El invierno del mundo (12 page)

Read El invierno del mundo Online

Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
13.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los tres fueron atacados de inmediato por varios camisas pardas más. Lloyd recibió puñetazos y patadas, y un objeto contundente le golpeó en la cabeza, lo que le hizo proferir un grito de dolor. «No, otra vez no», pensó.

Se volvió contra los agresores, soltando puñetazos a diestro y siniestro, asegurándose de que cada golpe impactara con fuerza en un camisa parda, intentando «atravesar» el objetivo con el puño, tal y como le habían enseñado. Derribó a dos hombres, pero entonces lo agarraron por detrás y le hicieron perder el equilibrio. Al cabo de un instante estaba en el suelo y dos hombres lo sujetaban mientras un tercero le daba patadas.

Entonces lo pusieron de lado, le retorcieron los brazos en la espalda y notó algo metálico en las muñecas. Lo habían esposado por primera vez en su vida. Sintió un nuevo tipo de miedo. Aquello ya no era una simple trifulca. Le habían dado golpes y patadas, pero lo peor aún estaba por venir.

—Levántate —le ordenó alguien en alemán.

Se puso en pie como buenamente pudo. Le dolía la cabeza. Vio que Robert y Jörg también estaban esposados. Robert sangraba por la boca y Jörg tenía un ojo cerrado. Media docena de camisas pardas los vigilaban. Los demás bebían de las copas y botellas que quedaban en las mesas, o se atiborraban con los dulces del carrito de los postres.

Al parecer todos los clientes se habían ido. Lloyd se sintió aliviado de que su madre hubiera salido.

Se abrió la puerta del restaurante y regresó Walter.

—Comisario Macke —dijo, haciendo gala de la típica facilidad de los políticos para recordar nombres. Hizo acopio de valor y autoridad y prosiguió—: ¿Qué significa este escándalo?

Macke señaló a Robert y Jörg.

—Estos dos hombres son homosexuales —dijo—. Y ese muchacho ha agredido a un policía que los estaba deteniendo.

Walter señaló la caja registradora, que estaba abierta y vacía, salvo por unas cuantas monedas.

—¿Acaso los agentes de policía se dedican a cometer atracos hoy en día?

—Un cliente debe de haberse aprovechado de la confusión creada por los que se estaban resistiendo a la detención.

Algunos de los camisas pardas soltaron una risa de complicidad.

—Antes era un agente de la ley, ¿no es cierto, Macke? Quizá entonces estuviera orgulloso de usted. Pero, ahora, ¿qué es?

El comisario se sintió ofendido.

—Nuestro objetivo es mantener el orden para proteger la patria.

—¿Adónde piensa trasladar a los detenidos? —insistió Walter—. ¿Será un centro de arresto constituido conforme a la legalidad? ¿O un sótano no oficial y medio escondido?

—Los llevaremos al cuartel de Friedrichstrasse —respondió Macke, indignado.

Lloyd vio que una expresión de satisfacción iluminaba fugazmente el rostro de Walter, y se dio cuenta de que había manipulado al comisario con inteligencia, aprovechándose del poco orgullo profesional que le quedaba para lograr que revelara sus intenciones. Ahora, al menos, Walter sabía adónde iban a llevar a Lloyd y a los demás.

Pero ¿qué sucedería en el cuartel?

Nunca habían detenido a Lloyd. Sin embargo, vivía en el East End de Londres, por lo que conocía a mucha gente que se metía en problemas con la policía. Durante gran parte de su vida había jugado a fútbol en la calle con chicos cuyos padres eran detenidos con cierta frecuencia. Conocía la reputación de la comisaría de Leman Street, en Aldgate. Pocos hombres salían de aquel edificio ilesos. La gente decía que había manchas de sangre en todas las paredes. ¿Existía alguna posibilidad de que el cuartel de Friedrichstrasse fuera mejor?

