Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Daisy estalló en carcajadas. Lloyd tenía un aspecto cómico, uniformado y con el pene flácido colgando por fuera de la bragueta.
—¿Puedo hacerte una foto así? —le preguntó ella.
Lloyd bajó la mirada y vio a qué se refería.
—Oh, lo siento.
—¡No! ¡No te atrevas a esconderlo! Quédate exactamente como estás, y dime lo que ibas a decirme.
Él sonrió.
—Daisy, cariño, ¿quieres ser mi esposa?
—Cuanto antes —contestó ella.
Volvieron a yacer abrazados.
La novedad del olor de Lloyd pronto se desvaneció. Se ducharon juntos. Daisy lo enjabonó de pies a cabeza, disfrutando alegremente de su bochorno cuando le lavó las partes más íntimas. Le frotó el pelo con champú y cepilló sus mugrientos pies.
Cuando ya estaba limpio, Lloyd insistió en lavarla a ella, pero apenas había llegado a sus pechos cuando sintieron el apremio de volver a hacer el amor. Y lo hicieron allí, de pie en la ducha, con el agua caliente derramándose por sus cuerpos. Era obvio que él había olvidado momentáneamente su aversión por los embarazos ilegítimos, y a ella no le importó.
Después Lloyd se afeitó frente al espejo. Daisy se envolvió en una toalla y se sentó sobre la tapa del retrete, contemplándolo.
—¿Cuánto tardarás en divorciarte? —le preguntó Lloyd.
—No lo sé. Será mejor que hable con Boy.
—Pero no hoy. Te quiero para mí todo el día.
—¿Cuándo vas a ir a ver a tus padres?
—Quizá mañana.
—Aprovecharé entonces para ir a hablar con Boy. Quiero acabar con esto lo antes posible.
—Muy bien —dijo Lloyd—. Decidido, pues.
Daisy se sintió extraña al entrar en la casa en la que había vivido con Boy. Un mes antes había sido también su casa. Había tenido libertad para ir y venir a su antojo, y acceder a cualquier estancia sin pedir permiso. Los sirvientes habían obedecido todas sus órdenes sin replicar. Ahora era una extraña allí. Se dejó puestos el sombrero y los guantes, y tuvo que seguir al viejo mayordomo, que la precedió hasta la sala de estar.
Boy no le estrechó la mano ni la besó. Parecía desbordado por una especie de indignación justificada.
—Todavía no he contratado a un abogado —le dijo Daisy mientras tomaba asiento—. Quería hablar antes en persona contigo. Confío en que podamos hacer esto sin llegar a odiarnos. Al fin y al cabo, no hay niños por los que pelear, y los dos tenemos mucho dinero.
—¡Me has traicionado! —exclamó él.
Daisy suspiró. Estaba claro que aquello no iba a ir como ella esperaba.
—Los dos hemos cometido adulterio —respondió—. Y tú antes que yo.
—Me has humillado. ¡Todo Londres lo sabe!
—Intenté evitar que te pusieras en ridículo en el Claridge, ¡pero estabas demasiado ocupado humillándome a mí! Espero que hayas dado su merecido a ese repugnante marqués.
—¿Por qué? Me hizo un favor.
—Podría haberte hecho un favor mucho más grande hablando contigo discretamente en el club.
—No entiendo cómo has podido enamorarte de un palurdo de clase baja como Williams. He averiguado unas cuantas cosas sobre él. ¡Su madre fue criada!
—Probablemente es la mujer más impresionante que he conocido.
—Espero que estés al corriente de que nadie sabe quién es su verdadero padre.
Daisy pensó que aquello era lo más irónico que podía haber esperado.
—Sé quién es su padre —contestó.
—¿Quién?
—No pienso decírtelo.
—¿Lo ves?
—Esto no nos está llevando a ninguna parte.
—No.
