Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—Yo tomaré una ensalada.
Llegaron los martinis. Greg alzó la copa para brindar.
—Por los matrimonios que saben perdonarse —dijo.
Nelly no levantó la suya.
—No puedo casarme contigo —declaró.
—Vamos, cariño, no exageres. Ya me he disculpado.
Ella sacudió la cabeza.
—No lo comprendes, ¿verdad?
—¿Qué es lo que no comprendo?
—La mujer que estaba sentada a tu lado en el banco del parque… te ama.
—¿Me ama? —El día anterior, Greg lo habría negado sin problemas, pero después de la conversación que habían mantenido no estaba tan seguro.
—Pues claro que te ama. ¿Por qué no se ha casado, si no? Es bastante guapa. Podría haber encontrado a un hombre dispuesto a adoptar al niño, si de verdad quisiera. Pero está enamorada de ti, sinvergüenza.
—No estoy seguro.
—Y el chico también te adora.
—Soy su tío favorito.
—Solo que no eres su tío. —Empujó la copa hasta el otro extremo de la mesa—. Tómate tú el martini.
—Cariño, por favor, tranquilízate.
—Me voy. —Se puso en pie.
Greg no estaba acostumbrado a que las mujeres lo abandonasen, y se le antojó muy desagradable. ¿Estaba perdiendo sus encantos?
—¡Quiero casarme contigo! —exclamó. Sonaba demasiado desesperado, incluso a sí mismo se lo pareció.
—No puedes casarte conmigo, Greg —dijo ella. Se quitó el anillo de diamantes del dedo y lo depositó sobre el mantel de cuadros rojos—. Ya tienes familia.
Y salió del restaurante.
La crisis mundial alcanzó su punto crítico en junio, y sorprendió a Carla y a su familia en su mismo epicentro.
El presidente Truman había refrendado el Plan Marshall, convirtiéndolo así en ley, y las primeras remesas de ayuda estaban llegando ya a Europa, lo cual encolerizó al Kremlin.
El viernes 18 de junio, los Aliados occidentales avisaron a los alemanes de que iban a efectuar un anuncio importante a las ocho en punto de aquella tarde. La familia de Carla se reunió en la cocina alrededor de la radio, sintonizó Radio Frankfurt y esperó ansiosa. Hacía tres años que la guerra había acabado, pero seguían sin saber qué les depararía el futuro: capitalismo o comunismo, unidad o fragmentación, libertad o subyugación, prosperidad o miseria.
Werner se sentó al lado de Carla, con Walli, que ya tenía dos años y medio, en el regazo. Se habían casado discretamente un año antes. Carla volvía a trabajar de enfermera. Era también concejala socialdemócrata, como el marido de Frieda, Heinrich.
En la Alemania Oriental, los soviéticos habían prohibido el Partido Socialdemócrata, pero Berlín era un oasis en el sector soviético; la ciudad estaba gobernada por un consejo municipal, formado por los cuatro Aliados principales y denominado Kommandatura, que había vetado la prohibición. Como resultado de ello, los socialdemócratas habían ganado y los comunistas habían quedado reducidos a una débil tercera fuerza detrás de los democratacristianos. Los soviéticos estaban iracundos y hacían lo imposible por poner trabas al consejo elegido en las urnas. A Carla le resultaba frustrante, pero no podía abandonar la esperanza de que el país llegara a independizarse de los soviéticos.
Werner había conseguido montar un pequeño negocio. Después de hurgar entre las ruinas de la fábrica de su padre, se hizo con una pequeña colección de suministros eléctricos y piezas de radio. Los alemanes no podían permitirse el lujo de comprar radios nuevas, pero todos querían conservar las que ya tenían. Werner encontró a varios técnicos que habían trabajado en la fábrica y los puso a reparar transistores. Él hacía de director y de comercial, yendo casa por casa y piso por piso, llamando a puertas, impulsando el negocio.
Maud, también sentada junto a la radio aquella tarde, trabajaba como intérprete para los estadounidenses. Era una de las mejores y con frecuencia reclamaban sus servicios en las reuniones de la Kommandatura.
El hermano de Carla, Erik, llevaba el uniforme de policía. Tras afiliarse al Partido Comunista —algo que consternó a su familia—, encontró trabajo como agente del nuevo cuerpo de seguridad que los ocupantes soviéticos habían creado en la Alemania Oriental. Erik sostenía que los Aliados occidentales estaban intentando dividir Alemania en dos.
—Tus socialdemócratas son secesionistas —dijo, citando el guión comunista del mismo modo que había repetido como un loro la propaganda nazi.
—Los Aliados occidentales no están dividiendo nada —replicó Carla—. Han abierto las fronteras entre sus sectores. ¿Por qué no hacen lo mismo los soviéticos? Entonces sí que volveríamos a ser un país.
Erik pareció no oírla.
Rebecca estaba a punto de cumplir diecisiete años. Carla y Werner la habían adoptado legalmente. Estaba en la escuela y tenía dotes para los idiomas.
