El invierno del mundo (19 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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—No sé —dijo con tono de disculpa.

—¡Oh, vamos, venga ya, Woody, por favor! Tú no lo entiendes. —Charlie bajó el volumen de su voz—. No sabes qué se siente cuando uno está tan enamorado de alguien.

«Sí, sí que lo sé —pensó Woody, y eso le hizo cambiar de parecer—. Si Charlie se siente tan mal como yo, ¿cómo puedo negarle mi ayuda? Me gustaría que alguien hiciera lo mismo por mí, en el caso de que tuviera más posibilidades con Joanne.»

—Está bien, Charlie —accedió—. Hablaré con ella.

—¡Gracias! Y… tu abuela está aquí, ¿no? ¿Podrías hacerlo esta noche?

—¡Por el amor de Dios, no! Tengo otras cosas en las que pensar.

—Vale, sí, claro… pero ¿cuándo lo harás?

Woody se encogió de hombros.

—Lo haré mañana.

—¡Tú sí que eres un amigo!

—No me des las gracias todavía. Seguramente dirá que no.

Woody se volvió para hablar con Joanne, pero ella se había marchado.

Empezó a buscarla, pero se detuvo. No debía parecer desesperado. Un hombre necesitado no resultaba interesante, eso sí lo sabía.

Bailó diligentemente con varias chicas: Dot Renshaw, Daisy Peshkov y con la amiga alemana de Daisy, Eva. Cogió una Coca-Cola y salió al exterior, al lugar donde los chicos fumaban cigarrillos. George Renshaw le echó un poco de whisky en la Coca-Cola de Woody, lo que mejoró su sabor, aunque él no quería emborracharse. Ya lo había hecho antes y no le había gustado.

Woody pensó que a Joanne le gustaría un hombre con quien pudiera compartir sus intereses intelectuales y eso dejaba fuera de la competición a Victor Dixon. Woody había oído a Joanne mencionar a Karl Marx y a Sigmund Freud. En la biblioteca pública había leído el
Manifiesto comunista
, pero le había parecido pura perorata política. Se lo había pasado mejor con
Estudios sobre la histeria
, de Freud, una especie de narración detectivesca sobre casos de enfermedades mentales.

Esa noche estaba decidido a bailar con Joanne aunque fuera una vez y, pasado un rato, fue a buscarla. No la encontró en el salón de baile ni en el bar. ¿Acaso había perdido su oportunidad? ¿Había permanecido demasiado pasivo para no parecer desesperado? Le resultaba insoportable pensar en que el baile pudiera tocar a su fin sin que él hubiera podido siquiera tocarle el hombro.

Volvió a salir. Era de noche, pero la vio prácticamente enseguida. Estaba alejándose de Greg Peshkov, un tanto sofocada, como si hubiera estado discutiendo con él.

—Puede que seas la única persona de este lugar que no es un maldito conservador —le espetó a Woody. Sonaba algo borracha.

Woody sonrió.

—Gracias por el cumplido… o eso creo.

—¿Sabes lo de la manifestación de mañana? —le preguntó la joven de sopetón.

Sí que lo sabía. Los huelguistas de Metalurgia Buffalo planeaban una manifestación en repulsa de la paliza que habían recibido los sindicalistas de Nueva York. Woody supuso que ese había sido el tema de la discusión con Greg: su padre era el dueño de la fábrica.

—Había pensado en asistir —dijo—. Tal vez saque unas cuantas fotos.

—Muchísimas gracias —respondió ella, y le besó.

Él se quedó tan sorprendido que estuvo a punto de no reaccionar. Durante un segundo permaneció paralizado mientras ella lo besaba apasionadamente y él degustaba sus labios con sabor a whisky.

Pero entonces recobró la compostura. La rodeó con sus brazos y atrajo su cuerpo hacia sí, sintió sus senos y los muslos deliciosamente apretados contra él. Una parte de él temía que ella pudiera sentirse ofendida, lo empujase y lo acusase, airada, de tratarla de forma irrespetuosa; pero un instinto más profundo le indicaba que pisaba terreno seguro.

Tenía poca experiencia besando a chicas, y ninguna besando a mujeres maduras de dieciocho años, pero le gustaba tanto el tacto terso de la boca de Joanne que movía los labios sobre los de ella con movimientos similares a pequeños mordisquitos que le producían un goce exquisito. Ella lo recompensó gimiendo suavemente de placer.

Era consciente, aunque solo en parte, de que si alguno de los invitados adultos pasaba por allí, el beso podría convertirse en una escena embarazosa, pero estaba demasiado excitado para preocuparse por ello.

Joanne abrió la boca y él notó su lengua. Aquello era nuevo para él: las pocas chicas que había besado no lo habían hecho. Aunque imaginó que ella debía de saber lo que hacía. Emuló los movimientos de la lengua de Joanne. Aquel contacto era de una intimidad impactante y tremendamente excitante. Y debía de estar haciéndolo como tocaba, porque ella volvió a gemir.

