El invierno del mundo (42 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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Se encontró en otra humilde morada española, con las paredes encaladas y el suelo de tierra compactada. Dentro no había nadie, ni vivo ni muerto.

Los treinta y cinco hombres que formaban su sección lo siguieron a través de la abertura y registraron el lugar a toda prisa para hacer salir a los posibles enemigos. La casa era pequeña y estaba desierta.

De esa forma, avanzaron despacio pero seguros por una serie de casas en dirección a la iglesia.

Estaban empezando a abrir el siguiente boquete pero, antes de lograrlo, un comandante llamado Márquez que había seguido su mismo recorrido a través de las aberturas en las paredes de las casas los obligó a detenerse.

—Olvídense de eso —dijo en inglés con acento español—. Vamos a asaltar la iglesia.

Lloyd se quedó helado. Aquello era un suicidio.

—¿Ha sido idea del coronel Bobrov? —preguntó.

—Sí —respondió el comandante Márquez sin pronunciarse al respecto—. Aguarden la señal: tres toques fuertes de silbato.

—¿Pueden traernos más munición? —preguntó Lloyd—. No tenemos suficiente, y menos para una acción semejante.

—No hay tiempo —dijo el comandante, y se marchó.

Lloyd estaba horrorizado. En los pocos días transcurridos desde que había entrado en combate había aprendido muchas cosas, y sabía que la única forma de asaltar una posición bien defendida era con la ayuda de una cortina de fuego de contención. De otro modo, los defensores acabarían acribillándolos.

Entre los hombres se respiraba un ambiente de rebelión.

—Es imposible —sentenció el cabo Rivera.

Lloyd era el responsable de mantenerles la moral alta.

—Nada de quejas, muchachos —dijo en tono jovial—. Todos sois voluntarios. ¿Acaso creíais que la guerra no era peligrosa? Si fuera algo seguro, vuestras hermanas podrían ocupar vuestro lugar.

Todos se echaron a reír, y la sensación de peligro pasó, por el momento.

Lloyd avanzó hacia la parte delantera de la casa, abrió un poco la puerta y asomó la cabeza por la rendija. El sol caía implacable sobre el estrecho callejón bordeado de casas y establecimientos comerciales. Los edificios y el suelo presentaban el mismo color pálido del pan sin terminar de cocer, a excepción de las zonas donde la artillería había abierto brechas que revelaban el color rojo de la tierra. Justo al otro lado de la puerta yacía un miliciano muerto y una nube de moscas se estaban dando un festín en el agujero de bala de su pecho. Al mirar hacia la plaza, Lloyd vio que la calle se ensanchaba cerca de la iglesia. Los hombres armados de las altas torres gemelas gozaban de una buena visión, por lo que les costaría poco disparar a cualquiera que se acercara. En el suelo había pocas cosas que ofrecieran protección: unos cuantos escombros, un caballo muerto y una carretilla.

«Moriremos todos», pensó.

«Pero, si no, ¿para qué hemos venido aquí?»

Se volvió hacia sus hombres, preguntándose qué podía decirles. Tenía que lograr que siguieran pensando en positivo.

—Avanzad pegados a los laterales de la calle, cerca de las casas —les aconsejó—. Recordad que cuanto más lentos seáis, más tiempo estaréis en peligro; así que esperad a oír el silbato y echaos a correr a toda leche.

Los tres toques estridentes del silbato del comandante Márquez sonaron antes de lo esperado.

—Lenny, tú saldrás el último —dijo.

—¿Quién irá el primero? —preguntó Lenny.

—Yo, por supuesto.

«Adiós, mundo —pensó Lloyd—. Al menos moriré combatiendo a los fascistas.»

Abrió la puerta del todo.

—¡Vamos! —gritó, y echó a correr.