—Creo que será mejor que le pida a un abogado que te escriba. —Se puso en pie—. Hubo un tiempo en que te quise, Boy —dijo con voz triste—. Eras divertido. Siento que yo no fuera suficiente para ti. Te deseo que seas feliz. Espero que te cases con alguien más adecuado para ti, y que te dé muchos hijos. Me alegraré mucho cuando eso ocurra.
—Pues no ocurrirá —contestó él.
Daisy se había encaminado a la puerta, pero al oír aquello se volvió.
—¿Por qué dices eso?
—He recibido el informe del médico al que fuimos.
Daisy se había olvidado ya de aquella visita médica. Le había parecido irrelevante después de separarse.
—¿Qué te ha dicho?
—Tú no tienes ningún problema. Puedes tener toda una camada de cachorros, si quieres. Pero yo no puedo engendrar hijos. A veces las paperas provocan infertilidad en los hombres adultos, y a mí me ha tocado. —Se rió amargamente—. Todos esos malditos alemanes disparándome durante años, y han acabado tumbándome los tres mocosos de un vicario.
Daisy sintió lástima por él.
—Oh, Boy, lo siento mucho.
—Bueno, aún lo vas a sentir más, porque no pienso divorciarme de ti.
Daisy se quedó helada.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no?
—¿Por qué iba a molestarme en divorciarme? No voy a volver a casarme. No puedo tener hijos. El hijo de Andy será el heredero.
—¡Pero yo quiero casarme con Lloyd!
—¿Por qué iba a importarme eso a mí? ¿Por qué iba a tener él hijos si yo no puedo?
Daisy se sintió desolada. ¿Le iban a arrebatar la felicidad justo cuando parecía tenerla al alcance de la mano?
—¡Boy, no puedes hablar en serio!
—En toda mi vida he hablado más en serio.
Su voz denotaba angustia.
—¡Pero Lloyd quiere tener hijos!
—Debería haber pensado en eso antes de f… f… follarse a la mujer de otro.
—Muy bien —repuso ella, desafiante—. Pues entonces me divorciaré yo.
—¿Alegando qué?
—Adulterio, por supuesto.
—No tienes pruebas. —Daisy estaba a punto de decir que eso no supondría un problema cuando él sonrió con malicia y añadió—: Y yo me encargaré de que no las consigas.
Podía hacerlo si era discreto con sus aventuras, comprendió Daisy con creciente horror.
—¡Pero tú me rechazaste! —gritó.
—Le diré al juez que siempre serás bienvenida en esta casa.
Daisy intentó contener las lágrimas.
—Nunca creí que me odiaras tanto —dijo, abatida.
—¿Ah, no? —contestó Boy—. Bien, pues ahora ya lo sabes.
Lloyd Williams fue a la casa de Boy Fitzherbert, en Mayfair, a media mañana, momento del día en que Boy estaría sobrio, y le dijo al mayordomo que era el comandante Williams, un pariente lejano. Creía que merecía la pena mantener una conversación de hombre a hombre. Obviamente, Boy no querría dedicar el resto de su vida a vengarse… Lloyd iba uniformado, confiando en que Boy lo viera como lo que él también era, un combatiente, aunque sin duda prevalecería el sentido común.
Lo acompañaron a la sala de estar, donde Boy leía el periódico y fumaba un cigarro. Boy tardó un momento en reconocerlo.
—¡Tú! —exclamó cuando finalmente lo hizo—. Ya puedes largarte ahora mismo.
—He venido a pedirte que concedas el divorcio a Daisy —dijo Lloyd.
—Fuera de aquí. —Boy se puso en pie.
—Veo que contemplas la idea de intentar pegarme, así que para ser justos te diré que no te resultará tan fácil como imaginas. Puede que sea un poco más bajo que tú, pero soy peso ligero de boxeo y he ganado bastantes combates.
—No pienso mancharme las manos contigo.
—Buena decisión. Pero ¿vas a reconsiderar lo del divorcio?
—Rotundamente, no.
—Hay algo que no sabes —dijo Lloyd— y que tal vez te haga cambiar de opinión.
