Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
En la tribuna de espectadores, su esposa, Daisy, sonrió orgullosa y alzó el pulgar en su dirección.
Lloyd escuchó rebosante de satisfacción el resto del debate. Sentía que había superado su primera prueba real como parlamentario.
Después, en el vestíbulo, se le acercó un
whip
laborista, uno de los responsables de garantizar que los parlamentarios votasen correctamente, y le felicitó por el discurso.
—¿Le gustaría ser secretario privado parlamentario? —le preguntó.
Lloyd se estremeció. Todos los ministerios y secretarías de Estado contaban al menos con uno. En realidad, los secretarios privados parlamentarios con frecuencia hacían poco más que de acompañantes, pero el puesto solía ser el primer paso hacia el nombramiento ministerial.
—Sería un honor —contestó Lloyd—. ¿Para quién trabajaría?
—Para Ernie Bevin.
Lloyd no daba crédito a la suerte que estaba teniendo. Bevin era secretario del Foreign Office y el hombre más cercano al primer ministro, Attlee. La estrecha relación que compartían era un caso de atracción de opuestos. Attlee era de clase media, hijo de un abogado, se había graduado en Oxford y había sido oficial en la Primera Guerra Mundial. Bevin era hijo ilegítimo de una criada, nunca había conocido a su padre, había empezado a trabajar a los once años y había fundado el descomunal Sindicato de Trabajadores del Transporte. También eran opuestos físicamente; Attlee, delgado, pulcro, discreto y solemne; Bevin, enorme, alto, fuerte, grueso y con una risa estridente. El secretario de Asuntos Exteriores se refería al primer ministro como el «pequeño Clem». Eran, asimismo, aliados incondicionales.
Bevin era un héroe para Lloyd y para millones de ciudadanos británicos de a pie.
—Nada me gustaría más —dijo Lloyd—, pero ¿no tiene ya un secretario privado Bevin?
—Necesita dos —contestó el
whip
—. Vaya al Foreign Office mañana a las nueve y podrá empezar.
—¡Gracias!
Lloyd caminó a toda prisa por el corredor revestido con paneles de roble, en dirección al despacho de su madre. Había quedado en encontrarse allí con Daisy después del debate.
—¡Mamá! —dijo en cuanto entró—. ¡Me han nombrado secretario privado de Ernie Bevin!
Entonces vio que Ethel no estaba sola. El conde Fitzherbert se encontraba también allí.
Fitz miró a Lloyd con una mezcla de asombro y aversión.
Pese al desconcierto, Lloyd se fijó en que su padre llevaba un traje elegante e impecable y un chaleco cruzado.
Miró a su madre. Parecía serena, como si aquel encuentro no la sorprendiera. Debía de haberlo planificado.
El conde llegó a la misma conclusión.
—¿Qué demonios es esto, Ethel?
Lloyd miró al hombre cuya sangre corría por sus venas. Aunque la situación era embarazosa, Fitz conservaba el aplomo y la dignidad. Era un hombre apuesto, pese a tener un ojo semicerrado a consecuencia de las heridas que había sufrido en la batalla del Somme. Se apoyaba sobre un bastón, otra secuela del Somme. A pocos meses de cumplir los sesenta, iba inmaculadamente acicalado: llevaba el pelo arreglado, la corbata de color plata bien anudada y los zapatos negros lustrados. A Lloyd también le había gustado siempre cuidar su aspecto. «De ahí me viene», pensó.
Ethel se acercó al conde. Lloyd conocía lo bastante a su madre para saber qué significaba aquel gesto. Solía recurrir a su encanto cuando quería convencer a un hombre. Sin embargo, a Lloyd le contrariaba verla mostrándose tan encantadora con alguien que se había aprovechado de ella y luego la había abandonado.
—Lamenté mucho la noticia de la muerte de Boy —le dijo a Fitz—. En la vida no hay nada más valioso que los hijos, ¿no te parece?
—Tengo que irme —dijo Fitz.
Hasta ese momento, Lloyd apenas se había cruzado con Fitz. Nunca antes había pasado tiempo con él ni le había oído pronunciar más que unas cuantas palabras. Pese a lo incómodo de la situación, Lloyd estaba fascinado. Incluso malhumorado, Fitz seguía ejerciendo una especie de atracción innata.
—Fitz, por favor —dijo Ethel—, tienes un hijo al que nunca has reconocido, un hijo del que tendrías que enorgullecerte.
—No deberías hacer esto, Ethel —repuso Fitz—. Un hombre tiene derecho a olvidar los errores de su juventud.
Lloyd se encogió abochornado, pero su madre insistió.
—¿Por qué ibas a querer olvidar? Sé que fue un error, pero míralo ahora, es parlamentario, acaba de pronunciar un discurso emocionante y ha sido nombrado secretario privado del secretario del Foreign Office.
Fitz evitaba mirar a Lloyd.
—Quieres hacernos creer que nuestra relación fue un escarceo sin importancia —prosiguió Ethel—, pero tú sabes que no es cierto. Sí, éramos jóvenes e insensatos, y también fogosos, yo tanto como tú, pero nos amábamos. Nos amábamos de verdad, Fitz. Deberías admitirlo. ¿No sabes que si te niegas, si niegas tu verdad, pierdes el alma?
