzó la voz, perplejo.
—De modo que no lo niegas.
Los clientes de la mesa contigua los miraron, parecieron abochornados y volvieron a centrarse en sus copas.
Daisy también alzó la voz.
—Me niego a que se me interrogue en el bar del hotel Claridge.
—Entonces, ¿lo reconoces? —gritó Boy.
El salón quedó en silencio.
Daisy se puso en pie.
—No reconozco ni niego nada aquí. Te lo contaré todo en privado, que es donde los matrimonios civilizados hablan de estos asuntos.
—¡Dios mío, lo hiciste, te acostaste con él! —bramó Boy.
Incluso los camareros se habían detenido y observaban la discusión.
Daisy se encaminó a la puerta.
—¡Zorra! —gritó Boy.
Daisy no pensaba marcharse dejando las cosas así. Se dio la vuelta.
—Claro, tú sabes mucho de zorras. Tuve la desgracia de conocer a dos de las tuyas, ¿recuerdas? —Miró a su alrededor—. Joanie y Pearl —dijo con voz desdeñosa—. ¿Cuántas esposas soportarían eso? —Se marchó antes de que él pudiese replicar.
Subió a uno de los taxis que aguardaban en la puerta. Cuando este se ponía en marcha, vio a Boy salir del hotel y subir al siguiente taxi.
Indicó al taxista su dirección.
En cierto modo se sentía aliviada porque la verdad hubiese salido a la luz. Pero también se sentía terriblemente triste. Sabía que algo se había acabado.
La casa estaba a apenas unos cuatrocientos metros. Justo cuando llegaba, el taxi de Boy se detuvo detrás.
Boy la siguió al vestíbulo.
Daisy supo que no podría quedarse allí con él. Aquello se había acabado. No volvería a compartir su hogar ni su cama.
—Tráeme una maleta, por favor —le dijo al mayordomo.
—Enseguida, milady.
Miró a su alrededor. Era una casa del siglo XVIII, de proporciones perfectas, con unas elegantes escaleras curvadas, pero en realidad no lamentaba abandonarla.
—¿Adónde vas? —le preguntó Boy.
—A un hotel, supongo. Aunque no creo que elija el Claridge.
—¡Para encontrarte con tu amante!
—No, está en el extranjero. Pero sí, lo amo. Lo siento, Boy. No tienes derecho a juzgarme, tus agravios son peores. Y yo ya me juzgo sola.
—Se acabó —dijo él—. Voy a divorciarme de ti.
Daisy comprendió que aquellas eran las palabras que había estado esperando oír. Ahora que él las había pronunciado, todo había terminado. Su nueva vida empezaba en ese momento.
Suspiró.
—Gracias a Dios —dijo.
Daisy alquiló un apartamento en Piccadilly. Tenía un cuarto de baño espacioso, de estilo norteamericano y con ducha. Había dos servicios independientes, uno para los invitados, un lujo ridículo a los ojos de la mayoría de los ingleses.
Afortunadamente, el dinero no suponía un problema para Daisy. Era rica gracias a la herencia de su abuelo Vyalov, y administraba su fortuna desde que había cumplido veintiún años, una fortuna en dólares estadounidenses.
Era difícil comprar muebles nuevos, de modo que optó por las antigüedades, que abundaban a precios muy bajos. Colgó cuadros modernos para dar un aire alegre y juvenil al apartamento. Contrató a una lavandera entrada en años y a una chica de la limpieza, y le resultó fácil llevar la casa sin mayordomo ni cocinera, más aún sin un marido al que tener que mimar.
Los sirvientes de la casa de Mayfair empaquetaron toda su ropa y se la enviaron en un camión de mudanzas. Daisy y la lavandera pasaron la tarde abriendo las cajas y ordenándolo todo pulcramente.
La habían humillado y liberado al mismo tiempo. A fin de cuentas, pensó, estaba mejor así. La herida del rechazo cicatrizaría, pero se había librado de Boy para siempre.
Una semana después sintió curiosidad por los resultados del examen médico. El doctor, por supuesto, habría informado a Boy, en calidad de marido. Daisy no quería preguntarle a él, y de todos modos pensó que tampoco importaba ya, así que prefirió olvidar el asunto.
Disfrutó transformando aquel piso en su nuevo hogar. Durante un par de semanas estuvo demasiado ocupada para retomar la vida social. Cuando acabó de acondicionar el apartamento, decidió ver a todas las amigas a las que había descuidado.
Tenía muchas amistades en Londres. Llevaba allí siete años. Durante los últimos cuatro, Boy había pasado más tiempo fuera que dentro de casa, y ella había asistido sola a fiestas y a bailes, de modo que el hecho de no tener marido no iba a suponer una gran diferencia en su vida, supuso. Sin duda la tacharían de las listas de invitados de la familia Fitzherbert, pero había muchas más en la sociedad de Londres.
Compró cajas de whisky, ginebra y champán, recorriendo todo Londres en busca de lo poco que podía adquirirse de forma legal y consiguiendo el resto en el mercado negro. Después envió invitaciones para la fiesta de inauguración del piso que había decidido celebrar.
Las respuestas llegaron con inquietante prontitud y todas fueron negativas.
Llamó a Eva Murray con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué nadie quiere venir a mi fiesta? —gimió.
Eva estaba en su puerta diez minutos después.
Llegó con tres niños y una niñera. Jamie tenía seis años, Anna cuatro y Karen, el bebé, dos.
Daisy le enseñó el apartamento y después pidió que les preparasen té mientras Jamie convertía el sofá en un tanque, con sus hermanas como tripulantes.