El invierno del mundo (129 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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Fue al baño, se cambió de ropa interior y se puso la camisa nueva que había comprado en Saks.

Esperaba que el FBI o la seguridad del ejército estuviera vigilando la estación de tren en Albuquerque y, sin duda alguna, así era, pues detectó a un hombre cuya chaqueta a cuadros —demasiado calurosa para el clima de Nuevo México en septiembre— no ocultaba del todo el bulto de su pistolera. Sin embargo, el agente estaba interesado en los trenes de largo recorrido que pudieran proceder de Nueva York o Washington. Volodia, sin sombrero, ni chaqueta ni equipaje, parecía un habitante local de regreso a casa tras un trayecto corto. No lo siguió nadie al dirigirse a la estación de autobuses y se subió a un Greyhound que iba a Santa Fe.

Llegó a su destino a última hora de la tarde. Identificó a dos hombres del FBI en la estación de autobuses de Santa Fe, y ellos lo miraron con detenimiento. Sin embargo, no podían seguir a todos los viajeros que bajaban del autobús y, una vez más, su apariencia despreocupada logró despistarlos.

Esforzándose al máximo para aparentar que sabía adónde iba, fue paseando por las calles. Las casas bajas de tejados planos tipo pueblo mexicano y las pequeñas iglesias bañadas por el sol, le recordaron a España. Los edificios con tiendas en las plantas bajas, y sus toldos cubriendo las aceras, creaban galerías con agradables sombras.

Evitó pasar por La Fonda, el gran hotel de la ciudad en la plaza mayor junto a la catedral, y cogió una habitación en el St. Francis. Pagó en efectivo y se registró con el nombre de Robert Pender, que podría haber sido estadounidense o de varias nacionalidades europeas.

—Me traerán la maleta más tarde —informó a la hermosa señorita sentada tras el mostrador de la recepción—. Si he salido cuando llegue, ¿puede asegurarse de que me la suban a la habitación?

—¡Oh, por supuesto, no hay problema! —respondió ella.

—Gracias —dijo él, y luego añadió una frase que había escuchado varias veces en el tren—: Se lo agradezco sinceramente.

—Si no estoy aquí, otra persona se encargará de la maleta, siempre que lleve su nombre, claro.

—Sí que lo lleva. —No tenía equipaje, pero ella jamás lo sabría.

La recepcionista leyó su nombre en el registro.

—Bueno, señor Pender, así que es usted de Nueva York…

El comentario fue pronunciado con cierto tono de escepticismo, sin duda alguna, porque él no tenía acento neoyorquino.

—Soy de origen suizo. —Escogió Suiza por ser un país neutral.

—Eso explica el acento. Nunca había conocido a ninguna persona de Suiza. ¿Cómo es su país?

Volodia no había estado en su vida allí, pero había visto algunas fotografías.

—Nieva mucho —respondió.

—Bueno, ¡pues disfrute del tiempo de Nuevo México!

—Lo haré.

Transcurridos cinco minutos, volvió a salir.

Algunos científicos vivían en el laboratorio de Los Álamos, lo sabía porque se lo habían contado sus colegas de la embajada de la Unión Soviética, pero era una ciudad llena de chabolas con pocas comodidades de la civilización y, si podían permitírselo, preferían alquilar casas y pisos por la zona. Will Frunze se lo podía permitir: estaba casado con una dibujante de prestigio autora de una tira cómica para agencias de distribución periodística titulada
Alice la Holgazana
. Su esposa, también llamada Alice, podía trabajar desde cualquier lugar, por eso tenían una casa en el casco antiguo de la ciudad.

La sucursal del NKVD en Nueva York le había proporcionado aquella información. Habían seguido a Frunze de cerca, y Volodia tenía su dirección y número de teléfono, así como una descripción de su coche: un Plymouth descapotable de antes de la guerra con neumáticos de banda blanca.

El edificio donde vivían los Frunze tenía una galería de arte en la planta baja. El piso de la planta de arriba poseía un gran ventanal con orientación al norte que debía de hacer las delicias de un dibujante a la hora de inspirarse. Había un Plymouth descapotable aparcado en la entrada.

Volodia prefería no entrar: el lugar podía tener micros.

Los Frunze eran una acomodada pareja sin hijos, y supuso que no se quedarían en casa a escuchar la radio un viernes por la noche. Decidió esperar por los alrededores para ver si salían.

Pasó un rato en la galería de arte, mirando los cuadros que estaban a la venta. Le gustaban las imágenes despejadas y vitalistas, y no habría deseado poseer ninguno de aquellos caóticos manchurrones. Encontró una cafetería por el barrio y consiguió un sitio junto a la ventana desde la que veía la puerta de los Frunze. Se marchó una hora después, compró un periódico, esperó en una parada de autobús y fingió que lo leía.

La larga espera le permitió asegurarse de que nadie más estaba vigilando el apartamento de los Frunze. Y eso significaba que el FBI y la seguridad del ejército no habían catalogado a Frunze como sujeto de alto riesgo. Él era extranjero, pero también lo eran muchos de los científicos, y supuestamente no tenían pruebas en su contra.