—Lo dudo —contestó Boy—, pero adelante; ya que estás aquí, dispara. —Se sentó, pero no ofreció asiento a Lloyd.
«Yo de ti no lo dudaría tanto», pensó Lloyd.
Se sacó del bolsillo una fotografía vieja de color sepia.
—Si eres tan amable, mira esta fotografía. Soy yo. —La dejó sobre la mesa de café, al lado del cenicero de Boy.
Boy la cogió.
—Este no eres tú. Se parece a ti, pero el uniforme es victoriano. Debe de ser tu padre.
—En realidad es mi abuelo. Dale la vuelta.
Boy leyó la inscripción que había en el reverso.
—¿Conde Fitzherbert? —preguntó con aire desdeñoso.
—Sí. El anterior conde, tu abuelo… y el mío. Daisy encontró esa foto en Ty Gwyn. —Lloyd tomó aire—. Le dijiste a Daisy que nadie sabe quién es mi padre. Bien, yo mismo puedo decírtelo. Es el conde Fitzherbert. Somos hermanos, Boy. —Esperó su respuesta.
Boy se echó a reír.
—¡Eso es ridículo!
—La misma reacción que tuve yo cuando me enteré.
—Bueno, tengo que admitir que me has sorprendido. Habría esperado que vinieras con algo mejor que esta fantasía absurda.
Lloyd había confiado en que aquella revelación conmocionaría a Boy y lo haría cambiar de actitud, pero por el momento no estaba funcionando. Sin embargo, prosiguió con su razonamiento.
—Vamos, Boy, ¿tan improbable te parece? ¿Acaso no es algo que pasa continuamente en las grandes mansiones? Criadas guapas, jóvenes nobles y ardientes, y la naturaleza sigue su curso. Cuando nace un bebé, el asunto se encubre. Por favor, no finjas que no tenías ni idea de que estas cosas pasan.
—No dudo que sea algo habitual. —Su confianza empezaba a tambalearse, pero Boy seguía fanfarroneando—. Sin embargo, mucha gente finge tener algún vínculo con la aristocracia.
—Oh, por favor —repuso Lloyd con tono despectivo—. Yo no quiero tener ningún vínculo con la aristocracia. No soy el aprendiz de un pañero con sueños de grandeza. Provengo de una distinguida familia de políticos socialistas. Mi abuelo materno fue uno de los fundadores de la Federación Minera de Gales del Sur. Lo último que necesito es tener un vínculo de bastardía con un par conservador. Ya es bastante bochornoso para mí.
Boy volvió a reírse, aunque con menos convicción.
—¡Tú, abochornado! Vaya, el típico renegado de su origen noble que ensalza la clase social inferior a la que quiere pertenecer.
—¿Inferior? Tengo más probabilidades que tú de llegar a ser primer ministro. —Lloyd comprendió que se habían enzarzado en una pelea de gallos, y no era eso lo que quería—. No importa —dijo—. Estoy tratando de convencerte de que no pases el resto de tu vida vengándote de mí… aunque solo sea porque somos hermanos.
—Sigo sin creérmelo —contestó Boy mientras dejaba la foto en la mesa y cogía el cigarro.
—Yo tampoco me lo creí al principio. —Lloyd siguió intentándolo, todo su futuro estaba en juego—. Entonces me recordaron que mi madre trabajaba en Ty Gwyn cuando se quedó embarazada, que siempre se había mostrado evasiva con la identidad de mi padre, y que poco antes de que yo naciera de algún modo consiguió dinero para comprar una casa de tres habitaciones en Londres. Le planteé mis sospechas y ella admitió la verdad.
—Es irrisorio.
—Pero sabes que es verdad, ¿no es así?
—Pues no.
—Yo creo que sí. ¿Ni siquiera por nuestra fraternidad harás lo más decente?
—No.
Lloyd vio que no iba a ganar. Se sintió abatido. Boy tenía el poder de arruinar su vida, y estaba decidido a hacer uso de él.
Cogió la fotografía y se la guardó en el bolsillo.
