Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—¿Y por qué es eso una suerte?
—Por el amor de Dios… tienes quince años y ella dieciocho. ¡Es vergonzoso! Ella busca un marido, no un colegial.
—¡Oh, vaya, muchas gracias!, se me había olvidado que eres todo un experto en mujeres.
Chuck se ruborizó. Jamás había tenido novia.
—No hay que ser un experto para darse cuenta de algo evidente.
Hablaban así todo el tiempo. No había malicia en su tono: la sinceridad entre hermanos era brutal. Eran familia, por tanto, no había necesidad de ser agradable con el otro.
Llegaron a casa, una mansión que imitaba el estilo gótico edificada por su difunto abuelo, el senador Cam Dewar. Corrieron adentro para ducharse y cambiarse.
Woody ya medía lo mismo que su padre, y se puso uno de sus antiguos trajes. Estaba un poco desgastado, pero no pasaba nada. Los chicos más jóvenes llevarían el uniforme del colegio o americana, pero los universitarios llevarían esmoquin, y Woody quería parecer mayor. «Esta noche bailaré con ella», pensaba mientras se peinaba con brillantina. Podría sostenerla entre sus brazos. Sentiría la calidez de su piel en la palma de las manos. La miraría a los ojos y le sonreiría. Ella le rozaría la chaqueta con los senos mientras bailaban.
Cuando bajó, sus padres esperaban en la sala de estar: su padre estaba bebiendo un cóctel y su madre estaba fumando un cigarrillo. Su padre era alto y delgado, e iba hecho un pincel con su esmoquin cruzado. Su madre era guapa, pese a tener un solo ojo y mantener el otro permanentemente cerrado; era un defecto de nacimiento. Esa noche estaba arrebatadora con su vestido largo hasta el suelo, de raso negro sobre fondo de seda roja, complementado con un bolero de terciopelo también negro.
La abuela de Woody fue la última en llegar. A sus sesenta y ocho años era una dama de gran aplomo y elegancia, tan delgada como su hijo pero menuda. Se quedó mirando el vestido de su nuera y dijo:
—Rosa, querida, estás maravillosa. —Siempre era amable con la esposa de su hijo. Con todos los demás era mordaz.
Gus le preparó un cóctel sin preguntarle previamente. Woody ocultó su impaciencia mientras ella se tomaba su tiempo para beberlo. La abuela jamás tenía prisa. Daba por supuesto que ningún acontecimiento social empezaría antes de que ella llegara: era la gran dama anciana de la sociedad de Buffalo, viuda de un senador y madre de otro, matriarca de una de las familias más antiguas y distinguidas de la ciudad.
Woody intentó pensar en cuándo se había enamorado de Joanne. La conocía prácticamente de toda la vida, aunque siempre había considerado a las chicas meras e insulsas espectadoras de las emocionantes aventuras de los chicos. Hasta hacía dos o tres años, cuando las chicas, de pronto, se convirtieron en algo más fascinante incluso que los coches o las lanchas motoras. En ese momento se había interesado más en muchachas de su misma edad o un poco menores. Joanne, por su parte, siempre lo había tratado como a un niño: un niño muy listo, con el que valía la pena hablar de vez en cuando, pero saltaba a la vista que no lo consideraba un novio futurible. Sin embargo, ese verano, y, para él, sin motivo aparente, de pronto había empezado a verla como la chica más atractiva del mundo. Por desgracia, los sentimientos de ella hacia él no habían experimentado la misma transformación.
Aún no.
—¿Qué tal va el colegio, Chuck? —preguntó la abuela.
—Fatal, abuela, como ya muy bien sabes. Soy el cretino de la familia, una involución a nuestro origen simiesco.
—Los cretinos no usan expresiones del tipo «nuestro origen simiesco», por lo que yo sé. ¿Estás del todo seguro que la vagancia no tiene nada que ver con ello?
Rosa metió baza.
—Los profesores de Chuck dicen que se esfuerza bastante en el colegio, mamá.
—Y siempre me gana al ajedrez —añadió Gus.
—Entonces me gustaría saber cuál es el problema —insistió la abuela—. Si esto sigue así no irá a Harvard.
—Es que me cuesta leer, eso es todo —confesó Chuck.
—Curioso —comentó la abuela—. Mi suegro, tu bisabuelo paterno, fue el banquero con más prestigio de su generación; sin embargo, apenas sabía leer ni escribir.
—No lo sabía —dijo Chuck.
—Es cierto —confirmó ella—. Pero no lo uses como excusa. Esfuérzate aún más.
Gus se miró el reloj.
—Si ya estás lista, mamá, será mejor que nos vayamos.
Al final subieron al coche y se dirigieron al club. El padre de Woody había reservado una mesa para la cena y había invitado a los Renshaw y a sus hijos, Dot y George. Woody echó un vistazo a su alrededor, pero, para su decepción, no vio a Joanne. Revisó el listado de las mesas, colocado sobre un caballete del vestíbulo, y se le cayó el alma a los pies al ver que el apellido Rouzrokh no figuraba entre los asistentes. ¿Es que no iban a asistir? Eso le arruinaría la velada.
