El invierno del mundo (120 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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Una ametralladora le destrozó una pierna a Woody el día de Navidad. El dolor lo torturó, pero lo peor fue que tardó todo un mes en poder salir de la ciudad sitiada y acudir a un hospital de verdad.

Sus huesos soldarían y probablemente la cojera desaparecería, pero nunca volvería a recuperar la fuerza en la pierna para soportar los saltos en paracaídas.

La batalla de las Ardenas había sido la última ofensiva del ejército de Hitler en el frente occidental. Después ya no hubo más contraataques.

Woody volvió a la vida civil, lo que significó que pudo instalarse en el piso de sus padres, en Washington, y disfrutar de las atenciones de su madre. Cuando le quitaron el yeso, regresó al trabajo, en el despacho de su padre.

El 12 de abril de 1945 se encontraba en el edificio del Capitolio, sede del Senado y de la Cámara de Representantes, renqueando por el sótano y hablando con su padre sobre los refugiados.

—Creemos que aproximadamente veintiún millones de personas se han quedado sin hogar —dijo Gus—. La Administración de las Naciones Unidas para el Auxilio y la Rehabilitación está ya preparada para ayudarlas.

—Supongo que podrán empezar a hacerlo pronto —contestó Woody—. El Ejército Rojo está a las puertas de Berlín.

—Y el ejército de Estados Unidos, a solo ochenta kilómetros.

—¿Cuánto tiempo podrá seguir resistiendo Hitler?

—Un hombre en sus cabales ya se habría rendido.

Woody bajó el tono de voz.

—Me han dicho que los soviéticos han encontrado lo que parece ser un campo de exterminio. Los nazis mataban allí a centenares de personas a diario. Un lugar llamado Auschwitz, en Polonia.

Gus asintió con aire grave.

—Es verdad. La gente aún no lo sabe, pero tarde o temprano correrá la voz.

—Deberían juzgar a alguien por eso.

—La Comisión de las Naciones Unidas para los Crímenes de Guerra lleva un par de años elaborando listados de criminales de guerra y recabando pruebas. Juzgarán a alguien, si conseguimos que las Naciones Unidas sigan existiendo después de la guerra.

—Claro que lo conseguiremos —repuso Woody, indignado—. El año pasado Roosevelt abogó por ello en su campaña y ganó las elecciones. Dentro de dos semanas se celebrará la conferencia de las Naciones Unidas en San Francisco. —San Francisco tenía un significado especial para Woody, porque Bella Hernández vivía allí, pero todavía no le había hablado a su padre de ella—. Los estadounidenses están a favor de la cooperación internacional para no volver a vivir una guerra como esta. ¿Quién podría oponerse a eso?

—Te sorprendería. Mira, la mayoría de los republicanos son hombres decentes que sencillamente tienen una visión del mundo diferente de la nuestra. Pero luego está el núcleo duro de esos jodidos chalados.

Woody estaba perplejo. Su padre casi nunca decía palabras malsonantes.

—Los tipos que planearon una insurrección contra Roosevelt en los años treinta —prosiguió Gus—. Ejecutivos como Henry Ford, que creían que Hitler era un buen líder contra el comunismo. Fichan a grupos de derechas como el America First.

Woody no recordaba haberle oído hablar nunca de una forma tan airada.

—Si esos necios salen adelante, habrá una tercera guerra mundial incluso peor que las dos anteriores —concluyó Gus—. He perdido a un hijo en la guerra, y si algún día tengo un nieto, no querré perderlo también a él.

Woody sintió una punzada de dolor. De estar viva, Joanne le habría dado nietos a Gus.

En esos momentos Woody ni siquiera salía con nadie, de modo que la posibilidad de tener hijos quedaba aún muy lejos… a menos que consiguiera encontrar a Bella en San Francisco…

—No podemos hacer nada con esos idiotas de remate —dijo Gus—, pero quizá sí con el senador Vandenberg.

Arthur Vandenberg era un republicano de Michigan, conservador y contrario al
new deal
de Roosevelt. Trabajaba con Gus en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado.

—Constituye nuestro mayor peligro —continuó Gus—. Puede que sea prepotente y vanidoso, pero cuenta con el respeto de los altos mandos. El presidente lo ha estado cortejando y ha conseguido que se ponga de nuestro lado, pero podría cambiar de parecer.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Es un anticomunista recalcitrante.

—Eso no tiene nada de malo. Nosotros también lo somos.

—Sí, pero la postura de Arthur es muy rígida. Se cabreará si hacemos algo que él considere un sometimiento a Moscú.

—Como por ejemplo…

—A saber a qué tipo de acuerdos podríamos tener que llegar en San Francisco. Ya hemos accedido a admitir a Bielorrusia y a Ucrania como países independientes, lo cual solo es un modo de conceder a Moscú tres votos en la Asamblea General. Tenemos que conservar a los soviéticos en nuestro bando… pero si vamos demasiado lejos, Arthur podría posicionarse en contra del proyecto de las Naciones Unidas. Entonces el Senado podría negarse a ratificarlo, igual que rechazaron la Sociedad de las Naciones en 1919.