El efecto sorpresa le concedió unos segundos de gracia y pudo correr sin obstáculos por la calle en dirección a la iglesia. Notaba en el rostro la quemazón del sol de mediodía y oía tras de sí las pisadas de las botas de sus hombres; y, con un extraño sentimiento de gratitud, reparó en que esas sensaciones significaban que seguía con vida. Entonces el fuego estalló como una granizada. Durante unos instantes más siguió corriendo mientras oía los silbidos y los estallidos de las balas; hasta que, de repente, notó una sensación en el brazo izquierdo, como si hubiera recibido el impacto de algo y, sin razón aparente, cayó al suelo.

Se dio cuenta de que estaba herido. No sentía dolor, pero tenía el brazo entumecido y sin fuerza. Consiguió rodar por el suelo hasta topar con la pared del edificio más cercano. Los disparos continuaban surcando el aire, y se sentía tremendamente vulnerable, pero a poca distancia vio un cadáver. Era un soldado nacional, apoyado en la casa. Daba la impresión de haberse quedado dormido sentado en el suelo, con la espalda contra la pared; solo que tenía una herida de bala en el cuello.

Lloyd avanzó serpenteando, con movimientos extraños, sosteniendo el fusil con la mano derecha y arrastrando el brazo izquierdo tras de sí. Luego se agazapó detrás del cadáver y trató de encogerse.

Apoyó el cañón de su fusil en el hombro del soldado muerto y apuntó a una ventana alta de la torre de la iglesia. Disparó los cinco proyectiles de la recámara uno tras otro. No sabía si había herido a alguien o no.

Se volvió a mirar atrás. Horrorizado, observó la calle tapizada con los cadáveres de los hombres de su sección. El cuerpo inmóvil de Mario Rivera con su camisa roja y negra parecía una bandera anarquista arrugada. Junto a Mario yacía Jasper Johnson, con los rizos negros cubiertos de sangre. Tantas horas de viaje desde una fábrica de Chicago para acabar muriendo en una calle de una pequeña población española, pensó Lloyd, y todo porque creía en un mundo mejor.

Peor era contemplar a los que aún vivían, tendidos en el suelo gritando y quejándose. En algún lugar había un hombre agonizando, pero Lloyd no podía ver dónde estaba ni quién era. Unos cuantos hombres seguían corriendo, pero, mientras los miraba, algunos más cayeron y otros se arrojaron al suelo. Al cabo de unos segundos no se movía nadie a excepción de los heridos que se retorcían de dolor.

Menuda matanza, pensó, y una mezcla de ira y pesar ascendió desde sus entrañas y se atoró en su garganta.

¿Dónde estaban las otras unidades? No era posible que la sección de Lloyd fuera la única implicada en la ofensiva, ¿verdad? Tal vez los demás habían avanzado por calles paralelas que desembocaban en la plaza. Una operación de asalto requería una superioridad numérica abrumadora. Lloyd y sus treinta y cinco hombres eran a todas luces insuficientes. Los fascistas los habían matado o herido a prácticamente todos, y los pocos miembros de la sección de Lloyd que seguían en pie se habían visto obligados a resguardarse antes de alcanzar la iglesia.

Cruzó una mirada con Lenny, que se asomaba por detrás del caballo muerto. Al menos él seguía vivo. Lenny levantó el fusil e hizo un ademán de impotencia, como diciendo «no tengo municiones». Lloyd tampoco las tenía. Al cabo de un minuto, los disparos procedentes de la calle cesaron cuando también los demás se quedaron sin balas.

Adiós al asalto a la iglesia. De todos modos, era una misión imposible; y sin municiones habría resultado un suicidio en vano.

La lluvia de disparos procedentes de la iglesia había amainado tras eliminar a los blancos más fáciles; aun así, de vez en cuando se producía alguno dirigido a quienes permanecían a resguardo. Lloyd se dio cuenta de que todos sus hombres acabarían muertos. Tenían que retirarse.

Aunque, probablemente, también los matarían mientras se replegaban.

