El invierno del mundo (113 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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Carla se acordó de inmediato del hijo de Ada, Kurt, y del hermano de Werner, Axel, y del mal llamado hospital de Akelberg. No sabía adónde llevaban a esos pacientes, pero estaba segura de que iban a matarlos.

—¡Esta gente está enferma! —exclamó el doctor Rothmann, indignado—. ¡Necesitan tratamiento!

—No están enfermos, están locos, y los llevamos al lugar que les corresponde.

—¿A un hospital?

—Se le informará a su debido tiempo.

—Esa explicación no me basta.

Carla sabía que no debía intervenir. Si averiguaban que no era judía se metería en problemas. Sin embargo, tampoco tenía un aspecto muy ario con su pelo oscuro y los ojos verdes. Si no abría la boca, era probable que no la molestaran. Sin embargo, si mostraba su oposición a lo que las SS estaban haciendo, la detendrían e interrogarían, y entonces averiguarían que estaba trabajando de forma ilegal. De modo que apretó los dientes.

El oficial alzó la voz.

—Daos prisa, meted a esos cretinos en el autobús.

—Tiene que informarme del lugar al que los trasladan. Son mis pacientes —insistió Rothmann.

En sentido estricto no eran sus pacientes ya que no era psiquiatra.

—Si tanto se preocupa por ellos, puede acompañarlos —le espetó el hombre de las SS.

El doctor Rothmann palideció. Si aceptaba, encontraría la muerte.

Carla pensó en su mujer, Hannelore; su hijo, Rudi, y su hija, Eva, que estaba en Inglaterra; el miedo la atenazó.

El oficial sonrió.

—¿De pronto ya no está tan preocupado? —se burló.

Rothmann se puso derecho.

—Al contrario —dijo—. Acepto su oferta. Hace muchos años juré que haría todo lo que estuviera en mis manos para ayudar a los enfermos. No pienso romper el juramento ahora. Quiero morir en paz con mi conciencia. —Bajó los escalones cojeando.

Una mujer pasó ante ellos vestida únicamente con la bata, que estaba abierta y dejaba al descubierto su desnudez.

Carla fue incapaz de seguir en silencio.

—¡Estamos en el mes de noviembre! —gritó—. ¡No tienen ropa de calle!

El oficial la fulminó con la mirada.

—En el autobús estarán bien.

—Voy a buscarles ropa. —Carla se volvió hacia Werner—. Ven a ayudarme. Coge todas las mantas que encuentres.

Ambos recorrieron el pabellón psiquiátrico, cogiendo las mantas de las camas y de los armarios. Cada uno llevaba un montón y bajaron las escaleras corriendo.

El jardín del hospital estaba helado. Frente a la puerta principal había un autobús gris, con el motor al ralentí, y el conductor fumando al volante. Carla vio que llevaba un abrigo grueso, sombrero y guantes, lo que significaba que el autobús no tenía calefacción.

Había un puñado de hombres de la Gestapo y de las SS observando lo que sucedía.

Los últimos pacientes subieron a bordo. Carla y Werner hicieron lo propio y empezaron a repartir mantas.

El doctor Rothmann se encontraba al fondo.

—Carla —dijo—. Dile… dile a mi Hannelore lo que ha sucedido. Tengo que irme con los pacientes. No me queda otra elección.

—Por supuesto —dijo ella con la voz entrecortada.

—Quizá pueda protegerlos.

Carla asintió, aunque en realidad no estaba convencida de ello.

—En cualquier caso, no puedo abandonarlos.

—Se lo diré.

—Y dile que la quiero.

Carla no fue capaz de contener las lágrimas.

—Dile que eso es lo último que he dicho. Que la quiero —dijo Rothmann.

Carla asintió.

Werner la cogió del brazo.

—Vámonos.

Bajaron del autobús.

—Tú, el del uniforme de la Luftwaffe, ¿qué demonios crees que haces? —le preguntó uno de los miembros de las SS a Werner.

Werner estaba tan furioso que por un momento Carla temió que fuera a empezar una pelea. Sin embargo, habló con tono calmado.

—Dar mantas a gente que pasa frío —dijo—. ¿Acaso es algo que vaya contra la ley ahora?

—Deberías estar luchando en el frente oriental.

—Me voy mañana. ¿Y tú?

—Cuidado con lo que dices.

—Si tuvieras la amabilidad de arrestarme antes de irme, quizá me salvarías la vida.

El hombre se volvió.

Las marchas del autobús hicieron un gran estruendo y el motor emitió un sonido más agudo. Carla y Werner se dieron la vuelta para mirar. En todas las ventanas había una cara, y todas eran distintas: gritaban, babeaban, se reían de forma histérica, mostraban una expresión distraída o crispada por la angustia: todos sufrían algún trastorno. Pacientes psiquiátricos trasladados por las SS. Unos locos al mando de otros locos.

El autobús se puso en marcha.

VI

—Tal vez me habría gustado Rusia si me hubieran dejado verla —le dijo Woody a su padre.

—Opino lo mismo.