—De modo que nuestro trabajo en San Francisco será contentar a los soviéticos sin ofender al senador Vandenberg.

—Exacto.

Oyeron unos pasos precipitados, un sonido insólito en los solemnes pasillos del Capitolio. Los dos se volvieron. Woody se sorprendió al ver al vicepresidente, Harry Truman, corriendo por el pasillo. Iba vestido como de costumbre, con un traje gris de chaqueta cruzada y una corbata de lunares, aunque no llevaba sombrero. Parecía haber perdido a su inseparable séquito de ayudantes y guardias de los servicios secretos. Corría con paso firme, jadeante, sin mirar a nadie, y con evidente apremio.

Woody y Gus lo miraron desconcertados, como los demás presentes.

—¿Qué demonios…? —preguntó Woody cuando Truman desapareció por una esquina.

—El presidente debe de haber muerto —dijo Gus.

II

Volodia Peshkov entró en Alemania en un Studebaker US6, un camión militar de diez ruedas. Fabricado en South Bend, Indiana, había sido transportado en tren hasta Baltimore, después en barco por el Atlántico y el cabo de Buena Esperanza hasta el golfo Pérsico, y desde Persia de nuevo en tren hasta el centro de Rusia. Volodia sabía que era uno de los doscientos mil camiones Studebaker que el gobierno de Estados Unidos había proporcionado al Ejército Rojo. A los soviéticos les gustaban, eran robustos y seguros. Los hombres decían que las iniciales «USA» pintadas en los laterales correspondían a
Ubit Sukina syna Adolf
, «Matad al hijo de puta de Adolf».

También les gustaba la comida que los norteamericanos les estaban enviando, especialmente las latas de carne prensada de la marca Spam, de un extraño color rosa pero deliciosamente grasa.

Volodia había sido destinado a Alemania porque los servicios secretos sabían por los espías que en Berlín no era posible conseguir información tan actualizada como la que proporcionaban las entrevistas con prisioneros de guerra. Su fluidez con el alemán lo convertía en un interrogador de primera.

Cuando cruzó la frontera, vio un cartel gubernamental soviético en el que se leía: «Soldado del Ejército Rojo: ahora estás en suelo alemán. ¡Ha llegado la hora de la venganza!». Era uno de los ejemplos más moderados de propaganda que había visto. El Kremlin llevaba cierto tiempo fomentando el odio a los alemanes, creyendo que eso haría luchar con mayor empeño a los soldados. Los comisarios políticos habían calculado —o eso decían— el número de bajas en el campo de batalla, el número de casas incendiadas, el número de civiles asesinados por ser comunistas, eslavos y judíos, en todos los pueblos y ciudades invadidos por el ejército alemán. En el frente, muchos soldados conocían las cifras que afectaban a sus poblaciones de origen y estaban ansiosos por infligir el mismo daño en Alemania.

El Ejército Rojo había alcanzado el río Oder, que serpenteaba por Prusia de norte a sur, el último obstáculo antes de Berlín. Un millón de soldados soviéticos se encontraban ya a menos de ochenta kilómetros de la capital, preparados para atacar. Volodia formaba parte del V Ejército de Choque. Mientras esperaba a que comenzase el combate, hojeaba el periódico militar
Red Star
.

Lo que leyó lo espeluznó.

La propaganda del horror trascendía a todo lo que había visto hasta entonces. «Si no has matado a al menos un alemán al día, has malgastado ese día —leyó—. Si estás esperando a entrar en combate, mata a un alemán antes de que este comience. Si matas a un alemán, mata a otro; no hay nada que nos divierta más que un montón de cadáveres de alemanes. Mata a los alemanes, esta es la oración de tu anciana madre. Mata a los alemanes, esto es lo que tus hijos te suplican que hagas. Mata a los alemanes, este es el grito de tu tierra soviética. No dudes. No flaquees. Mátalos.»

Era repugnante, pensó Volodia. Pero implicaba algo peor. Quien había redactado aquello frivolizaba sobre el saqueo: «Las mujeres alemanas no son más que abrigos de pieles y cucharas de plata de los perdedores, que ellos habían robado antes». E incluía un chiste sesgado sobre la violación: «Los soldados soviéticos no rechazan los cumplidos de las mujeres alemanas».

Y los soldados no eran precisamente los hombres más civilizados del mundo. El comportamiento de los invasores alemanes en 1941 había encolerizado a los soviéticos. El gobierno estaba espoleando su ira con palabras de venganza. Y ahora el periódico del ejército estaba dejando claro que podían hacer cuanto se les antojara con los derrotados alemanes.

Era la fórmula del Apocalipsis.

III

A Erik von Ulrich le consumía el deseo de que la guerra terminase.