—Esto es un incidente internacional, comisario —dijo Walter. Lloyd supuso que hacía continua referencia al rango de Macke para que se comportara más como un agente y menos como un matón—. Ha detenido a tres ciudadanos extranjeros: dos austríacos y un inglés. —Levantó una mano como si quisiera atajar cualquier protesta—. Ahora es demasiado tarde para dar marcha atrás. Ambas embajadas serán informadas, y no me cabe la menor duda de que sus representantes llamarán a la puerta del Ministerio de Asuntos Exteriores de Wilhelmstrasse dentro de menos de una hora.

Lloyd se preguntó si era cierto.

Macke hizo una mueca desagradable.

—El Ministerio de Asuntos Exteriores no se molestará en defender a dos invertidos y a un joven vándalo.

—Nuestro ministro de Asuntos Exteriores, Von Neurath, no es un miembro de su partido —dijo Walter—. Es probable que anteponga los intereses de la patria.

—Creo que no tardará en averiguar que nuestro ministro hace lo que se le ordena. Y ahora es usted quien está impidiendo que lleve a cabo mi tarea.

—¡Se lo advierto! —dijo Walter con valentía—. Más le vale seguir al pie de la letra lo que dictan las normas… o habrá problemas.

—Apártese de mi vista —espetó Macke.

Walter se fue.

Lloyd, Robert y Jörg fueron obligados a salir a la calle y los metieron en la parte trasera de una especie de camión. Los forzaron a tumbarse en el suelo mientras los camisas pardas se sentaban en unos bancos para vigilarlos. El vehículo se puso en marcha. Lloyd descubrió que estar esposado podía resultar muy doloroso. Tuvo siempre la sensación de que el hombro se le fuera a dislocar de un momento a otro.

Por suerte, el viaje fue corto. Los sacaron del camión y los metieron en un edificio que estaba oscuro, de modo que Lloyd no pudo ver mucho. En un escritorio, tomaron nota de su nombre en un libro y le quitaron el pasaporte. Robert perdió su alfiler de corbata de oro y el reloj de cadena. Al final les quitaron las esposas y los metieron en una sala con luz tenue y barrotes en las ventanas en la que ya había unos cuarenta prisioneros.

Lloyd tenía todo el cuerpo magullado. Le dolía tanto el pecho que creía que se había roto una costilla. Tenía cardenales en la cara y un dolor de cabeza atroz. Quería una aspirina, una taza de té y una almohada. Tenía la sensación de que habrían de pasar unas horas hasta que pudiera satisfacer alguno de esos deseos.

Los tres se sentaron en el suelo, cerca de la puerta. Lloyd se sujetaba la cabeza con las manos, mientras Robert y Jörg hablaban del tiempo que pasaría hasta que recibieran ayuda. Estaban convencidos de que Walter llamaría a un abogado, pero las leyes habituales habían quedado suspendidas por el Decreto de Incendios del Reichstag, de modo que bajo la nueva ley no gozaban de la protección adecuada. Walter también se pondría en contacto con las embajadas: en ese momento la influencia política era su principal esperanza. Lloyd pensó que probablemente su madre intentaría realizar una llamada internacional a la sede del Foreign Office en Londres. Si alguien la atendía, el gobierno desde luego tendría algo que decir sobre la detención de un colegial británico. Todo llevaría su tiempo, una hora al menos, seguramente dos o tres.

Sin embargo pasaron cuatro horas, luego cinco, y la puerta no se abrió.

Los países civilizados tenían una ley que especificaba el tiempo máximo que podía retener la policía a alguien con los trámites correspondientes: presentar cargos, un abogado, un tribunal. Lloyd se dio cuenta entonces de que tal regla no era un mero tecnicismo. Sin ella podía pasarse la eternidad en esa estancia.

Averiguó que los demás prisioneros que había eran todos políticos: comunistas, socialdemócratas, organizadores sindicales y un cura.

