Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Oyó un silbido en el exterior, que poco a poco fue subiendo de tono hasta convertirse en la ya cansina y familiar sirena que avisaba del inicio de un ataque aéreo. Transcurridos unos segundos, cayó la bomba y se oyó una explosión a lo lejos. La alarma antiaérea solía llegar tarde; siempre sonaba cuando ya habían caído las primeras bombas.
El teléfono sonó y Nobby contestó.
—¿Es que estos alemanes no se toman ni un puñetero día libre? —comentó George, asqueado.
—Nutley Street —anunció Nobby tras colgar el teléfono.
—Sé dónde está —dijo Naomi mientras salían a toda prisa—. La parlamentaria de nuestra circunscripción vive allí.
Subieron a toda prisa a los vehículos.
—¡Qué época tan feliz! —comentó Naomi, sentada junto a Daisy, cuando esta puso el motor en marcha.
Naomi estaba siendo irónica aunque, por raro que pudiera resultar, Daisy sí era feliz. «Qué sensación tan rara», pensó mientras tomaban a toda prisa una curva. Todas las noches era testigo de la destrucción, del dolor desgarrador y de cuerpos terriblemente mutilados. Había muchas probabilidades de que ella misma muriese en una explosión esa misma noche. Con todo, se sentía de maravilla. Estaba trabajando y sufriendo por una causa y, paradójicamente, eso era mejor que concederse caprichos a sí misma. Formaba parte de un grupo que lo arriesgaba todo por salvar a los demás y esa era la mejor sensación del mundo.
Daisy no odiaba a los alemanes porque intentaran matarla. Su suegro, el conde Fitzherbert, le había contado por qué bombardeaban Londres. Hasta el mes de agosto, la Luftwaffe había atacado solo puertos y aeropuertos. Fitz le había explicado, en un momento de candidez nada típico en él, que los ingleses no eran tan escrupulosos: el gobierno había aprobado el ataque a objetivos civiles alemanes, y ya en el mes de mayo, y durante los meses de junio y julio, la RAF había lanzado sus bombas sobre mujeres y niños que se encontraban en sus casas. El hecho enfureció a la opinión pública alemana, que exigió venganza. El Blitz fue el resultado.
Daisy y Boy mantenían las apariencias, pero ella cerraba con llave la puerta de su habitación cuando él estaba en casa, y él no ponía ninguna objeción. Su matrimonio era una farsa, pero ambos estaban demasiado preocupados para hacer algo al respecto. Cuando Daisy pensaba en ello, se entristecía; porque ahora había perdido tanto a Boy como a Lloyd. Por suerte, apenas tenía tiempo para pensar en ello.
Nutley Street estaba envuelta en llamas. La Luftwaffe había lanzado un combinado de bombas incendiarias y explosivos de gran potencia. El fuego provocó los mayores daños, pero los explosivos de gran potencia contribuyeron a propagar las llamas, lo que reventó los cristales de las ventanas y avivó el incendio con más oxígeno.
Daisy frenó la ambulancia en seco y todos se pusieron manos a la obra.
Las personas con heridas de poca gravedad fueron conducidas hasta el puesto más próximo de primeros auxilios. Los heridos más graves fueron trasladados a St. Bart’s o al Hospital de Londres, en Whitechapel. Daisy hizo un viaje tras otro. Cuando cayó la noche, encendió los faros. Estos estaban cubiertos con una rejilla y proyectaban un tenue haz de luz, como parte del camuflaje del vehículo, aunque resultaba una medida un tanto innecesaria cuando Londres estaba encendida como una gigantesca hoguera.
El bombardeo se prolongó hasta el amanecer. A plena luz del día, los cazas eran un blanco demasiado fácil para la flota de aviones de combate pilotada por Boy y sus camaradas, así que la patrulla aérea se retiró, agotada. Cuando la fría luz grisácea bañó las ruinas, Daisy y Naomi regresaron a Nutley Street y vieron que ya no quedaban víctimas que trasladar al hospital.