Con ayuda de su amigo Hermann Braun y del jefe de ambos, el doctor Weiss, Erik organizó un hospital de campaña en una pequeña iglesia protestante; luego se sentaron en la nave sin nada que hacer salvo esperar a que las ambulancias tiradas por caballos llegasen cargadas de hombres con heridas y quemaduras terribles.

El ejército alemán había reforzado las colinas de Seelow, que daban al río Oder en su tramo más próximo a Berlín. El puesto de socorro de Erik se encontraba en un pueblo situado a unos quinientos metros por detrás del frente.

El doctor Weiss, que tenía un amigo en los servicios secretos del ejército, afirmaba que había 110.000 alemanes defendiendo Berlín contra un millón de soviéticos. Con su habitual sarcasmo, dijo: «Pero tenemos la moral alta, y Adolf Hitler es el mayor genio de nuestra historia militar, así que estamos seguros de que ganaremos».

No había esperanza, pero los soldados alemanes seguían combatiendo con fiereza. Erik creía que el motivo eran los rumores que se filtraban sobre las atrocidades del Ejército Rojo: mataban a los prisioneros, saqueaban y destrozaban las casas, violaban a las mujeres y las clavaban a las puertas de los graneros. Los alemanes creían que estaban defendiendo a sus familias de la brutalidad comunista. La propaganda del odio por parte del Kremlin estaba fallando.

Erik anhelaba que llegara ya la derrota. Ansiaba que cesaran las muertes. Solo quería volver a casa.

Su deseo tenía que cumplirse pronto… o moriría.

Las detonaciones de armas soviéticas lo despertaron cuando dormía en un banco de madera a las tres de la madrugada del lunes 16 de abril. No era el primer bombardeo que oía, pero aquel era diez veces más estruendoso que todos los anteriores. Para los hombres que combatían en primera línea debía de ser literalmente ensordecedor.

Los heridos empezaron a llegar al amanecer, y el equipo se puso a trabajar cansinamente, amputando extremidades, recomponiendo huesos fracturados, extrayendo balas, y lavando y vendando heridas. Había escasez de todo, desde medicamentos hasta agua limpia, y administraban morfina solo a los que gritaban agónicamente.

A los hombres que aún podían caminar y tenían un arma los enviaban de vuelta al campo de batalla.

Los defensores alemanes resistían más de lo que el doctor Weiss había esperado. Al final del primer día mantenían su posición, y mientras anochecía la afluencia de heridos fue disminuyendo. La unidad médica pudo dormir un poco esa noche.

A primera hora del día siguiente llevaron al hospital de campaña a Werner Franck, con la muñeca derecha destrozada.

Ahora era capitán. Había estado a cargo de una sección del frente con treinta baterías Flak de 88 mm.

—Solo teníamos ocho proyectiles por arma —dijo mientras los dedos expertos del doctor Weiss recomponían lenta y meticulosamente sus huesos aplastados—. Teníamos orden de disparar siete a los tanques soviéticos y utilizar el octavo para destruir la batería, para que los rojos no pudieran usarla. —Se encontraba de pie junto a una Flak 88 cuando la artillería soviética impactó directamente en ella y la volcó sobre Werner—. Tuve suerte de que solo me atrapara la mano —añadió—. Podría haberme aplastado la cabeza.

»¿Has sabido algo de Carla? —le preguntó a Erik cuando el médico acabó de curarle.

Erik sabía que su hermana y Werner eran ya pareja.

—Hace semanas que no recibo cartas.

—Como yo. He oído cosas espantosas de Berlín. Espero que esté bien.

—Yo también estoy preocupado —dijo Erik.

Sorprendentemente, los alemanes resistieron en las colinas de Seelow un día y una noche más.

El puesto de socorro no recibió aviso de que el frente había caído. Atendían a una nueva remesa de heridos cuando siete u ocho soldados soviéticos entraron en la iglesia, dispararon una ráfaga de ametralladora al techo abovedado y Erik se lanzó al suelo, como hicieron todos los que podían moverse.

Al ver que no había nadie armado, los soviéticos se relajaron. Recorrieron la nave apropiándose de relojes y anillos, y luego se marcharon.

Erik se preguntó qué pasaría a continuación. Era la primera vez que quedaba atrapado tras la línea enemiga. ¿Debían abandonar el hospital de campaña e intentar reunirse con el ejército en retirada? ¿O sus pacientes estarían más seguros allí?

El doctor Weiss fue tajante.

—Seguid todos con vuestro trabajo —dijo.

Pocos minutos después, un soldado soviético entró cargando con un camarada al hombro. Apuntó con su arma a Weiss y pronunció una larga frase en ruso. Estaba aterrado, y su amigo, bañado en sangre.

Weiss reaccionó con serenidad.

—No es necesario que me apuntes. Deja a tu amigo en esta mesa.

El soldado obedeció y el equipo reanudó su trabajo. El soldado siguió apuntando al médico con el fusil.

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