Volvió a cruzar una mirada con Lenny e hizo un gesto enérgico hacia atrás, en dirección opuesta a la iglesia. Lenny miró alrededor y repitió la señal a los pocos que quedaban vivos. Tendrían más posibilidades de salvarse si se movían todos a la vez.

Cuando ya habían advertido al máximo número posible de hombres, Lloyd se esforzó por ponerse en pie.

—¡Retirada! —gritó a todo pulmón.

Entonces echó a correr.

No había más de doscientos metros, pero se le antojó el trayecto más largo de su vida.

Los rebeldes abrieron fuego desde la iglesia en cuanto vieron moverse a las tropas republicanas. Con el rabillo del ojo, Lloyd creyó ver a cinco o seis de sus hombres batiéndose en retirada. Corrió dando zancadas irregulares ya que el brazo herido lo desequilibraba. Lenny iba delante de él y, al parecer, estaba ileso. Las balas batían las fachadas de los edificios frente a los que Lloyd pasaba tambaleándose. Lenny llegó a la casa de la que habían salido, entró a toda prisa y abrió la puerta. Lloyd la cruzó resollando y se dejó caer en el suelo. Detrás entraron tres hombres más.

Lloyd se quedó mirando a los supervivientes: Lenny, Dave, Muggsy Morgan y Joe Eli.

—¿Estamos todos? —preguntó.

—Sí —respondió Lenny.

—Cielo santo. Conseguimos salir cinco; cinco de treinta y seis.

—Qué gran asesor militar es el coronel Bobrov.

Se pusieron en pie entre jadeos, luchando por recobrar el aliento. Lloyd recuperó la sensibilidad del brazo; el dolor era insoportable. Sintió que a pesar de todo podía moverlo, así que tal vez no lo tuviera roto. Bajó la mirada y vio que tenía la manga empapada en sangre. Dave se quitó el fular rojo y con él improvisó un cabestrillo.

A Lenny lo habían herido en la cabeza. Tenía el rostro ensangrentado pero dijo que no era más que un rasguño, y tenía buen aspecto.

Milagrosamente, Dave, Muggsy y Joe habían resultado ilesos.

—Será mejor que regresemos a por nuevas órdenes —dijo Lloyd cuando llevaban unos cuantos minutos tumbados—. De todos modos, sin munición no podemos llevar a cabo ninguna acción.

—¿Qué os parece si antes nos tomamos una buena taza de té? —bromeó Lenny.

—No podemos, no tenemos cucharillas —dijo Lloyd.

—Ah, de acuerdo.

—¿No podemos descansar un rato más? —preguntó Dave.

—Ya descansaremos en la retaguardia —respondió Lloyd—. Es más seguro.

Deshicieron el camino a través de la serie de casas, colándose por los boquetes que habían abierto en las paredes. Lloyd estaba mareado de tanto agacharse. Se preguntó si la pérdida de sangre lo habría debilitado.

Salieron al exterior lejos de la iglesia de San Agustín, donde no podían verlos, y avanzaron a toda prisa por una calle lateral. El alivio que Lloyd sentía al seguir vivo estaba dando paso rápidamente a la furia por la absurda pérdida de las vidas de sus hombres.

Llegaron al establo de las afueras de la población que las fuerzas del gobierno habían convertido en su cuartel. Lloyd vio al comandante Márquez detrás de una pila de cajas de embalar, repartiendo municiones.

—¿Por qué no había para nosotros? —preguntó, furioso.

Márquez se encogió de hombros.

—Le comunicaré lo sucedido a Bobrov —dijo Lloyd.

El coronel Bobrov se encontraba en la puerta del establo, sentado en una silla frente a una mesa. Los dos muebles parecían haber sido robados de alguna casa. Tenía el rostro enrojecido, quemado por el sol. Estaba hablando con Volodia Peshkov. Lloyd fue directo hacia ellos.