La noche pasó con lentitud. Ninguno de los tres durmió. A Lloyd le pareció algo inconcebible intentar conciliar el sueño. La luz gris del amanecer atravesaba los barrotes de las ventanas cuando por fin se abrió la puerta. Sin embargo, no entró ningún abogado ni diplomático, tan solo dos hombres vestidos con delantales que empujaban un carrito en el que había una gran olla. Sirvieron unas raciones generosas de copos de avena. Lloyd no los probó, pero bebió una taza de hojalata de café que sabía a cebada quemada.

Se imaginó que el personal que estaba de guardia de noche en la embajada británica eran diplomáticos sin demasiada experiencia ni influencia. Por la mañana, cuando se despertara el embajador, se emprenderían las acciones adecuadas.

Una hora después del desayuno se abrió de nuevo la puerta, pero esta vez solo había camisas pardas. Hicieron salir a todos los prisioneros y los obligaron a subir a un camión, unos cuarenta o cincuenta hombres en un vehículo cubierto con lona, tan apretados que tuvieron que permanecer de pie. Lloyd logró quedarse cerca de Robert y Jörg.

Quizá los trasladaban al juzgado, a pesar de que era domingo. Era lo que esperaba. Al menos habría abogados y parecería que se estaban sometiendo al buen hacer de la justicia. Creía que dominaba lo suficiente el alemán para exponer lo sucedido de forma sencilla, e incluso preparó mentalmente su discurso. Había cenado en un restaurante con su madre; había visto que alguien robaba el dinero de la caja; había intervenido en el altercado. Se imaginó las preguntas que le formularían, si el hombre al que atacó era un camisa parda, algo a lo que respondería: «No me fijé en su ropa, solo vi a un ladrón». Habría risas y el fiscal haría el ridículo.

Los llevaban a algún lugar de las afueras.

Podían ver a través de los huecos de la lona que tapaba el camión. Lloyd creía que habían recorrido algo más de treinta kilómetros cuando Robert dijo:

—Estamos en Oranienburg. —Una pequeña población al norte de Berlín.

El camión se detuvo frente a una puerta de madera que había entre dos pilares de ladrillos. Dos camisas pardas armados con fusiles montaban guardia.

El temor de Lloyd aumentó un poco más. ¿Dónde estaba el tribunal? Aquello parecía más bien un campo de prisioneros. ¿Cómo podían encarcelar a la gente sin un juez?

Tras una breve espera, el camión entró y se detuvo frente a un grupo de edificios abandonados.

Lloyd se puso más nervioso. La noche anterior había tenido el consuelo al menos de que Walter sabía dónde estaba. Pero en ese momento cabía la posibilidad de que nadie lo supiera. ¿Y si la policía decía que no se encontraba bajo su custodia y que no tenían constancia de su detención? ¿Cómo iban a rescatarlo?

Salieron del camión y los metieron en lo que parecía una especie de fábrica. El lugar olía como un pub. Quizá había sido una fábrica de cerveza.

Volvieron a tomarles el nombre. Lloyd se alegró de que hubiera un registro de sus movimientos. No estaban maniatados ni esposados, pero estaban sometidos a una vigilancia constante por parte de unos camisas pardas armados con fusiles, y Lloyd tenía el lúgubre presentimiento de que aquellos jóvenes estaban ansiosos porque les proporcionaran una excusa para utilizarlos.

Les dieron a todos una sábana fina y un colchón de lona lleno de paja. Los metieron en un edificio en ruinas que en el pasado debía de haber hecho las veces de almacén. Entonces empezó la espera.

Aquel día nadie fue a ver a Lloyd.

Por la noche llegó otro carro y otra olla, esta llena de un estofado de zanahorias y nabos. Cada hombre recibió un cuenco y un pedazo de carne. Lloyd estaba hambriento ya que no había probado bocado en las últimas veinticuatro horas, de modo que devoró la cena y aún habría comido más.