Carla volvía a estar embarazada, aunque aún no se lo había dicho a Werner. Estaba emocionada. Él ya tenía una hija adoptada y un hijastro, pero ahora tendría además un hijo propio. Carla sabía que la noticia le entusiasmaría. Quería esperar un poco más para estar del todo segura.
Pero ansiaba saber en qué clase de país iban a vivir sus tres hijos.
La radio emitió la voz de un oficial estadounidense llamado Robert Lochner, que había crecido en Alemania y hablaba alemán con fluidez. A las siete de la mañana del lunes, anunció, la Alemania Occidental dispondría de una nueva moneda, el marco alemán.
A Carla no le sorprendió. El marco imperial seguía devaluándose día tras día. A los pocos que tenían trabajo solían pagarles en esa moneda, con la que podían sufragar necesidades básicas como las raciones de comida y los billetes de autobús, pero todo el mundo prefería cobrar en víveres y cigarrillos. Aunque sus clientes le pagaban en marcos imperiales, Werner les ofrecía reparaciones rápidas por cinco cigarrillos y entrega en cualquier sitio de la ciudad a cambio de tres huevos.
Carla sabía por Maud que en la Kommandatura se había discutido acerca de la nueva moneda. Los soviéticos habían exigido planchas para acuñarla, pero no tenía sentido que hiciesen con ella lo mismo que habían hecho con la antigua: emitirla en exceso y provocar con ello su devaluación. Por ello, Occidente denegó la petición, y los soviéticos se enfurecieron.
Ahora Occidente había decidido seguir adelante sin la cooperación soviética. Carla estaba encantada, pues la nueva moneda podría ser buena para Alemania, pero le inquietaba la posible reacción de los soviéticos.
Los ciudadanos de la Alemania Oriental podrían cambiar sesenta marcos imperiales por tres marcos alemanes y noventa peniques, informó Lochner.
A continuación dijo que esta medida no se aplicaría en Berlín, al menos al principio, lo cual despertó un gruñido colectivo en la cocina.
Carla se fue a dormir preguntándose qué harían los soviéticos. Se acostó junto a Werner, atenta a si lloraba Walli, que dormía en la habitación de al lado. La irritación de los ocupantes soviéticos había ido en aumento a lo largo de los últimos meses. La policía secreta había secuestrado a un periodista llamado Dieter Friede en la zona estadounidense; en un primer momento, los soviéticos habían negado saber nada al respecto y después admitieron que lo habían detenido por llevar a cabo actividades de espionaje. También expulsaron a tres estudiantes de la universidad por haber criticado a los soviéticos en una revista. Y, lo peor de todo, un caza soviético en pleno vuelo pasó rozando un avión comercial de la British European Airways que aterrizaba en Gatow, le partió un ala y provocó que ambos se estrellasen, causando la muerte de cuatro tripulantes de la BEA, diez pasajeros y el piloto del caza. Siempre que los soviéticos se irritaban, eran otros los que sufrían.
A la mañana siguiente anunciaron que se consideraría delito importar marcos alemanes en la Alemania Oriental. Eso incluía Berlín, añadía el comunicado, «que forma parte del sector soviético». Los estadounidenses denunciaron de inmediato aquella decisión, arguyendo que Berlín era una ciudad internacional, pero la tensión aumentaba, y Carla seguía preocupada.
El lunes, la Alemania Occidental implantó la nueva moneda.
El martes, un correo del Ejército Rojo fue a casa de Carla y la convocó a una reunión en el ayuntamiento.
Era algo que ya había ocurrido con anterioridad, pero, pese a ello, Carla salió de casa algo asustada. Nada podría impedir que los soviéticos la encarcelasen. Los comunistas ostentaban todos los poderes arbitrarios que habían asumido los nazis. Incluso estaban utilizando los antiguos campos de concentración.
El famoso ayuntamiento rojo había sufrido desperfectos a consecuencia de los bombardeos, y el gobierno municipal se había instalado en el nuevo ayuntamiento de Parochial Strasse. Los dos edificios se encontraban en el barrio de Mitte, en la zona soviética, donde también vivía Carla.
Cuando llegó, Carla vio que la alcaldesa en funciones, Louise Schroeder, entre otros, también había sido convocada a una reunión con el oficial de enlace soviético, el comandante Otshkin. Este les informó que se iba a llevar a cabo una reforma de la moneda de la Alemania Oriental y que en el futuro solo el marco oriental sería legal en el sector soviético.
La alcaldesa en funciones Schroeder dedujo al instante cuál era la cuestión crucial.
—¿Nos está diciendo que esta medida afectará a todos los sectores de Berlín?
—Sí.
Frau Schroeder no se arredraba con facilidad.
—De acuerdo con la constitución de la ciudad, las fuerzas ocupantes soviéticas no pueden imponer tal medida a los demás sectores —dijo con firmeza—. Es preciso consultar a los otros aliados.