Armándose de valor, le posó la mano derecha sobre el seno izquierdo. Descubrió una tersura y voluptuosidad inimaginables bajo el vestido de seda. Mientras lo acariciaba notó una pequeña protuberancia y pensó, con el escalofrío que dan los descubrimientos, que debía de tratarse del pezón. Jugueteó con él sirviéndose del dedo pulgar.

Joanne se apartó de golpe.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. Pero ¿qué estoy haciendo?

—Estás besándome —respondió Woody con despreocupación. Posó las manos sobre sus torneadas caderas. Sintió el calor de su piel a través del vestido de seda—. Vamos a seguir un rato más.

Joanne le apartó las manos de sopetón.

—Debo de haberme vuelto loca. Estamos en el Club de Tenis, por el amor de Dios.

Woody se dio cuenta de que el hechizo se había roto y de que, por desgracia, ya no habría más besos aquella noche.

Echó un vistazo a su alrededor.

—Tranquila —dijo—. Nadie lo ha visto. —La complicidad le resultaba agradable.

—Será mejor que me vaya a casa, antes de que haga algo incluso más estúpido.

Él intentó no sentirse ofendido.

—¿Puedo acompañarte hasta el coche?

—¿Estás loco? Si entramos juntos, todos sabrán lo que hemos estado haciendo, sobre todo por esa sonrisa idiota que se te ha puesto.

Woody intentó dejar de sonreír.

—Entonces, ¿por qué no entras y yo me quedo aquí fuera esperando un minuto?

—Buena idea.

Joanne se marchó.

—Hasta mañana —le dijo él.

Ella no se volvió a mirar.

V

Ursula Dewar tenía sus dependencias privadas, con más de una habitación, en la antigua mansión de Delaware Avenue. Constaban de un dormitorio, un baño y un vestidor; cuando su marido falleció, transformó el vestidor en una pequeña sala de estar. La mayoría del tiempo, disfrutaba de toda la casa para ella sola: Gus y Rosa viajaban a menudo a Washington, y Woody y Chuck residían en un internado. Sin embargo, cuando llegaban a casa, Ursula pasaba gran parte del día en su apartamento.

Woody fue a hablar con ella el domingo por la mañana. Seguía flotando en una nube después del beso de Joanne, aunque había pasado media noche intentando imaginar qué habría querido decir aquel gesto. Podría haber significado cualquier cosa, desde amor verdadero hasta verdadera borrachera. Lo único que sabía con certeza era que se moría de ganas de volver a ver a Joanne.

Entró en el dormitorio de su abuela detrás de la criada, Betty, cuando esta le llevó la bandeja del desayuno. Le había gustado que Joanne se enfadase al saber que los familiares sureños de Betty se habían visto en peligro. En política, los argumentos desapasionados estaban sobrevalorados, así opinaba él. La gente debía rebelarse contra la crueldad y las injusticias.

La abuela ya estaba sentada en la cama, con una mañanita de encaje sobre un camisón de seda color arena.

—¡Buenos días, Woodrow! —exclamó, sorprendida.

—Me gustaría tomar una taza de café contigo, abuela, si es posible. —Ya había pedido a Betty que sirviera dos tazas.

—Será un honor —dijo Ursula.

Betty era una mujer de pelo cano, de unos cincuenta años, con un tipo de complexión que en algunas ocasiones podría calificarse de generosa. Situó la bandeja delante de Ursula, y Woody sirvió el café en tazas de porcelana de Meissen pintada a mano.

El joven había estado pensando en qué debía decir y se había armado de argumentos. La época de la Ley Seca había terminado y Lev Peshkov era un empresario legal, esa sería su tesis principal. Además, no era justo castigar a Daisy porque su padre hubiera sido un delincuente, sobre todo teniendo en cuenta que la gran mayoría de las familias respetables de Buffalo habían comprado sus bebidas ilegales.

—¿Conoces a Charlie Farquharson? —preguntó para empezar.

—Sí.

Por supuesto que lo conocía. Conocía a todas las familias del Libro Azul, el «Quién es quién» de Buffalo.

—¿Quieres una tostada? —le preguntó la abuela.

—No, gracias, ya he desayunado.

—Los chicos de tu edad nunca se cansan de comer. —Lo miró con sagacidad—. A menos que estén enamorados.

Parecía que se había levantado de buen humor.

—Charlie vive bajo el yugo de su madre —dijo Woody.

—También tenía sometido a su marido —comentó Ursula con sequedad—. Morirse fue la única forma que tuvo de liberarse. —Tomó un poco de café y empezó a comerse el pomelo con un tenedor.

—Charlie se acercó a mí anoche y me preguntó si podía pedirte un favor.

Ursula levantó una ceja, pero no dijo nada.

Woody inspiró con fuerza.

—Quiere que invites a la señora Peshkov a unirse a la Sociedad de Damas de Buffalo.

Ursula tiró el tenedor y se oyó el tintineo de la plata sobre la porcelana fina.

—Sírveme más café, por favor, Woody —dijo, como para disimular su turbación.

El joven obedeció la orden y no dijo nada más por el momento. No recordaba haberla visto desconcertada jamás.

Ursula tomó un sorbo de café.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¿Por qué iba a querer Charles Farquharson o cualquier otra persona, para el caso, que Olga Peshkov perteneciera a la Sociedad?