—Ni tan siquiera he podido hacer alguna fotografía decente.

Estaban sentados en el vestíbulo del hotel Moskvá, cerca de la entrada de la estación de metro. Habían hecho las maletas y estaban a punto de volver a casa.

—Tengo que decirle a Greg Peshkov que he conocido a Volodia. Aunque a Volodia no le hizo mucha gracia cuando se lo dije. Supongo que todo el que tiene vínculos con Occidente pasa a convertirse en alguien bajo sospecha.

—Y que lo digas.

—Bueno, ya tenemos lo que vinimos a buscar, eso es lo importante. Los Aliados han mostrado su compromiso con la Organización de las Naciones Unidas.

—Sí —dijo Gus con satisfacción—. Nos ha costado un poco convencer a Stalin, pero al final ha entrado en razón. Y en parte es gracias a ti y a la charla tan franca que mantuviste con Peshkov.

—Tú has luchado por esto durante toda tu vida —dijo Woody.

—No me importa admitir que este es un momento muy bueno.

Un pensamiento inquietante cruzó la mente de Woody.

—No te irás a jubilar ahora, ¿verdad?

Gus se rió.

—No. Hemos logrado un acuerdo en principio, pero el trabajo no ha hecho más que empezar.

Cordell Hull ya se había ido de Moscú, pero algunos de sus ayudantes aún estaban en la ciudad y uno de ellos se aproximó hasta los Dewar. Woody lo conocía, era un muchacho llamado Ray Baker.

—Tengo un mensaje para usted, senador —dijo. Parecía nervioso.

—Pues si llegas a venir un poco más tarde no me hubieras encontrado porque estoy a punto de irme —dijo Gus—. ¿De qué se trata?

—Es sobre su hijo Charles… Chuck.

—¿Qué mensaje traes? —preguntó Gus, que se había puesto pálido.

Al joven le costaba hablar.

—Son malas noticias, señor. Ha participado en la batalla de las islas Salomón.

—¿Está herido?

—No, señor, es peor.

—Oh, Dios —dijo Gus, que rompió a llorar.

Woody nunca había visto llorar a su padre.

—Lo siento, señor —dijo Ray—. El mensaje es que ha muerto.

18

1944

I

Woody se plantó delante del espejo del dormitorio del piso que sus padres tenían en Washington. Lucía el uniforme de teniente segundo del 510.º Regimiento Paracaidista del ejército de Estados Unidos.

Había encargado la confección del traje a un buen sastre de la ciudad, pero no le sentaba bien. El color caqui le confería un tono cetrino y las insignias y los distintivos de la guerrera parecían puestos de cualquier manera.

Probablemente, podría haberse librado de que lo llamasen a filas, pero decidió no hacerlo. Una parte de él deseaba seguir trabajando para su padre, que estaba ayudando al presidente Roosevelt a planear un nuevo orden global que evitaría más guerras mundiales. Habían conseguido la victoria en Moscú, pero Stalin no actuaba con constancia y parecía disfrutar creando problemas. En la conferencia de Teherán celebrada en diciembre, el dirigente soviético había vuelto a proponer la solución intermedia de los consejos regionales y Roosevelt había tenido que disuadirlo. Era obvio que la Organización de las Naciones Unidas debería mantenerse ojo avizor.

Sin embargo, Gus podía apañarse sin Woody, y él se sentía cada vez peor permitiendo que otros combatieran por él.

Tenía el mejor aspecto posible con el uniforme, así que entró en el salón para que su madre lo viera.

Rosa tenía visita, un joven con el uniforme blanco de la armada, y al cabo de un momento Woody reconoció el pecoso y atractivo rostro de Eddie Parry. Estaba sentado junto a Rosa en el sofá, con un bastón en la mano. Se puso en pie con dificultad para estrecharle la mano a Woody.

Su madre tenía el semblante triste.

—Eddie me estaba hablando del día en que murió Chuck —dijo.

Eddie volvió a sentarse, y Woody ocupó un asiento frente a él.

—Me gustaría oírlo —dijo Woody.

—No es una historia muy larga —empezó Eddie—. Llevábamos unos cinco segundos en la playa de Bougainville cuando una ametralladora abrió fuego desde algún punto de la marisma. Corrimos a ponernos a cubierto, pero recibí unos cuantos disparos en la rodilla. Chuck tendría que haber seguido corriendo hasta la hilera de árboles; así es como hay que actuar: debes dejar que los médicos se encarguen de los heridos. Pero, por supuesto, Chuck desobedeció las órdenes y se detuvo para recogerme.

Eddie hizo una pausa. Tenía al lado una taza de café, en una mesita baja, y tomó un sorbo.

—Me cogió en brazos —prosiguió—. Pobre tonto. Se puso a tiro. Imagino que lo que quería era llevarme de vuelta a bordo. Las naves de desembarco tienen los costados muy altos, y son de acero. Allí habríamos estado a salvo, y podría haber recibido atención médica inmediata. Pero era imposible que lo consiguiera. En cuanto se puso de pie, lo acribillaron a balazos; le dieron en las piernas, la espalda y la cabeza. Creo que murió antes de caer al suelo. La cuestión es que cuando fui capaz de levantar la cabeza y mirar, ya no estaba en este mundo.

