El invierno del mundo (8 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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Un chico con el rostro cubierto de granos que llevaba una porra le puso una mano en la espalda a Werner y le dio un fuerte empujón.

—¡Apártate, apártate! —le gritó.

Werner se volvió rápidamente y dio un paso hacia él.

—No me toques, cerdo fascista —le dijo.

De pronto el camisa parda se detuvo y pareció asustarse, como si no hubiera previsto que alguien fuera a plantarle cara.

Werner se volvió de nuevo, concentrado, al igual que Lloyd, en garantizar la seguridad de ambas mujeres. Sin embargo, aquel hombre tan grande había oído la riña.

—¿A quién llamas cerdo? —gritó. Le dio un puñetazo a Werner que impactó en la nuca. No tenía muy buena puntería y fue un golpe oblicuo, pero aun así Werner soltó un grito y se tambaleó hacia delante.

Volodia se interpuso entre ambos y golpeó al hombre en la cara dos veces. Lloyd admiró el rápido uno-dos de Volodia, pero volvió a concentrarse en su misión. Al cabo de unos segundos, los cuatro alcanzaron la puerta. Lloyd y Werner lograron ayudar a las mujeres para que llegaran al vestíbulo, que estaba vacío y donde la situación era más tranquila ya que los camisas pardas no habían entrado hasta ahí.

Tras asegurarse de que las mujeres estaban a salvo, Lloyd y Werner miraron hacia el auditorio.

Volodia se enfrentaba al gigante con valentía, pero tenía problemas. No paraba de darle puñetazos en la cara y el cuerpo, pero sus golpes apenas surtían efecto y el hombre se limitaba a negar con la cabeza, como si lo estuviera incordiando un insecto. El camisa parda era torpe y lento, pero logró golpear a Volodia en el pecho y luego en la cabeza, y el joven se tambaleó. El gigante echó el puño hacia atrás para rematar a Volodia. Lloyd tenía miedo de que lo matara.

Entonces Walter dio un salto desde el escenario y cayó sobre la espalda del hombre. A Lloyd le dieron ganas de vitorearle. Ambos cayeron al suelo, enredados en una maraña de brazos y piernas, y Volodia se salvó, al menos de momento.

El joven con acné que había empujado a Werner se dedicaba ahora a hostigar a la gente que intentaba salir, golpeándola en la nuca y la cabeza con su porra.

—¡Cobarde asqueroso! —gritó Lloyd, que dio un paso al frente, pero Werner se le adelantó. Apartó a Lloyd de un empujón y agarró la porra para intentar quitársela al chico.

El hombre mayor del casco de acero se unió a la pelea y pegó a Werner con el mango de un pico. Lloyd se acercó a ellos y le lanzó un derechazo que impactó junto al ojo izquierdo de aquel.

Sin embargo, el hombre era un veterano de guerra y no iban a lograr disuadirlo tan fácilmente. Se volvió bruscamente e intentó golpear a Lloyd con su porra. Este lo esquivó con soltura y le golpeó dos veces más. Le alcanzó en la misma zona, junto a los ojos, y le abrió varias heridas. Sin embargo, el casco le protegía la cabeza y Lloyd no pudo recurrir al gancho de izquierda, su golpe predilecto para dejar a los adversarios fuera de combate. Esquivó de nuevo el mango del pico y le atizó en la cara al hombre, que retrocedió con el rostro ensangrentado por los cortes que tenía alrededor de los ojos.

Lloyd miró a su alrededor. Vio que los socialdemócratas habían empezado a contraatacar y sintió una punzada de inmenso placer. Gran parte de los asistentes al mitin habían logrado atravesar las puertas. En el auditorio quedaban principalmente hombres jóvenes, que avanzaban sin detenerse, saltando por encima de las butacas, para llegar hasta los camisas pardas; y había docenas de ellos.

Algo duro le había impactado en la parte posterior de la cabeza. El dolor era tan fuerte que lanzó un rugido. Se dio la vuelta y vio a un chico de su edad con un madero en las manos, alzándolo para golpearlo de nuevo. Lloyd se abalanzó sobre él y le golpeó dos veces en el estómago, primero con el puño izquierdo y luego con el derecho. El chico se quedó sin aire y dejó caer el madero. Lloyd le lanzó un gancho a la barbilla y el muchacho perdió el conocimiento.

Lloyd se frotó la parte posterior de la cabeza. Le dolía una barbaridad pero no le había hecho sangre.

Vio que tenía los nudillos en carne viva y que sangraban. Se agachó y cogió el madero que había tirado el chico.

Cuando miró de nuevo a su alrededor, se alegró al ver que algunos camisas pardas se retiraban, subían al escenario y desaparecían entre bastidores, a buen seguro con la intención de abandonar el teatro por la puerta por la que habían entrado.

El hombre gigante que lo había empezado todo estaba en el suelo, gruñendo y agarrándose la rodilla como si se hubiera dislocado algo. Wilhelm Frunze se encontraba de pie a su lado, golpeándolo con una pala de madera una y otra vez, repitiendo a gritos las palabras que había pronunciado el tipo para desatar el altercado:

—¡No! ¡Os! ¡Queremos! ¡En! ¡La! ¡Alemania! ¡Actual!