Se sentaron exhaustas entre los cascotes de un jardín con muros de ladrillo. Daisy se quitó el casco de acero. Estaba destrozada y cubierta de polvo. «Me gustaría saber qué pensarían ahora de mí las chicas del Club Náutico de Buffalo», pensó. Y luego se dio cuenta de que ya no le importaba gran cosa lo que pensasen. Los días en que su aprobación era lo más importante le parecían estar ya en un pasado muy lejano.
—¿Te apetece una taza de té, querida mía? —le preguntó alguien.
Reconoció el acento galés. Levantó la vista y vio a una atractiva mujer de mediana edad con una bandeja en las manos.
—Oh, Dios, es justo lo que necesito —respondió, y se sirvió ella misma. Ahora ya le gustaba el té. Tenía un sabor amargo, pero un notable efecto revitalizante.
La mujer besó a Naomi.
—Somos parientes —aclaró ella—. Su hija, Millie, está casada con mi hermano, Abie.
Daisy observó cómo la mujer llevaba la bandeja hacia el pequeño grupo de encargados de Prevención para los Bombardeos, bomberos y vecinos. Imaginó que debía de ser alguien influyente en la zona: rezumaba autoridad. Aunque estaba claro que, al mismo tiempo, también era una mujer campechana, hablaba a todo el mundo con amabilidad y los hacía sonreír. Conocía a Nobby y a George el Guapo, y los saludó como a dos viejos amigos.
Se sirvió la última taza de té de la bandeja para ella y fue a sentarse junto a Daisy.
—Pareces norteamericana —dijo en tono agradable.
Daisy asintió en silencio.
—Estoy casada con un inglés.
—Yo vivo en esta calle, pero mi casa se libró anoche del bombardeo. Soy parlamentaria de la circunscripción de Aldgate. Me llamo Eth Leckwith.
A Daisy se le paró el corazón. ¡Era la famosa madre de Lloyd! Se estrecharon la mano.
—Daisy Fitzherbert.
Ethel levantó las cejas.
—¡Oh! —exclamó—. Eres la vizcondesa de Aberowen.
Daisy se ruborizó y habló en voz baja.
—En Prevención para los Bombardeos no lo saben.
—Tu secreto está a salvo conmigo.
—Conocía a su hijo, Lloyd —dijo Daisy, titubeante. No pudo evitar que se le llenasen los ojos de lágrimas cuando pensó en su época juntos en Ty Gwyn, y en la forma en que él la había cuidado tras el aborto—. Fue muy amable conmigo en una ocasión que necesité ayuda.
—Gracias —dijo Ethel—. Pero no hables de él como si hubiera muerto.
El reproche fue amable, pero Daisy tuvo la sensación de haber tenido poquísimo tacto.
—¡Lo siento mucho! —se disculpó—. Está desaparecido en combate, lo sé. ¡Qué estúpido comentario por mi parte!
—Pero ya no está desaparecido —aclaró Ethel—. Escapó por España. Llegó ayer a casa.
—¡Oh, Dios mío! —A Daisy se le aceleró el pulso—. ¿Se encuentra bien?
—Perfectamente. De hecho, tiene muy buen aspecto a pesar de todo lo que le ha tocado vivir.
—¿Dónde…? —Daisy tragó saliva—. ¿Dónde está ahora?
—Bueno, debe de andar por aquí. —Ethel miró a su alrededor—. ¿Lloyd? —lo llamó.
Daisy miró con extrema atención entre la multitud. ¿Podía ser aquello cierto?
Un hombre con un ajado abrigo marrón se volvió.
—¿Sí, mamá?
Daisy se quedó mirándolo. Tenía el rostro quemado por el sol y estaba en los huesos, pero más atractivo que nunca.
—Ven aquí, cariño mío —lo invitó Ethel.
Lloyd avanzó un paso y entonces vio a Daisy. De pronto se le demudó el rostro. Sonrió de felicidad.
