El invierno del mundo (4 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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Maud asintió fríamente y pasó de largo.

—Me pregunto qué hará aquí —murmuró con inquietud mientras entraban en el edificio.

La revista ocupaba la primera planta de un moderno edificio de oficinas. Carla sabía que una niña no sería bien recibida, y confiaba en poder llegar al despacho de su madre sin que la vieran. Pero se cruzaron con herr Jochmann en las escaleras. Era un hombre robusto que llevaba unas gafas gruesas.

—¿Qué es esto? —preguntó con brusquedad sin quitarse el cigarrillo de la boca—. ¿Es que ahora tenemos una guardería?

Maud no reaccionó ante las groseras palabras de su jefe.

—Estaba pensando en el comentario que hizo el otro día —dijo Maud—. Sobre el hecho de que la gente joven se imagina el periodismo como una profesión llena de glamour y que no entiende que requiere de un gran esfuerzo y dedicación.

El hombre arrugó la frente.

—¿Dije yo eso? Bueno, es cierto, sin duda.

—He decidido traer a mi hija para que vea la realidad. Creo que será muy positivo para su educación, sobre todo si decide convertirse en escritora. Redactará un pequeño informe de la visita para la escuela. Estaba convencida de que usted daría su aprobación.

Maud se inventó la historia de forma improvisada, pero, en opinión de Carla, sonó convincente. Hasta ella misma estuvo a punto de creérsela. Por fin había activado el interruptor de su encanto.

—¿No tienes hoy una visita importante de Londres? —preguntó Jochmann.

—Sí, Ethel Leckwith, pero es una vieja amiga. Conoció a Carla cuando era un bebé.

Jochmann se calmó un poco.

—Hum. Bueno, tenemos una reunión de redacción dentro de cinco minutos, en cuanto haya comprado los cigarrillos.

—Carla se encargará de ello. —Su madre se volvió hacia ella—. Hay un estanco tres puertas más allá. A herr Jochmann le gustan los cigarrillos Roth-Händle.

—Ah, así me ahorro el viaje. —Jochmann le dio una moneda de un marco a Carla.

—Cuando vuelvas me encontrarás al final de las escaleras, junto a la alarma antiincendios —le dijo Maud, que se dio la vuelta y cogió a herr Jochmann del brazo en un gesto de confianza—. Creo que el número de la semana pasada fue el mejor que hemos publicado jamás —dijo mientras subían.

Carla salió corriendo a la calle. Su madre se había salido con la suya, echando mano de esa mezcla tan típica de ella de audacia y coqueteo. En ocasiones decía: «Las mujeres tenemos que aprovechar todas las armas a nuestro alcance». Al pensar en ello, Carla se dio cuenta de que había utilizado la táctica de su madre para lograr que herr Franck las llevara en coche. Quizá al final sí que era como su madre y tal vez por eso le había lanzado esa extraña sonrisilla: se veía a sí misma treinta años antes.

Había cola en el estanco. Parecía que la mitad de los periodistas de Berlín estaban comprando sus provisiones de tabaco para el día. Al final Carla consiguió el paquete de Roth-Händle y regresó al edificio de
Der Demokrat
. Encontró la alarma antiincendios fácilmente, era una gran palanca que sobresalía de la pared, pero su madre no estaba en su despacho. Se había ido a la reunión de redacción.

Carla recorrió el pasillo. Todas las puertas estaban abiertas, y la mayoría de las salas permanecían vacías salvo por unas cuantas mujeres que debían de ser mecanógrafas y secretarias. Al fondo del piso, al otro lado de una esquina, había una puerta cerrada con un rótulo que decía SALA DE REUNIONES. Carla oía voces masculinas discutiendo. Llamó a la puerta pero no hubo respuesta. Dudó un instante, pero giró el pomo y entró.

La sala estaba inundada de humo de tabaco. Había unas ocho o diez personas sentadas en torno a una larga mesa. Su madre era la única mujer. Todos se quedaron en silencio, al parecer sorprendidos, cuando Carla se acercó a la cabecera de la mesa y le dio a Jochmann el tabaco y el cambio. Aquel silencio le hizo pensar que había hecho mal al entrar en la sala.

—Gracias —le dijo Jochmann sin embargo.

—De nada —dijo ella, y por algún motivo hizo una pequeña reverencia.

Los hombres se rieron.

—¿Es tu nueva ayudante, Jochmann? —preguntó uno de los hombres. Entonces Carla se dio cuenta de que había tomado la decisión acertada.

Salió de inmediato de la sala y regresó al despacho de su madre. No se quitó el abrigo ya que hacía frío. Miró alrededor. En el escritorio había un teléfono, una máquina de escribir y pilas de papel y papel carbón.

Junto al teléfono había una fotografía enmarcada de Carla y Erik con su padre. La habían tomado un par de años antes, un día soleado en la playa, junto al lago Wannsee, a veinticinco kilómetros del centro de Berlín. Walter llevaba pantalones cortos. Todos reían. Fue antes de que Erik empezara a dárselas de hombre serio y duro.