Indefenso, el hombre intentó sortear los golpes rodando sobre sí mismo, pero Frunze lo siguió, hasta que dos camisas pardas agarraron al tipo de los brazos y se lo llevaron a rastras.

Frunze los dejó ir.

«¿Los hemos vencido? —pensó Lloyd, cada vez más exultante—. ¡Tal vez sí!»

Varios de los chicos más jóvenes persiguieron a los camisas pardas hasta el escenario, pero se detuvieron ahí y se contentaron con insultarlos a gritos mientras desaparecían.

Lloyd miró a los demás. Volodia tenía la cara hinchada y un ojo cerrado. La americana de Werner lucía un desgarrón y un cuadrado de tela que colgaba. Walter estaba sentado en un asiento de la primera fila; tenía la respiración entrecortada y se frotaba un codo, pero sonreía. Frunze tiró la pala, que cayó entre los asientos vacíos de las últimas hileras.

Werner, que solo tenía catorce años, estaba rebosante de alegría.

—Les hemos dado una buena paliza, ¿verdad?

—Sí, sin duda —respondió Lloyd con una sonrisa.

Volodia le echó a Frunze el brazo sobre el hombro.

—No está mal para ser un puñado de colegiales, ¿eh?

—Pero nos han obligado a suspender el mitin —dijo Walter.

Los jóvenes le lanzaron una mirada de resentimiento por haberles aguado el triunfo.

Walter parecía enfadado.

—Sed realistas, chicos. Nuestro público ha huido aterrorizado. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que esas personas recuperen el valor necesario para acudir de nuevo a un mitin político? Los nazis se han salido con la suya. Resulta peligroso escuchar incluso a algún otro partido que no sea el suyo. El gran perdedor de hoy es Alemania.

—Odio a esos cabrones de los camisas pardas —le dijo Werner a Volodia—. Creo que me haré comunista, como vosotros.

Volodia lo miró fijamente con sus ojos azules y habló en voz baja.

—Si quieres luchar contra los nazis en serio, hay otra cosa más efectiva que quizá podrías hacer.

Lloyd se preguntó a qué se refería Volodia.

Entonces regresaron corriendo Maud y Ethel, ambas hablando a la vez, llorando y riendo de alivio; y Lloyd se olvidó de las palabras de Volodia y jamás volvió a pensar en ellas.

V

Al cabo de cuatro días, Erik von Ulrich llegó a casa vestido con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas.

Se sentía como un príncipe.

Llevaba una camisa parda como la de las tropas de asalto, con varias insignias y un brazalete con la esvástica. También lucía la corbata negra y los pantalones cortos negros reglamentarios. Era un soldado patriótico dedicado al servicio de su país. Por fin formaba parte del grupo.

Aquello era mejor incluso que ser aficionado del Hertha, el equipo de fútbol favorito de Berlín. Erik asistía de vez en cuando a los partidos, los sábados en que su padre no tenía que asistir a ningún mitin político. Aquello le proporcionaba la sensación de pertenecer a una gran masa de gente en la que todos sentían las mismas emociones.

Sin embargo, el Hertha perdía a veces y él regresaba a casa desconsolado.

Los nazis eran ganadores.

Le aterraba lo que iba a decirle su padre.

Él se enfurecía porque sus padres no le permitían marchar al paso de los demás. Todos los chicos se habían unido a las Juventudes Hitlerianas. Practicaban deporte y cantaban y corrían aventuras en los campos y bosques que había a las afueras de la ciudad. Estaban en buena forma y eran listos, fieles y eficientes.

A Erik le inquietaba el hecho de que algún día tuviera que luchar en alguna batalla, tal y como habían hecho su padre y su abuelo, y quería estar listo para el momento, entrenado y curtido, disciplinado y agresivo.

Los nazis odiaban a los comunistas, pero sus padres también. Entonces, ¿qué había de malo en que los nazis también odiaran a los judíos? Los Von Ulrich no eran judíos, ¿qué les importaba a ellos? Sin embargo, sus padres se habían negado con terquedad a afiliarse al Partido Nazi, por lo que Erik se había hartado de quedar excluido y había tomado la decisión de plantarles cara.

Estaba muy asustado.

Como era habitual, ni su madre ni su padre se encontraban en casa cuando Erik y Carla llegaron de la escuela. Ada frunció los labios en un gesto de desaprobación mientras les servía el té.

—Hoy tendréis que recoger vosotros la mesa —les dijo—. Me duele mucho la espalda y voy a acostarme un rato.

Carla puso cara de preocupación.

—¿Por eso fuiste a ver al médico?

Ada dudó antes de contestar.

—Sí, fue por eso.

Estaba claro que ocultaba algo. El mero hecho de pensar que Ada estuviera enferma, y que mintiera al respecto, inquietó a Erik. Jamás llegaría al extremo de imitar a su hermana y decir que quería a Ada, pero la mujer había sido una presencia cariñosa a lo largo de su vida, y sentía un afecto por ella más grande de lo que estaba dispuesto a admitir.