—Hola —saludó.
Daisy se levantó de un salto.
—Lloyd, aquí hay alguien a quien tal vez recuerdes… —dijo Ethel.
Daisy no pudo reprimirse. Salió corriendo en dirección a Lloyd y se echó en sus brazos. Miró sus ojos verdes, lo besó en las mejillas morenas y luego en los labios.
—¡Te quiero, Lloyd! —exclamó sin pensarlo—. ¡Te quiero, te quiero, te quiero!
—Yo también te quiero, Daisy —respondió él.
A sus espaldas, Daisy oyó el comentario irónico de Ethel.
—Bueno, ya veo que la recuerdas.
Lloyd estaba comiendo una tostada con mermelada cuando Daisy entró en la cocina de la casa de Nutley Street. Se sentó a la mesa, con cara de cansada, y se quitó el casco. Tenía el rostro manchado y el pelo sucio de ceniza y polvo, y a Lloyd le pareció arrebatadora.
Llegaba la mayoría de las mañanas cuando el bombardeo había finalizado y la última víctima había sido trasladada al hospital. La madre de Lloyd le había dicho que no necesitaba invitación y ella se lo había tomado al pie de la letra.
Ethel sirvió a Daisy una taza de té.
—¿Una noche dura, querida mía? —preguntó.
Daisy asintió con gesto grave.
—Una de las peores. El edificio Peabody de Orange Street se ha incendiado.
—¡Oh, no! —Lloyd estaba horrorizado. Conocía el lugar: un bloque de apartamentos de familias pobres con muchísimos niños.
—Es un edificio enorme —comentó Bernie.
—Era —rectificó Daisy—. Cientos de personas han muerto quemadas y Dios sabe cuántos niños habrán quedado huérfanos. Casi todos mis pacientes han muerto de camino al hospital.
Lloyd alargó la mano sobre la pequeña mesa y tomó la de Daisy.
Ella levantó la vista de la taza de té.
—Una no llega a acostumbrarse. Crees que con el tiempo te acabarás curtiendo, pero no. —Estaba destrozada por la pena.
Ethel le puso una mano en el hombro con gesto compasivo.
—Y nosotros vamos a hacer lo mismo con las familias de Alemania —concluyó Daisy.
—Incluidos mis viejos amigos Maud y Walter y sus hijos, supongo —intervino Ethel.
—¿Verdad que es horrible? —Daisy sacudió la cabeza con desesperación—. Pero ¿qué nos ocurre?
—¿Qué le ocurre a la especie humana? —inquirió Lloyd.
—Iré más tarde a Orange Street para comprobar que está haciéndose todo lo posible por los niños —terció Bernie, siempre tan práctico.
—Te acompañaré —dijo Ethel.
Bernie y Ethel pensaban igual y actuaban en equipo sin esfuerzo; a menudo parecía que eran capaces de leerse la mente. Desde su regreso a casa, Lloyd había estado observándolos con detenimiento, preocupado porque su matrimonio pudiera haberse visto afectado por la impactante revelación de que Ethel jamás había tenido un marido llamado Teddy Williams, y que el padre de Lloyd era el conde Fitzherbert. Lo había hablado largo y tendido con Daisy, que ya conocía toda la verdad. ¿Cómo se sentiría Bernie al descubrir que le habían mentido durante veinte años? Sin embargo, Lloyd no detectaba signos de que eso hubiera cambiado nada. A su manera en absoluto sentimental, Bernie adoraba a Ethel, y, en su opinión, ella no podía hacer nada mal. Creía que su esposa jamás haría nada para herirlo, y estaba en lo cierto. Todo aquello hacía que Lloyd deseara poder tener un matrimonio así algún día.
Daisy se percató de que Lloyd llevaba puesto el uniforme.
—¿Adónde vas esta mañana?
—Me han convocado en el Ministerio de Guerra. —Miró el reloj de la repisa de la chimenea—. Será mejor que me vaya.