Lloyd advirtió que el semblante de Fitz ya no seguía impasible. Era evidente que se esforzaba por conservar el control. Lloyd comprendió que su madre había puesto el dedo en la llaga. No se trataba tanto de que Fitz se avergonzase de tener un hijo ilegítimo como de que era demasiado orgulloso para aceptar que había amado a una criada. Y Lloyd supuso que probablemente había amado a Ethel más que a su esposa, y que eso desbarataba todas sus creencias más fundamentales sobre la jerarquía social.
Lloyd se decidió a intervenir.
—Estuve con Boy en el final, señor. Murió con valentía.
Fitz lo miró por primera vez.
—Mi hijo no necesita tu aprobación —dijo.
Lloyd se sintió como si lo hubiesen abofeteado.
Incluso Ethel se sobresaltó.
—¡Fitz! —exclamó—. ¿Cómo puedes ser tan cruel?
En ese momento entró Daisy.
—¡Hola, Fitz! —le saludó alegremente—. Seguramente creías que te habías librado de mí, pero ahora vuelves a ser mi suegro. ¿No te parece divertido?
—Solo estoy intentando convencer a Fitz para que le estreche la mano a Lloyd —dijo Ethel.
—Procuro no estrechar la mano a los socialistas —replicó Fitz.
Ethel libraba una batalla perdida, pero no estaba dispuesta a rendirse.
—¡Mira todo lo que ha heredado de ti! Se parece a ti, viste como tú, comparte tu interés por la política… Es probable que acabe siendo secretario del Foreign Office, ¡lo que tú siempre quisiste ser!
El rostro de Fitz se oscureció aún más.
—Ahora ya es del todo imposible que llegue a serlo. —Se encaminó hacia la puerta—. ¡Y en absoluto querría que ese gran despacho lo ocupara mi bastardo bolchevique! —Dicho lo cual, se marchó.
Ethel rompió a llorar.
Daisy rodeó a Lloyd con un brazo.
—Lo siento mucho —le dijo.
—No te preocupes —contestó Lloyd—. No estoy sorprendido ni decepcionado. —No era verdad, pero no quería dar una imagen de lástima—. Hace mucho tiempo que me repudió. —Miró a Daisy con adoración—. Y soy afortunado por tener a muchas otras personas que me quieren.
—Es culpa mía —dijo Ethel, llorosa—. No debería haberle pedido que viniese aquí. Debería haber sabido que saldría mal.
—No importa —terció Daisy—. Tengo una buena noticia.
Lloyd sonrió.
—¿De qué se trata?
Daisy miró a Ethel.
—¿Estás preparada para esto?
—Supongo que sí.
—Dínoslo —la apremió Lloyd—. ¿Qué es?
—Vamos a tener un hijo —dijo Daisy.
El hermano de Carla, Erik, volvió a casa aquel verano, a un paso de la muerte. Había contraído la tuberculosis en un campo de trabajos forzados soviético, y lo habían dejado en libertad cuando su enfermedad se agravó hasta el punto de impedirle trabajar. Llevaba semanas sin apenas dormir, viajando en trenes de mercancías y en camiones cuyos conductores accedían a sus súplicas. Llegó a casa de los Von Ulrich descalzo y con ropa mugrienta. Tenía el rostro cadavérico.
Sin embargo, no murió. Tal vez se debiera a la compañía de personas que le querían, o a la llegada del calor cuando el invierno dio paso a la primavera, o quizá sencillamente al descanso, pero el caso es que la tos fue remitiendo y Erik recuperó suficiente energía para hacer algunos trabajos en la casa, como restaurar ventanas destrozadas, reponer tejas y desatascar tuberías.
Afortunadamente, a principios de año Frieda Franck había encontrado un filón de oro.
Ludwig Franck había muerto en el bombardeo aéreo que había destruido su fábrica, y durante un tiempo Frieda y su madre habían vivido en la indigencia, como todos los demás. Sin embargo, no tardó en encontrar trabajo como enfermera en la zona estadounidense, y poco después, según le contó a Carla, un grupo de médicos norteamericanos le pidieron que vendiese sus excedentes de comida y cigarrillos en el mercado negro a cambio de una parte de las ganancias. A partir de entonces se presentó en casa de Carla una vez por semana con una pequeña cesta llena de provisiones: ropa de abrigo, velas, pilas para linternas, cerillas, jabón y comida (panceta, chocolate, manzanas, arroz, melocotón en almíbar). Maud dividía la comida en raciones y daba a Carla el doble. Carla lo aceptaba sin dudar, no por ella, sino para alimentar mejor al bebé Walli.
Sin los productos ilegales de Frieda, probablemente Walli no saldría adelante.
El bebé cambiaba deprisa. Había perdido el pelo negro con el que había nacido, y en su lugar había aparecido un vello fino y claro. A los seis meses ya tenía los maravillosos ojos verdes de Maud. A medida que su carita iba cobrando forma, Carla observó un pliegue carnoso en las comisuras de los ojos que los tornaba rasgados, y se preguntó si su padre sería siberiano. No recordaba a todos los hombres que la habían violado. Había mantenido los ojos cerrados la mayor parte del tiempo.