Woody vio que a su madre le estaba costando contener el llanto, y temía que si se echaba a llorar, él haría lo mismo.

—Permanecí una hora tumbado en la playa a su lado, cogiéndole la mano —dijo Eddie—. Hasta que vinieron a buscarme con una camilla. No quería irme porque sabía que nunca volvería a verlo. —Se cubrió el rostro con las manos—. Lo quería tanto —confesó.

Rosa lo rodeó por los anchos hombros y lo abrazó. Él apoyó la cabeza en su pecho y empezó a sollozar como un niño. Rosa le acariciaba el pelo.

—Vamos, tranquilo —lo consoló ella—. Tranquilo.

Woody se dio cuenta de que su madre sabía qué relación tenían Chuck y Eddie.

Al cabo de un minuto, Eddie recobró la compostura y miró a Woody.

—Ya sabes lo que se siente.

Se refería a la muerte de Joanne.

—Sí, sí que lo sé —dijo Woody—. Es lo peor que puede pasarte en la vida; pero cada día duele un poco menos.

—Eso espero.

—¿Sigues en Hawai?

—Sí. Chuck y yo trabajamos juntos en la unidad de territorio enemigo. Bueno, trabajábamos. —Tragó saliva—. Chuck decidió que necesitábamos tener mejores conocimientos de cómo se utilizan nuestros mapas durante el combate. Por eso fuimos a Bougainville con los marines.

—Debíais de estar haciendo un buen trabajo —observó Woody—. Parece que nos estamos cargando a los japoneses en el Pacífico.

—Poco a poco —puntualizó Eddie. Se quedó mirando el uniforme de Woody—. ¿Dónde estás destinado?

—He estado en Fort Benning, en Georgia, recibiendo instrucción en paracaidismo —respondió Woody—. Ahora estoy a punto de partir hacia Londres. Me voy mañana.

Captó la mirada de su madre. De repente, le pareció que había envejecido; tenía la cara surcada de arrugas. Su cincuenta cumpleaños había pasado sin pena ni gloria. Sin embargo, Woody dedujo que el hecho de estar hablando de la muerte de Chuck mientras su otro hijo se plantaba ante ella ataviado con el uniforme del ejército había supuesto un duro golpe.

Eddie no se fijó en eso.

—Dicen que este año invadiremos Francia —comentó.

—Imagino que por eso me han instruido a toda prisa —dijo Woody.

—Seguro que entras en combate.

Rosa ahogó un sollozo.

—Espero ser tan valiente como mi hermano —declaró Woody.

—Pues yo espero que nunca llegues a averiguarlo —repuso Eddie.

II

Greg Peshkov invitó a Margaret Cowdry, la muchacha de ojos oscuros, a un concierto sinfónico de tarde. Margaret tenía una boca grande, opulenta, que adoraba los besos. Sin embargo, Greg estaba pendiente de otra cosa.

Andaba siguiendo a Barney McHugh.

Igual que un agente del FBI llamado Bill Bicks.

Barney McHugh era un físico joven y brillante. Trabajaba en el laboratorio secreto que el ejército estadounidense tenía en Los Álamos, Nuevo México, y estaba de permiso, por lo que había aprovechado para llevar a su mujer, de nacionalidad británica, a visitar Washington.

El FBI había averiguado de antemano que McHugh iba a asistir al concierto, y el agente especial Bicks se las había arreglado para conseguirle a Greg dos localidades pocas filas por detrás de él. Una sala de conciertos, con centenares de extraños que se apiñaban al entrar y al salir, era el lugar perfecto para las citas clandestinas, y Greg quería saber qué era lo que McHugh se traía entre manos.

Era una lástima que ya se conocieran. Greg había hablado con McHugh en Chicago el día que se probó la pila atómica. De eso hacía un año y medio, pero era posible que McHugh lo recordase. Por eso tenía que asegurarse de que no lo viera.

Cuando Greg y Margaret llegaron al lugar, los asientos de McHugh estaban libres. A ambos lados había sendas parejas de aspecto corriente: a la izquierda, un hombre de mediana edad que llevaba un humilde traje gris con rayas blancas y la sosaina de su esposa; a la derecha, dos mujeres de edad. Greg esperaba que McHugh se presentase. Si era un espía, quería echarle el guante.

Iban a escuchar la
Sinfonía número uno
de Chaikovski.

—Así que te gusta la música clásica —comentó Margaret con desenfado mientras la orquesta afinaba. No tenía ni idea del verdadero motivo por el que Greg la había llevado allí. Sabía que se dedicaba a la investigación de armas, lo cual en sí ya era información secreta, pero, como a la mayoría de los estadounidenses, ni siquiera le sonaba que se estuviera desarrollando una bomba atómica—. Creía que solo escuchabas jazz —dijo.

—Me encantan los compositores rusos; son muy dramáticos —respondió Greg—. Supongo que lo llevo en la sangre.

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