Carla estaba tan preocupada como él.

—Espero que te mejores.

En los últimos tiempos Carla había adoptado una actitud más adulta, lo que en cierto modo había sorprendido a Erik. Aunque era dos años mayor que ella, aún se sentía como un niño, pero ella se comportaba como un adulto la mitad del tiempo.

—Me encontraré mejor después de descansar —dijo Ada de modo tranquilizador.

Erik comió un pedazo de pan. Cuando Ada salió de la cocina, tragó el pan.

—Estoy en la sección juvenil, pero en cuanto cumpla los catorce me pasarán a la siguiente —dijo el chico.

—¡Papá se pondrá hecho una furia! —exclamó Carla—. ¿Es que te has vuelto loco?

—Herr Lippmann dice que papá se meterá en problemas si intenta obligarme a dejarlo.

—Ah, fantástico —dijo Carla. Había desarrollado un acerado gusto por el sarcasmo que en ocasiones mortificaba a Erik—. Así que quieres que papá se pelee con los nazis —espetó con desdén—. Una idea maravillosa. Es algo ideal para toda la familia.

Erik se quedó desconcertado. No lo había pensado de aquel modo.

—Pero todos los chicos de mi clase pertenecen a las Juventudes Hitlerianas —dijo, indignado—. Excepto Fontaine el Gabacho y Rothmann el Judío.

Carla untó una rebanada de pan con paté de pescado.

—¿Por qué tienes que ser igual que los demás? —le preguntó—. La mayoría son estúpidos. Tú mismo me dijiste que Rudi Rothmann era el más listo de la clase.

—¡No quiero estar con el Gabacho y Rudi! —gritó Erik, que se sintió humillado cuando notó que las lágrimas empezaban a correrle por la cara—. ¿Por qué tengo que jugar con los chicos que no caen bien a nadie? —Aquello era lo que le había proporcionado el valor necesario para desafiar a su padre: ya no soportaba salir de la escuela con los judíos y los extranjeros mientras todos los chicos alemanes marchaban alrededor del patio, con sus uniformes.

Entonces oyeron un grito.

Erik miró a Carla.

—¿Qué ha sido eso?

Su hermana arrugó la frente.

—Creo que ha sido Ada.

A continuación oyeron un grito más claro.

—¡Socorro!

Erik se puso en pie pero Carla ya se le había adelantado. La siguió. La habitación de Ada se encontraba en el sótano. Bajaron corriendo las escaleras y entraron en el pequeño dormitorio.

Había una única cama junto a la pared. Ada estaba tumbada con el rostro crispado por el dolor. Tenía la falda empapada y había un charco en el suelo. Erik no podía creer lo que estaba viendo. ¿Se había meado encima? Aquello daba miedo. No había ningún adulto en la casa. No sabía qué hacer.

Carla también estaba asustada, Erik lo vio en su cara, pero no había caído presa del pánico.

—Ada, ¿qué te pasa? —preguntó la niña, con un extraño deje de tranquilidad.

—He roto aguas —dijo Ada.

Erik no entendía a qué se refería.

Carla tampoco.

—No te entiendo —dijo.

—Significa que va a nacer el bebé.

—¿Estás embarazada? —preguntó Carla, estupefacta.

—¡Pero si no estás casada! —exclamó Erik.

—Cierra el pico, Erik —le espetó Carla—. ¿Es que no entiendes nada?

Por supuesto que entendía que las mujeres podían tener hijos aunque no estuvieran casadas… ¡Pero no Ada!

—Por eso fuiste al médico la semana pasada —le dijo Carla a Ada, que asintió.

Erik aún intentaba hacerse a la idea.

—¿Crees que mamá y papá lo saben?

—Claro que sí. Lo que pasa es que no nos lo dijeron. Tráenos una toalla.

—¿De dónde?

—Del armario de la caldera que está en el rellano de arriba.

—¿Limpia?

—¡Claro que tiene que ser limpia!

Erik subió corriendo las escaleras, cogió una toalla pequeña blanca del armario y bajó corriendo de nuevo.

—No nos va a ser de gran ayuda —dijo Carla que, sin embargo, la cogió y le secó las piernas a Ada.

—El bebé no tardará en llegar, lo noto. Pero no sé qué hacer. —La mujer rompió a llorar.

Erik miró a Carla, que era quien estaba al mando de la situación ahora. Daba igual que él fuera el mayor: esperó a que su hermana le diera alguna orden. Ella mantenía la calma y había adoptado una actitud práctica, pero él sabía que también estaba aterrada y que su serenidad podía desmoronarse en cualquier momento.

Carla se volvió hacia Erik.

—Ve a buscar al doctor Rothmann —le ordenó—. Ya sabes dónde tiene la consulta.

Erik se sintió muy aliviado de que le encargara una tarea que podía cumplir sin ningún problema. Entonces pensó en un posible contratiempo.

—¿Y si ha salido?

—Pues le preguntas a frau Rothmann lo que debes hacer, ¡idiota! —le espetó Carla—. ¡Venga, vete!

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