—Le preguntarás a tu padre sobre esto. No podrás resistirte. Necesitarás saberlo.
Boy profirió un sonido burlón.
Lloyd se dirigió a la puerta.
—Creo que él te dirá la verdad. Adiós, Boy.
Salió y cerró la puerta a su paso.
1943 (II)
El coronel Albert Beck recibió un balazo ruso en el pulmón derecho en Járkov en marzo de 1943. Tuvo suerte: un cirujano del campamento le practicó un drenaje en el pecho y volvió a inflarle el pulmón, lo que le permitió salvarle la vida por los pelos. Debilitado por la pérdida de sangre y por la infección casi inevitable, Beck fue trasladado a su país en tren y acabó en el hospital de Berlín donde trabajaba Carla.
Era un hombre fuerte y fibroso de cuarenta y pocos años, con calvicie prematura y una mandíbula prominente similar a la proa de un barco vikingo. La primera vez que habló con Carla estaba bajo los efectos de la medicación y tenía fiebre, por lo que fue muy indiscreto.
—Estamos perdiendo la guerra —dijo.
Ella prestó atención de inmediato. Un oficial descontento era una fuente potencial de información.
—Los periódicos dicen que estamos reduciendo la línea de batalla en el frente oriental —respondió ella sin darle demasiada importancia.
Él rió con desdén.
—Eso significa que nos estamos retirando.
Carla siguió sonsacándole información.
—Y en Italia la cosa pinta mal. —El dictador italiano Benito Mussolini, el mayor aliado de Hitler, había sido derrocado.
—¿Se acuerda de 1939 y 1940? —preguntó Beck con nostalgia—. Una brillante victoria relámpago tras otra. Eso sí que eran buenos tiempos.
Saltaba a la vista que no se movía por ninguna ideología, tal vez ni siquiera le interesara la política. Era un militar patriota normal y corriente que había dejado de engañarse a sí mismo.
Carla le siguió la corriente.
—No es posible que, como dicen, el ejército ande escaso de todo, desde balas hasta calzoncillos. —Últimamente, no era raro oír en Berlín conversaciones de ese tipo, más bien arriesgadas.
—Claro que sí. —Beck estaba desinhibido por completo pero conservaba bastante la capacidad de articular—. Alemania no puede de ninguna manera fabricar tantos fusiles y tanques como la Unión Soviética, Gran Bretaña y Estados Unidos juntos, sobre todo porque no paran de bombardearnos. Y no importa a cuántos rusos matemos, el Ejército Rojo parece disponer de una fuente inagotable de reclutas.
—¿Qué cree que ocurrirá?
—Los nazis no admitirán nunca la derrota, por supuesto, o sea que no parará de morir gente. Morirán a millones, y todo porque los nazis son demasiado orgullosos para dar su brazo a torcer. Qué locura. Qué locura. —Se quedó dormido.
Tenía que estar muy enfermo, o muy desquiciado, para pronunciar semejantes pensamientos en voz alta, pero Carla creía que cada vez había más gente que opinaba igual. A pesar de la constante propaganda del gobierno, era evidente que Hitler estaba perdiendo la guerra.
No se había abierto ninguna investigación policial por la muerte de Joachim Koch. Los periódicos lo presentaron como un atropello. Carla había superado la conmoción inicial, pero de vez en cuando la asaltaba la conciencia de que había asesinado a un hombre y revivía mentalmente su muerte, y entonces le flaqueaban las fuerzas y tenía que sentarse. Por suerte, solo le había ocurrido una vez mientras estaba trabajando y le quitó importancia aduciendo un desmayo debido al hambre, lo cual era perfectamente verosímil en el Berlín de los tiempos de la guerra. Su madre lo llevaba peor. Resultaba curioso que Maud amara a Joachim, con lo blando y tontito que era; pero nada podía justificar el amor. Carla también había sufrido un completo desengaño con Werner Franck al creerlo fuerte y valiente y luego descubrir que era débil y egoísta.