En la otra fotografía que había, colgada de la pared, aparecía Maud con Friedrich Ebert, héroe de los socialdemócratas, que había sido el primer presidente de Alemania tras la guerra. La foto se había tomado unos diez años atrás. Carla sonrió al fijarse en el vestido holgado y de cintura baja y el corte de pelo masculino de su madre: ambos debían de estar de moda por entonces.

En la estantería había diversos listines telefónicos, diccionarios en distintos idiomas y atlas, pero nada que leer. En el escritorio había lápices, varios pares de guantes de etiqueta aún envueltos en papel de seda, un paquete de compresas, y una libreta con nombres y números de teléfono.

Carla cambió la fecha del calendario y lo puso al día, lunes 27 de febrero de 1933. Luego colocó una hoja de papel en la máquina de escribir. Tecleó su nombre completo, Heike Carla von Ulrich. Cuando tenía cinco años anunció a todo el mundo que no le gustaba el nombre de Heike y que quería que todos utilizaran su segundo nombre, y para su gran sorpresa, la familia le hizo caso.

Cada tecla de la máquina de escribir hacía que una barra metálica se alzara, golpeara una cinta entintada e imprimiera una letra. Cuando apretó dos teclas sin querer, estas se quedaron atascadas. Intentó separarlas, pero no pudo. Apretó otra tecla pero no sirvió de nada: ahora ya se le habían atascado tres. Lanzó un gruñido: se había metido en un problema.

Un ruido de la calle la distrajo. Se acercó a la ventana. Una docena de camisas pardas marchaban por el centro de la calle, gritando consignas: «¡Muerte a los judíos! ¡Judíos, al infierno!». Carla no entendía por qué odiaban de aquel modo a los judíos, que parecían personas iguales a los demás, salvo por su religión. Se sobresaltó al ver al sargento Schwab al frente de los camisas pardas. Sintió pena por el hombre cuando lo despidieron porque sabía que le costaría encontrar trabajo. En Alemania había millones de hombres sin empleo: su padre decía que era una Depresión. Pero su madre replicó: «¿Cómo podemos tener a un hombre que roba en nuestra casa?».

Los camisas pardas se pusieron a cantar otra consigna. «¡Destrozad los periódicos judíos!», dijeron al unísono. Uno de ellos lanzó algo, una verdura podrida contra la puerta de un periódico nacional. Entonces, se volvieron hacia el edificio donde se encontraba Carla, que se horrorizó.

La muchacha se apartó un poco y asomó la cabeza por el borde del marco de la ventana, con la esperanza de que no la vieran. Se detuvieron fuera, sin dejar de entonar cánticos. Uno de ellos tiró una piedra. Impactó en la ventana de Carla y, aunque no la rompió, la chica lanzó un grito de miedo. Al cabo de un instante entró una de las mecanógrafas, una mujer joven que llevaba puesta una boina roja.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó, y luego miró por la ventana—. Oh, demonios.

Los camisas pardas entraron en el edificio y Carla oyó pisadas de botas en las escaleras. Estaba asustada, ¿qué iban a hacer?

El sargento Schwab entró en el despacho de su madre. El hombre vaciló al verlas, pero enseguida se armó de valor. Cogió la máquina de escribir y la tiró por la ventana, atravesando el cristal, que quedó hecho añicos. Carla y la mecanógrafa gritaron.

Varios camisas pardas más pasaron frente a la puerta, gritando consignas.

Schwab agarró a la mecanógrafa del brazo.

—Ahora, cariño, dinos dónde está la caja fuerte de la redacción —le ordenó.

—¡En el archivo! —dijo la chica, aterrorizada.

—Enséñamela.

—¡Sí, lo que diga!

Schwab la sacó del despacho de Maud.

Carla se puso a llorar, pero enseguida paró.

Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de esconderse bajo el escritorio, pero no le convenció. No quería que vieran lo asustada que estaba. Había algo en su interior que la impulsaba a desafiar a aquellos hombres.

Pero ¿qué podía hacer? Decidió avisar a su madre.

Salió al pasillo y miró a un lado y a otro. Los camisas pardas entraban y salían de los diversos despachos, pero aún no habían llegado al final. Carla no sabía si la gente que se encontraba en la sala de reuniones podía oír el alboroto. Recorrió el pasillo tan rápido como pudo, pero un grito la hizo detenerse. Miró en el interior de una sala y vio que Schwab zarandeaba a la mecanógrafa de la boina roja.

—¿Dónde está la llave? —le preguntaba.

—¡No lo sé, le juro que le estoy diciendo la verdad! —gritó la mecanógrafa.

Carla estaba indignada. Schwab no tenía ningún derecho a tratar a la mujer de aquel modo.

—¡Déjala en paz, Schwab! ¡No eres más que un ladrón! —le gritó Carla.

Schwab le lanzó una mirada de odio, y de pronto el temor de la pequeña se multiplicó por diez. Entonces el hombre miró a alguien que apareció detrás de ella.