—Es que quiere casarse con Daisy.

—¿Ah, sí?

—Y tiene miedo de que su madre se oponga.

—No anda desencaminado.

—Pero cree que podría convencerla…

—Si yo admitiera a Olga en la Sociedad.

—La gente olvidaría que su padre era un gángster.

—¿Un gángster?

—Bueno, contrabandista, como mínimo.

—¿Es por eso? —dijo Ursula con desprecio—. Pues no lo es.

—¿De veras? —Era el turno de Woody para mostrarse sorprendido—. Entonces, ¿por qué es?

Ursula adoptó una expresión reflexiva. Permaneció en silencio durante tanto tiempo que Woody se preguntó si se habría olvidado de que él estaba allí. Pero entonces su abuela retomó la palabra.

—Tu padre estaba enamorado de Olga Peshkov.

—¡Dios!

—No seas vulgar.

—Lo siento, abuela, me has sorprendido.

—Estaban prometidos.

—¿Prometidos? —preguntó Woody, asombrado. Se quedó pensando un instante y luego dijo—: Supongo que soy la única persona de Buffalo que no lo sabía.

La abuela le sonrió.

—Existe una extraña combinación de sabiduría e inocencia que es solo propia de los adolescentes. La recuerdo con toda claridad en tu padre y también la veo en ti. Sí, en Buffalo lo sabe todo el mundo, aunque tu generación debe de considerarla una historia antigua y aburrida.

—Bueno, ¿qué ocurrió? —preguntó Woody—. Lo que quiero decir es ¿quién cortó?

—Fue ella, al quedarse embarazada.

Woody se quedó boquiabierto.

—¿De papá?

—No, de su chófer, Lev Peshkov.

—¿Era el chófer? —Estaba recibiendo un impacto tras otro. Woody permanecía en silencio, intentando asimilarlo—. ¡Por Dios santo!, papá debió de haberse sentido como un idiota.

—Tu padre nunca ha sido un idiota —le espetó Ursula con brusquedad—. La única idiotez que ha hecho en toda su vida ha sido pedir la mano de Olga.

Woody recordó su misión.

—En cualquier caso, abuela, eso ocurrió hace un montón.

—«Hace muchísimo tiempo» es más correcto. «Hace un montón» es vulgar. Aunque tu óptica sobre los hechos es más apropiada que tu expresión oral. Sí que hace mucho tiempo.

Su tono sonaba esperanzador.

—Entonces, ¿lo harás?

—¿Cómo crees que le sentaría a tu padre?

Woody lo pensó. Sabía que no podía hacerse el tonto con Ursula, habría descubierto el pastel en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Que si le importaría? Supongo que se sentiría avergonzado si Olga rondase por ahí como recordatorio constante de un capítulo humillante de su juventud.

—Pues supones bien.

—Por otra parte, está convencido de que debe comportarse justamente con las personas que lo rodean. Odia las injusticias. No le gustaría castigar a Daisy por algo que hizo su madre. Ni mucho menos castigar a Charlie. Mi padre tiene un corazón bastante generoso.

—Más generoso que el mío, has querido decir —puntualizó Ursula.

—No pretendía insinuar eso, abuela. Pero apuesto a que, si se lo preguntases, no pondría objeción a que Olga entrara a formar parte de la Sociedad.

Ursula asintió.

—Estoy de acuerdo. Pero me gustaría saber si te has planteado quién es la verdadera persona solicitante de esta petición.

Woody vio adónde quería ir a parar.

—¡Oh!, ¿insinúas que fue Daisy quien dio la idea a Charlie? No me sorprendería. ¿Cambia eso tu opinión sobre la conveniencia o inconveniencia de la decisión final?

—Supongo que no.

—Entonces, ¿lo harás?

—Me alegro de tener un nieto con buen corazón, aunque sospecho que lo está utilizando en beneficio propio una chica lista y ambiciosa.

Woody sonrió.

—¿Eso es que sí, abuela?

—Ya sabes que no puedo asegurarte nada. Lo sugeriré a la comisión.

Las sugerencias de Ursula eran consideradas por todas las demás como mandatos reales, pero Woody no pensaba decirlo.

—Gracias. Eres muy amable.

—Ahora dame un beso y prepárate para la iglesia.

Woody salió pitando.

Olvidó rápidamente a Charlie y a Daisy. Sentado en un banco de la catedral de St. Paul, en Shelton Square, no escuchó el sermón —sobre Noé y el diluvio universal— y pensó todo el rato en Joanne Rouzrokh. Sus padres habían acudido a la iglesia, pero ella no. ¿De verdad que iría a la manifestación? Si iba, él le pediría una cita. Pero ¿aceptaría?

«Es demasiado lista para preocuparse por la diferencia de edad», pensó Woody. Seguro que sabía que tenía más cosas en común con él que con cabezas de chorlito como Victor Dixon. ¡Y ese beso! Todavía le ponía la piel de gallina. Eso que había hecho ella con la lengua… ¿Las otras chicas lo hacían? Deseaba volver a probarlo, y lo antes posible.

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