Ya no los odiaba. Era extraño, pero le hacía tan feliz tener a Walli que apenas lamentaba lo que había ocurrido.
A Rebecca le fascinaba Walli. Con quince años recién cumplidos, lo bastante mayor ya para empezar a tener sentimientos maternales, ayudaba con entusiasmo a Carla a bañarlo y vestirlo. Jugaba con él a todas horas, y el pequeño balbuceaba entusiasmado cuando la veía.
En cuanto Erik se recuperó, se afilió al Partido Comunista.
A Carla le desconcertó su decisión. Después de lo que había sufrido a manos de los soviéticos, ¿cómo era capaz de hacer eso? Pero enseguida advirtió que hablaba del comunismo del mismo modo que había hablado del nazismo una década antes. Carla solo confiaba en que, en esta ocasión, no tardase tanto en desilusionarse.
Los Aliados estaban ansiosos por instaurar la democracia en Alemania, y en Berlín se programaron elecciones municipales para ese mismo año, 1946.
Carla estaba segura de que la ciudad no recuperaría la normalidad hasta que la gobernasen sus ciudadanos, por lo que decidió posicionarse a favor del Partido Socialdemócrata. Pero los berlineses enseguida descubrieron que los ocupantes soviéticos tenían un extraño concepto de lo que significaba la democracia.
Los resultados de las elecciones en Austria, celebradas el anterior mes de noviembre, habían conmocionado a los soviéticos. Los comunistas austríacos esperaban quedar igualados a los socialistas, pero solo consiguieron cuatro de los 165 escaños. Al parecer, los electores culpaban al comunismo de la brutalidad del Ejército Rojo. El Krem lin, nada habituado a las elecciones genuinas, no había previsto algo así.
Para evitar un resultado similar en Alemania, los soviéticos propusieron la fusión de los comunistas y los socialdemócratas en lo que denominaron un «frente unido». Los socialdemócratas se negaron, pese a la fuerte presión que recibieron. En la Alemania del Este, los soviéticos empezaron a detenerlos, tal como lo habían hecho los nazis en 1933. Y entonces se forzó la fusión. Pero en Berlín las elecciones estuvieron supervisadas por los cuatro Aliados, y los socialdemócratas sobrevivieron.
Cuando llegó el calor, Carla se sentía ya bastante recuperada y empezó a encargarse de ir a buscar la comida racionada. Llevaba consigo a Walli envuelto en un almohadón, pues no tenía mucha ropa de bebé. Una mañana, mientras hacía cola para conseguir las patatas a unas manzanas de casa, Carla se sorprendió al ver llegar un jeep norteamericano y a Frieda en el asiento del copiloto. El chófer, alopécico y de mediana edad, la besó en los labios y Frieda se apeó. Llevaba un vestido azul sin mangas y zapatos nuevos. Se alejó a toda prisa en dirección a la casa de los Von Ulrich, cargada con la pequeña cesta.
Carla lo vio todo como en un destello. Frieda no comerciaba en el mercado negro, y no había ningún grupo de médicos. Era la amante a sueldo de un oficial estadounidense.
No era algo insólito. Miles de alemanas jóvenes y guapas se habían visto en esa tesitura: elegir entre ver morir de hambre a su familia o acostarse con un oficial generoso. Las francesas habían hecho lo mismo bajo la ocupación alemana; las esposas de los oficiales, de vuelta en Alemania, lo contaban con amargura.
Pese a ello, Carla estaba horrorizada. Creía que Frieda amaba a Heinrich. Estaban planeando casarse en cuanto la vida recobrase un mínimo de normalidad. Carla se sintió angustiada.
Cuando llegó su turno, compró la ración de patatas y volvió a casa tan deprisa como pudo.
Encontró a Frieda arriba, en la sala de estar. Erik la había limpiado y había puesto papel de periódico en las ventanas, lo más práctico después del vidrio. Hacía mucho tiempo que habían reciclado las cortinas convirtiéndolas en ropa de cama, pero la mayoría de las sillas habían sobrevivido hasta entonces, con el tapizado desvaído y gastado. Milagrosamente, el fabuloso piano también seguía allí. Un oficial soviético lo había visto y había dicho que volvería al día siguiente con una grúa para sacarlo por la ventana y llevárselo, pero nunca regresó.
Frieda cogió a Walli de los brazos de Carla y empezó a cantarle: «
A, B, C, die Katze lief im Schnee
». Carla observó que las mujeres que aún no tenían hijos, Rebecca y Frieda, no se cansaban de cuidar y mimar a Walli. Las que sí los tenían, Maud y Ada, lo adoraban pero lo trataban de un modo más pragmático y brioso.
Frieda abrió la tapa del piano y animó a Walli para que aporreara las teclas mientras ella cantaba. Hacía años que nadie lo tocaba; Maud no había vuelto a abrirlo desde la muerte de su último alumno, Joachim Koch.
—Estás un poco seria —le dijo unos minutos después Frieda a Carla—. ¿Qué te pasa?