—Creía que ya habías dado el parte.
—Ven a mi cuarto mientras me pongo la corbata y te lo cuento. Tráete la taza de té.
Subieron a la habitación. Daisy miró a su alrededor con interés y él se dio cuenta de que nunca antes había estado allí. Él miró la cama individual, la balda con libros en alemán, francés y español y el escritorio con la hilera de lápices afilados, y se preguntó qué estaría pensando ella al ver todo aquello.
—¡Qué cuartito tan encantador! —comentó Daisy.
No era un cuarto pequeño. Tenía las mismas dimensiones que cualquiera de las otras habitaciones de la casa. Pero ella tenía estándares distintos.
La joven tomó una fotografía enmarcada. En ella se veía a toda la familia en la costa: el pequeño Lloyd con pantalones cortos, Millie de bebé con traje de baño, una joven Ethel con una pamela de ala ancha, Bernie con traje gris y camisa blanca, con el cuello desabrochado y un pañuelo atado en la cabeza.
—Southend —explicó Lloyd. Tomó su taza, la colocó sobre el velador y abrazó a Daisy. La besó en los labios. Ella lo besó con ternura y agotamiento, le acarició una mejilla y dejó reposar su cuerpo sobre el de Lloyd.
Pasado un minuto, él la soltó. Ella estaba realmente cansada para los mimos y él tenía un compromiso.
Daisy se quitó las botas y se tumbó en la cama.
—Los del Ministerio de Guerra me han pedido que vaya a verlos de nuevo —explicó él mientras se hacía el nudo de la corbata.
—Pero si la última vez estuviste cuatro horas allí.
Era cierto. Había tenido que estrujarse el cerebro para recordar hasta el último minuto de su fuga desde Francia. Querían saber el rango y regimiento de todos los alemanes con los que se había topado. No había sido capaz de recordarlos todos, por supuesto, pero había realizado de forma meticulosa todas las tareas del curso de Ty Gwyn y estaba en disposición de entregarles gran cantidad información detallada.
Era un procedimiento habitual para los servicios secretos militares. Aunque también le habían preguntado por la fuga, por los caminos que había seguido y sobre quién lo había ayudado. Se interesaron incluso por Maurice y Marcelle, y le reprocharon que no conociera su apellido. Se habían entusiasmado mucho ante la mención de Teresa, que sin duda podía ser un pilar clave para la ayuda de futuros fugitivos.
—Hoy me reúno con otro grupo. —Se quedó mirando una nota mecanografiada que tenía sobre el velador—. En el hotel Metropole, en Northumberland Avenue. Habitación 424. —El lugar se encontraba a la salida de Trafalgar Square, en un barrio de despachos oficiales—. Al parecer es un nuevo departamento encargado de los prisioneros de guerra ingleses. —Se puso su gorra acabada en pico y se miró al espejo—. ¿Estoy guapo?
No recibió respuesta. Miró a la cama. Daisy se había quedado dormida.
La tapó con una manta, la besó en la frente y salió.
Le dijo a su madre que Daisy estaba durmiendo en su cama y ella respondió que subiría más tarde para ver si seguía bien.
Lloyd tomó el metro hasta el centro.
Le había contado a Daisy la verdadera historia sobre su padre, lo cual la desengañó de la idea de que era hijo de Maud. Daisy creyó la historia, pues recordó de pronto que Boy le había contado que Fitz tenía un hijo ilegítimo en algún lugar.
—Es espeluznante —había comentado con expresión reflexiva—. Los dos ingleses de los que me he enamorado son hermanastros. —Y tras lanzar una mirada inquisitiva a Lloyd, había añadido—: Tú has heredado la belleza de tu padre. Boy solo ha heredado su egoísmo.
Lloyd y Daisy todavía no habían hecho el amor. Uno de los motivos era que ella no había tenido noches libres. Además, en la única ocasión que habían estado a solas, las cosas se habían torcido.