—Saca a la maldita cría de aquí —le dijo Schwab.

Alguien agarró a Carla por detrás.

—¿Eres una pequeña judía? —preguntó una voz masculina—. Tienes toda la pinta, con ese pelo negro.

Aquel comentario la aterró.

—¡No soy judía! —gritó.

El camisa parda la arrastró por el pasillo y la metió en el despacho de su madre. Carla cayó al suelo.

—Quédate aquí —le ordenó el hombre, y se fue.

Carla se puso en pie. No estaba herida. El pasillo estaba abarrotado de camisas pardas, y ya no podía llegar hasta su madre. Pero tenía que pedir ayuda.

Miró a través de la ventana. En la calle empezaba a congregarse una pequeña multitud. Había dos policías entre la gente, charlando.

—¡Socorro! ¡Socorro, policía! —les gritó Carla.

Los hombres la vieron y se rieron.

Aquello la enfureció y la ira le hizo perder el miedo. Miró de nuevo fuera de la oficina y reparó en la alarma antiincendios que había en la pared. Se acercó y agarró la palanca.

Vaciló un instante. En teoría no podía activar la alarma si no había un incendio, y un cartel que había en la pared advertía de las graves consecuencias si no se hacía caso de la norma.

A pesar de todo, tiró de la palanca.

Durante unos instantes no sucedió nada. Quizá el mecanismo no funcionaba.

Entonces se oyó el sonido fuerte y estridente de una sirena, que subía y bajaba, que inundó el edificio.

De forma casi inmediata, las personas que se encontraban en la sala de reuniones salieron en tromba al pasillo. Jochmann fue el primero.

—¿Qué demonios está sucediendo? —preguntó, hecho una furia, dando voces para que lo oyeran por encima del estruendo de la alarma.

—Esta revista despreciable, judía y comunista ha insultado a nuestro líder, y vamos a cerrarla —dijo uno de los camisas pardas.

—¡Salgan de mi redacción!

El camisa parda no le hizo caso y entró en una sala. Al cabo de un instante se oyó un grito de mujer y un estruendo, como si alguien hubiera volcado un escritorio.

Jochmann se volvió hacia uno de sus trabajadores.

—¡Schneider, llama a la policía de inmediato!

Carla sabía que no iba a servir de nada. La policía ya estaba ahí, y se había quedado de brazos cruzados.

Su madre se abrió paso entre el gentío y recorrió el pasillo.

—¿Estás bien? —le preguntó y la abrazó con fuerza.

Carla no quería que la consolaran como si fuera una niña. Apartó a su madre.

—Estoy bien —le dijo.

Su madre miró alrededor.

—¡Mi máquina de escribir!

—La han tirado por la ventana. —Se dio cuenta de que ya no se iba a meter en ningún problema por haber atascado las teclas.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Maud. Cogió la foto del escritorio, agarró a Carla de la mano y salieron precipitadamente del despacho.

Nadie intentó detenerlas mientras bajaban por las escaleras. Delante de ellas había un hombre joven y fornido que podía ser un periodista; tenía agarrado a un camisa parda de la cabeza y lo estaba sacando a rastras del edificio. Carla y su madre los siguieron hasta la calle. Otro camisa parda iba tras ellas.

El periodista se acercó a los policías sin soltar al camisa parda.

—Detengan a este hombre —dijo—. Lo he encontrado robando en la redacción. Encontrarán un frasco de café en uno de sus bolsillos.

—Suéltelo, por favor —dijo el mayor de los dos policías.

El periodista obedeció a regañadientes.

El segundo camisa parda se situó junto a su compañero.

—¿Cómo se llama, señor? —le preguntó el policía al periodista.

—Soy Rudolf Schmidt, corresponsal parlamentario de
Der Demokrat
.

—Rudolf Schmidt, queda detenido acusado de agresión a las fuerzas del orden.

—No diga estupideces. ¡He pillado a este hombre robando!

El policía le hizo un gesto con la cabeza a los camisas pardas.

—Llevadlo a la comisaría.

Agarraron a Schmidt de los brazos. Parecía que iba a oponer resistencia, pero cambió de opinión.

—¡Todos los detalles de este incidente aparecerán en el siguiente número de
Der Demokrat
! —dijo.

—No habrá ningún número más —replicó el policía—. Lleváoslo.

Llegó un camión de bomberos del que bajaron seis hombres. El jefe de estos se dirigió a los policías de forma brusca.

—Tenemos que desalojar el edificio —anunció.

—Regresa al parque de bomberos, no hay ningún incendio —dijo el policía mayor—. Solo son las tropas de asalto, que están cerrando una revista comunista.

—Eso no me incumbe —replicó el bombero—. La alarma ha sonado y nuestra principal obligación es desalojar a todo el mundo, a los soldados y a los demás. Lo haremos sin su ayuda. —Y se dirigió al interior del edificio, acompañado por sus hombres.

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