—No objetarán. —Le tendió un documento—. Es el decreto del mariscal Sokolovski. Mañana usted se lo entregará al consejo municipal.
Esa noche, al acostarse, Carla le comentó a Werner lo sucedido.
—Es fácil adivinar en qué consiste la táctica de los soviéticos. Si el consejo municipal aprueba el decreto, a los Aliados, con su mentalidad democrática, les costará revocarlo.
—Pero el consejo municipal no lo aprobará. Los comunistas son minoría, y nadie más querría el marco oriental.
—No, por eso me pregunto qué esconde el mariscal Sokolovski en la manga.
Los periódicos de la mañana siguiente anunciaron que a partir del viernes habría dos monedas rivales en Berlín, el marco oriental y el marco alemán. Casualmente, los estadounidenses habían hecho circular en secreto doscientos cincuenta millones de marcos nuevos en cajas de madera etiquetadas como «Arcilla» y «Perro de caza» y que ahora estaban escondidas por todo Berlín.
Durante el día, Carla empezó a oír rumores procedentes de la Alemania Occidental. Allí, la nueva moneda había obrado un milagro. De la noche a la mañana, en los escaparates habían aparecido más productos: cestas llenas de cerezas y manojos de zanahorias pulcramente trenzados y cultivados en campos de labranza próximos a la ciudad; mantequilla, huevos y pasteles, y lujos atesorados durante mucho tiempo, como zapatos y bolsos nuevos, e incluso medias a un precio de cuatro marcos alemanes. La gente había estado esperando a poder vender esos bienes a cambio de dinero auténtico.
Aquella tarde, Carla se dirigió al ayuntamiento para asistir a la reunión del consejo municipal programada para las cuatro. Mientras se acercaba, vio docenas de camiones del Ejército Rojo aparcados en las calles aledañas, cuyos conductores ganduleaban y fumaban. Eran en su mayoría vehículos que Estados Unidos debía de haber cedido a la URSS durante la guerra, como parte del programa de ayuda Préstamo y Arriendo. Presintió el motivo de su presencia cuando empezó a oír el rumor de una turba rebelde. Sospechó que lo que el gobernador soviético escondía en la manga era una porra.
Frente al ayuntamiento, banderas rojas ondeaban sobre una muchedumbre formada por varios miles de personas, la mayoría con insignias del Partido Comunista. Altavoces instalados en camiones emitían estridentes y airados discursos, y la multitud gritaba: «Abajo los secesionistas».
Carla no sabía cómo iba a llegar al ayuntamiento. Varios policías miraban sin interés y sin hacer la menor tentativa de ayudar a los concejales. Eso despertó en Carla el doloroso recuerdo de la actitud de la policía el día en que los camisas pardas destrozaron el despacho de su madre, quince años atrás. Estaba segura de que los concejales comunistas ya estaban dentro, y de que si los socialdemócratas no conseguían llegar al edificio, la minoría aprobaría el decreto y lo proclamaría válido.
Tomó aire y empezó a forcejear entre el gentío.
Pese a los esfuerzos, apenas avanzaba. Entonces, alguien la reconoció. «¡Puta norteamericana!», vociferó, señalándola. Ella siguió intentando abrirse paso con determinación. Otra persona la escupió, y el salivazo le manchó el vestido. Carla no cejó en sus esfuerzos, pero la atenazaba el pánico. Estaba rodeada de gente que la odiaba, algo que nunca antes había experimentado, y sentía el impulso de huir de allí. La empujaron, aunque consiguió mantener el equilibrio. Una mano agarró su vestido; al zafarse de ella, Carla oyó el desgarro de la tela. Quiso gritar. ¿Qué serían capaces de hacer?, ¿arrancarle toda la ropa?
De pronto tuvo la impresión de que otra persona se encontraba en su misma situación, algo más atrás; se volvió y vio a Heinrich von Kessel, el marido de Frieda. Heinrich la alcanzó, y siguieron avanzando juntos; él era más agresivo, pisaba y daba codazos a todo el que se interponía en su camino, y así pudieron avanzar más deprisa hasta que al fin alcanzaron la puerta.
Pero su calvario no había terminado. Los manifestantes habían entrado por centenares, y tuvieron que forcejear con ellos por los pasillos. También estaban en la sala de reuniones, no solo en la tribuna de espectadores, sino por todas partes. Su comportamiento allí era tan agresivo como fuera.
Algunos socialdemócratas ya habían llegado y otros lo hicieron después de Carla; de los sesenta y tres que eran en total, la mayoría se las arreglaron para abrirse camino entre la turba. Carla se sintió aliviada. El enemigo no había conseguido ahuyentarlos.
Cuando el portavoz de la asamblea llamó al orden, un representante comunista, de pie sobre un banco, instó a los manifestantes a que se quedasen.
—¡Que se marchen los traidores! —gritó al ver a Carla.
Todo recordaba tristemente a 1933: abusos, intimidación, debilitamiento de la democracia por medio de disturbios. Carla estaba desesperada.