—Hemos asaltado la iglesia, pero no hemos recibido apoyo —dijo—. ¡Y nos hemos quedado sin municiones porque Márquez se ha negado a abastecernos!

Bobrov miró a Lloyd con frialdad.

—¿Qué está haciendo aquí? —le espetó.

Lloyd se quedó perplejo. Esperaba que Bobrov lo felicitara por el audaz esfuerzo y que, al menos, le mostrara su empatía por la falta de apoyo.

—Ya se lo he dicho —repuso él—. No hemos recibido apoyo. No puede asaltarse un edificio fortificado con tan solo una sección. Hemos hecho todo cuanto hemos podido, pero nos han aniquilado. He perdido a treinta y uno de mis treinta y cinco hombres. —Señaló a sus cuatro compañeros—. ¡Esto es todo lo que queda de mi sección!

—¿Quién les ha ordenado que se retiraran?

Lloyd hacía esfuerzos para no marearse. Sentía que estaba a punto de perder el conocimiento, pero tenía que explicarle a Bobrov con qué coraje habían luchado sus hombres.

—Hemos venido por nuevas órdenes. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

—Tendrían que haber seguido luchando mientras quedara un hombre en pie.

—¿Y con qué teníamos que luchar? ¡No nos quedaban balas!

—¡Silencio! —rugió Bobrov—. ¡Firmes!

Al instante, todos se cuadraron. Lloyd, Lenny, Dave, Muggsy y Joe formaron en línea. Lloyd temía desmayarse de un momento a otro.

—¡Media vuelta!

Todos se volvieron de espaldas. «Y ahora, ¿qué?», pensó Lloyd.

—Los heridos, rompan filas.

Lloyd y Lenny dieron un paso atrás.

—Los heridos leves serán trasladados al servicio de escolta de prisioneros.

Lloyd imaginó vagamente que le tocaría vigilar a prisioneros de guerra en un tren con destino a Barcelona. Se tambaleó sin llegar a caerse. En esos momentos no sería capaz ni de vigilar un rebaño de ovejas, pensó.

—Retirarse cuando uno se encuentra bajo el fuego enemigo sin haber recibido órdenes es desertar.

Lloyd se dio la vuelta y miró a Bobrov. Preso del horror y la estupefacción, vio que había sacado el revólver de su funda con botón.

Bobrov dio un paso adelante, de modo que se situó justo detrás de los tres hombres que permanecían firmes.

—Los tres son culpables y son condenados a pena de muerte. —Levantó la pistola hasta que el cañón estuvo a siete centímetros y medio de la parte posterior de la cabeza de Dave.

Entonces disparó.

Se oyó un estampido. En la cabeza de Dave apareció un agujero de bala y su frente explotó en un amasijo de sangre y sesos.

Lloyd no daba crédito a lo que estaba presenciando.

Junto a Dave, Muggsy se dispuso a volverse con la boca abierta para gritar; pero Bobrov fue más rápido. Situó la pistola contra el cuello de Muggsy y disparó de nuevo. La bala penetró por detrás de la oreja derecha y salió por el ojo izquierdo, y Muggsy se derrumbó.

Al final Lloyd recuperó la voz, y gritó:

—¡No!

Joe Eli se dio media vuelta, bramando de estupor y furia, y levantó las manos para aferrar a Bobrov. Se produjo un nuevo disparo y Joe recibió un balazo en la garganta. La sangre brotaba del cuello como de un manantial y salpicó el uniforme del Ejército Rojo de Bobrov, lo cual provocó que el coronel retrocediera de un salto, maldiciendo. Joe cayó al suelo pero no murió de inmediato. Lloyd observó, impotente, cómo la sangre manaba de la arteria carótida de Joe y teñía la reseca tierra española. Daba la impresión de que Joe quería hablar, pero no logró pronunciar palabra; y entonces sus ojos se cerraron y lo abandonaron las fuerzas.

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