En algún lugar del campo había tres o cuatro perros que aullaron toda la noche.

Lloyd se sentía sucio. Era la segunda noche que tenía que pasar con la misma ropa. Necesitaba un baño, afeitarse y una camisa limpia. El aseo, dos barriles que había en un rincón, era absolutamente asqueroso.

Sin embargo, el día siguiente era lunes. Entonces habría acción.

Lloyd se quedó dormido alrededor de las cuatro. A las seis los despertaron los gritos de un camisa parda.

—¡Schleicher! ¡Jörg Schleicher! ¿Quién es Schleicher?

Tal vez iban a liberarlos.

—Yo soy Schleicher —dijo Jörg tras ponerse en pie.

—Ven conmigo —dijo el camisa parda.

—¿Por qué? ¿Para qué lo queréis? ¿Adónde va? —preguntó Robert con voz asustada.

—¿Tú quién eres, su madre? —preguntó el camisa parda—. Túmbate y cierra el pico. —Empujó a Jörg con el fusil—. Tú, fuera.

Al verlos salir, Lloyd se preguntó por qué no le había dado un puñetazo al camisa parda y le había quitado el fusil. Quizá habría podido escapar. Y si hubiera fracasado, ¿qué le habrían hecho? ¿Meterlo en la cárcel? Sin embargo, en el momento crucial, ni tan siquiera se le pasó por la cabeza la idea de escapar. ¿Estaba adoptando ya la mentalidad del prisionero?

Incluso tenía ganas de que les llevaran los copos de avena.

Antes del desayuno, los hicieron salir a todos.

Los metieron en un pequeño patio, rodeado por una verja, que tenía el tamaño de una cuarta parte de una pista de tenis. Parecía que lo habían utilizado para almacenar mercancías no muy valiosas, como madera o neumáticos. Lloyd se estremeció en el aire frío de la mañana: su abrigo todavía estaba en el Bistro Robert.

Entonces vio que se acercaba Thomas Macke.

El policía llevaba un abrigo negro sobre el uniforme de los camisas pardas. Lloyd se dio cuenta de que arrastraba los pies al caminar.

Detrás de Macke había dos camisas pardas que sostenían por los brazos a un hombre desnudo con un cubo en la cabeza.

Lloyd lo miró horrorizado. El prisionero tenía las manos atadas a la espalda, y el cubo ceñido a la barbilla con un cordón para que no se le cayera.

Era un hombre delgado, de aspecto juvenil, con el vello púbico rubio.

—Oh, Dios, es Jörg —gimió Robert.

Todos los camisas pardas se habían congregado en el patio. Lloyd arrugó la frente. ¿Era una especie de juego cruel?

Metieron a Jörg en el recinto cercado y lo dejaron ahí, temblando. Los dos tipos que lo acompañaban salieron. Desaparecieron y regresaron al cabo de unos instantes, cada uno acompañado con dos pastores alemanes.

Aquello explicaba los ladridos que había oído durante toda la noche.

Los perros estaban delgados y tenían varias calvas de aspecto enfermizo en el pelaje marrón. Parecían hambrientos.

Los camisas pardas los acompañaron hasta el recinto cercado.

Lloyd tenía un vago pero horrible presentimiento de lo que iba a suceder.

—¡No! —gritó Robert, que echó a correr—. ¡No, no, no! —Intentó abrir la puerta del recinto.

Tres o cuatro camisas pardas lo apartaron de malas maneras. Intentó oponer resistencia, pero eran unos matones jóvenes y fuertes, y Robert rondaba los cincuenta. Al final no pudo hacer nada. Lo tiraron al suelo con desprecio.

Other books

Born to Lose by James G. Hollock
A Lady And Her Magic by Tammy Falkner
Pasta, Risotto, and Rice by Robin Miller
Swallows and Amazons by Arthur Ransome
The Saint by Monica Mccarty
Khyber Run by Amber Green