Se encontraban en un barrio comercial del centro, no un vecindario residencial, y había muchas personas por la calle; pero, de todas formas, pasadas un par de horas, a Volodia empezó a preocuparle que alguien se percatase de su presencia por la zona.

Entonces salieron los Frunze.

Wilhelm estaba más gordo que hacía doce años, no había racionamiento de comida en Norteamérica. Su pelo empezaba a ralear, aunque solo tenía treinta años. Conservaba la mirada solemne. Llevaba camisa de diario y chinos, una combinación típicamente estadounidense.

Su esposa no vestía de forma conservadora. Llevaba el pelo rubio recogido en un moño bajo una boina y un vestido de algodón marrón sin forma definida, y complementaba su atuendo con toda una serie de pulseras en ambas muñecas además de numerosos anillos. Volodia recordó que los artistas vestían así en Alemania antes de la llegada de Hitler.

La pareja se echó a la calle y Volodia los siguió.

Se preguntó cuál sería la tendencia política de su esposa y si su presencia supondría alguna diferencia en la ya de por sí difícil conversación que debían sostener. En Alemania, Frunze había sido un socialdemócrata incondicional, así que no era muy probable que su mujer fuera conservadora; suposición que quedaba confirmada por su atuendo. Por otra parte, ella seguramente no sabía que él había revelado secretos a los soviéticos en Londres. Ella era un misterio.

Prefería tratar con Frunze a solas, y se planteó dejarlos en ese momento e intentarlo de nuevo al día siguiente. Pero la recepcionista del hotel se había percatado de su acento extranjero, así que, por la mañana, seguramente habría un hombre del FBI siguiéndolo. Pensó que podría arreglárselas, aunque no con la misma facilidad en esta ciudad pequeña como lo había hecho en Nueva York o en Berlín. Y al día siguiente era sábado, y los Frunze seguramente pasarían el día juntos. ¿Cuánto tiempo más tendría que esperar Volodia para encontrar a Frunze solo?

Nunca había existido una alternativa fácil para hacer aquello. Tras sopesarlo, decidió solucionarlo esa misma noche.

Los Frunze entraron en un restaurante a cenar.

Volodia pasó por delante del local y miró por la ventana. Era un restaurante barato con las mesas en compartimentos. Pensó por un momento en entrar y sentarse con ellos, pero decidió que antes los dejaría comer. Estarían de mejor humor con el estómago lleno.

Esperó media hora, vigilando la puerta desde lejos. Luego, tremendamente inquieto, entró.

La pareja estaba terminando de cenar. Cuando Volodia cruzó el restaurante para llegar hasta ellos, Frunze levantó la vista, pero la apartó porque no lo reconoció.

Volodia se sentó en el compartimento junto a Alice y habló en alemán, en voz baja.

—Hola, Willi, ¿no me recuerdas del colegio?

Frunze lo miró con detenimiento durante varios segundos y luego esbozó una sonrisa que le demudó el gesto.

—¿Peshkov? ¿Volodia Peshkov? ¿De verdad eres tú?

Una oleada de alivio invadió a Volodia. Frunze todavía seguía siendo amigable. No había barrera de hostilidad que superar.

—El mismo que viste y calza —respondió Volodia. Le tendió una mano y se saludaron. Se volvió hacia Alice, y dijo en inglés—: Hablo muy mal su idioma, lo siento.

—Tranquilo —respondió ella en alemán—. Mi familia emigró desde Baviera.

—He estado pensando en ti últimamente —comentó Frunze, asombrado—, porque conozco a otro tipo con tu mismo apellido: Greg Peshkov.

—¿De veras? Mi padre tenía un hermano llamado Lev que emigró a Estados Unidos allá por 1915.

—No, el teniente Peshkov es mucho más joven. En cualquier caso, ¿qué te trae por aquí?

Volodia sonrió.

—He venido a verte. —Antes de que Frunze pudiera preguntar el porqué, dijo—: La última vez que te vi, eras secretario del Partido Socialdemócrata de Neukölln. —Era su segunda baza. Tras haber tomado un primer contacto amistoso, quería apelar al idealismo juvenil de Frunze.

—Esa experiencia me convenció de que la socialdemocracia no funciona —respondió Frunze—. Contra los nazis nos veíamos del todo impotentes. Hizo falta la Unión Soviética para detenerlos.

Eso era cierto, y a Volodia le encantaba que Frunze lo reconociese; pero, lo que era más importante, el comentario suponía una prueba de que las ideas políticas de Frunze no se habían atenuado por su próspera vida en Estados Unidos.

—Estábamos pensando en tomar un par de copas en un bar que hay a la vuelta de la esquina —dijo Alice—. Muchos científicos son asiduos del local la noche de los viernes. ¿Le gustaría acompañarnos?

Lo último que interesaba a Volodia era que lo vieran en público en compañía de los Frunze.

—No sé —respondió. En realidad, ya llevaba demasiado tiempo con ellos en el mismo restaurante. Había llegado la hora de dar el paso número tres: recordar a Frunze su terrible culpa en el asunto. Se acercó a él y habló en voz baja—: Willi, ¿sabías que los estadounidenses iban a lanzar bombas nucleares sobre Japón?

Se hizo un largo silencio. Volodia contuvo la respiración. Se la estaba jugando: todo dependía de que a Frunze le remordiese la culpa.

Durante un instante creyó que había ido demasiado lejos. Frunze puso expresión de estar a punto de romper a llorar.

Entonces, el científico inspiró hondamente y recuperó la compostura.

—No, no lo sabía —respondió—. Ninguno de nosotros lo sabía.

—Supusimos que el ejército estadounidense daría alguna prueba del poder que le confería la bomba —intervino Alice, airada—, como amenaza para que Japón se rindiese antes. —Entonces Volodia se dio cuenta de que ella había conocido de antemano la existencia de la bomba. No le sorprendió. A los hombres les costaba ocultar ese tipo de cosas a sus esposas—. Esperábamos que la hiciesen explotar en algún momento, en un lugar cualquiera —prosiguió—. Pero imaginamos que destruirían una isla deshabitada o alguna instalación militar con gran número de armas y muy poca gente.

—Eso podría haber sido justificable —añadió Frunze—. Pero… —Habló con un hilillo de voz—. Nadie pensaba que la lanzarían sobre una ciudad y que matarían a ochenta mil hombres, mujeres y niños.

Volodia asintió en silencio.

—Intuía que te sentirías así. —Lo había deseado con todo su corazón.

—¿Y quién no lo haría? —respondió Frunze.

—Deja que te haga una pregunta incluso más importante. —Era el paso número cuatro—. ¿Volverán a hacerlo?

—No lo sé —respondió Frunze—. Es posible. Que Dios nos perdone a todos, pero sí podrían.

Volodia ocultó su satisfacción. Había conseguido que Frunze se sintiera culpable por el uso futuro de las armas nucleares, así como por el uso que se había hecho ya de ellas.

Volodia asintió una vez más.

—Eso es lo que pensábamos nosotros.

—¿Nosotros? —preguntó Alice con brusquedad.

Era una mujer inteligente y seguramente tenía más mundo que su marido. Sería difícil engañarla, y Volodia decidió no intentarlo siquiera. Debía arriesgarse a tratarla como un igual.

—Buena observación —respondió—. Y no he hecho el viaje hasta aquí para decepcionar a un viejo amigo. Soy comandante del Servicio Secreto del Ejército Rojo.

Se quedaron mirándolo. La posibilidad tal vez ya se les hubiera pasado por la cabeza, pero les sorprendió la franqueza de su confesión.

—Hay algo que necesito decirte —prosiguió Volodia—. Algo de una tremenda importancia. ¿Hay algún lugar al que podamos ir para hablar en privado?

La pareja parecía insegura.

—¿Nuestro piso? —preguntó Frunze.

—Seguramente el FBI ha instalado escuchas.

Frunze tenía cierta experiencia en las misiones clandestinas, pero Alice estaba impresionada.

—¿Eso cree? —preguntó con incredulidad.

—Sí. ¿Podríamos salir de la ciudad en coche?

—Hay un lugar al que vamos a veces, a estas horas de la noche, para ver la puesta de sol —dijo Frunze.

—Perfecto. Id al coche, subid y esperadme. Yo iré dentro de un minuto.

Frunze pagó la cuenta y salió con Alice, y Volodia los siguió. Durante el breve paseo decidió que nadie lo seguía. Llegó al Plymouth y subió. Se sentaron los tres delante, en el asiento delantero de tres plazas, estilo estadounidense. Frunze condujo hasta la salida de la ciudad.

Fueron por un camino de tierra hasta la cumbre de un monte bajo. Frunze paró el coche. Volodia se movió para que pudieran salir todos, y les hizo caminar unos cien metros, por si en el coche también había micros.

Contemplaron el paisaje de suelo rocoso y arbustos bajos en dirección a la puesta de sol, y Volodia dio el quinto paso.

—Creemos que la siguiente bomba nuclear será lanzada sobre la Unión Soviética.

Frunze asintió en silencio.

—Dios no lo quiera, pero seguramente tienes razón.

—Y no podemos hacer nada para evitarlo —prosiguió Volodia, y así se encaminaba sin pausa hacia el punto fundamental de su discurso—. No podemos tomar ninguna precaución, no podemos levantar ninguna barrera, no existe forma posible de proteger a nuestro pueblo. No hay defensa en este mundo contra la bomba nuclear… la bomba que tú creaste, Willi.

—Lo sé —respondió Frunze, abatido. Estaba claro que asumía como propia la responsabilidad del posible ataque nuclear contra la URSS.

Paso número seis.

—La única protección sería nuestra propia bomba nuclear.

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