La conversación mantenida entre el plato de langosta y el de la carne versó sobre los últimos acontecimientos en Alemania. Philip Renshaw opinaba que Hitler estaba haciendo un buen trabajo.
—Según el
Sentinel
de hoy, han encarcelado a un sacerdote católico por criticar a los nazis —comentó el padre de Woody.
—¿Eres católico? —preguntó la señora Renshaw, sorprendida.
—No, episcopaliano.
—No es una cuestión religiosa, Philip —intervino Rosa con resolución—. Es una cuestión de libertad. —La madre de Woody había sido anarquista en su juventud y seguía siendo libertaria de corazón.
Algunas personas se saltaron la cena y llegaron más tarde, directamente al baile; continuaron apareciendo fiesteros mientras servían el postre a los Dewar. Woody seguía con los ojos abiertos de par en par por si veía llegar a Joanne. En el salón contiguo, la orquesta empezó a tocar «The Continental», un éxito del año anterior.
Woody no habría sabido decir con exactitud qué le resultaba tan cautivador de Joanne. La mayoría de las personas no la consideraban una gran belleza, aunque no podían negar su intenso atractivo. Parecía una reina azteca, con los pómulos marcados y la misma nariz aguileña de su padre, Dave. Tenía el pelo negro, grueso y abundante, y la piel cetrina, sin duda alguna por su ascendencia persa. Irradiaba una intensidad turbadora que hacía que Woody anhelara conocerla mejor, conseguir que se relajara y susurrarle suavemente al oído dulces palabras. Tenía la sensación de que su formidable presencia era una señal inequívoca de su entrega total a la pasión. Tras aquella reflexión, se dijo: «¿Quién es ahora el experto en mujeres?».
—¿Buscas a alguien, Woody? —preguntó la abuela, a la que no se le escapaba ni una.
Chuck soltó una risita porque supo que lo habían pillado.
—A nadie, solo estaba viendo quién ha asistido al baile —respondió Woody como si nada, aunque no pudo evitar ruborizarse.
Seguía sin haberla visto cuando su madre se levantó y todos abandonaron la mesa. Desconsolado, entró caminando desganado al salón de baile mientras sonaban los acordes de «Moonglow», compuesta por Benny Goodman. Allí estaba Joanne: debía de haber entrado justo cuando él no estaba mirando. Al verla le subió la moral.
Esa noche, lucía un vestido de seda gris perla de llamativa sencillez con un profundo escote en pico que realzaba su figura. El día de la merienda en la playa estaba sensacional con una sencilla falda corta de tenis, que dejaba a la vista sus piernas largas y doradas por el sol, pero la prenda de aquella noche era incluso más sugerente. A medida que avanzaba por la sala, con gracilidad y determinación, Woody notó que se le iba secando la boca.
El joven se dirigió hacia Joanne, pero el salón de baile estaba de bote en bote y, de pronto, Woody se convirtió en un muchacho de popularidad irritante: todo el mundo quería hablar con él. Mientras se abría paso entre la multitud, le sorprendió ver al atontado de Charlie Farquharson bailando animadamente con la vivaracha Daisy Peshkov. No recordaba haber visto nunca al joven Farquharson bailando con nadie, ni mucho menos con un bombón como Daisy. ¿Qué habría hecho ella para sacarlo del cascarón?
En el momento en que llegó junto a Joanne, ella se encontraba en el extremo de la sala más alejado de la orquesta y, para decepción de Woody, se hallaba inmersa en una acalorada discusión con un grupo de chicos cuatro o cinco años mayores que él. Por suerte, Woody era más alto que la mayoría de ellos, por lo que la diferencia no resultaba tan evidente. Ninguno de los muchachos era lo bastante mayor como para comprar bebidas alcohólicas de forma legal, así que todos sostenían vasos de Coca-Cola, aunque Woody olió a whisky. Uno de ellos debía de llevar una petaca en el bolsillo.
Al unirse al grupo, oyó que Victor Dixon decía:
—Ninguno de nosotros aprueba los linchamientos, pero debes entender los problemas que tienen en el Sur.
Woody sabía que el senador Wagner había hecho una propuesta de ley para que se castigara a los
sheriffs
que permitían los linchamientos, pero el presidente Roosevelt se había negado a respaldarla.
Joanne estaba escandalizada.
—¿Cómo puedes decir algo así, Victor? ¡El linchamiento es un asesinato! ¡No debemos mostrar comprensión por sus problemas, debemos impedir que sigan matando!
Woody se sintió encantado al ver hasta qué punto Joanne compartía sus ideales políticos. Sin embargo, le quedó claro que no era el momento más propicio para pedirle un baile, lo que era una desgracia.
—No lo entiendes, Joanne, querida —dijo Victor—. Esos negros sureños no están civilizados.
«Puede que yo sea joven e inexperto —pensó Woody—, pero no habría cometido el error de hablarle en un tono tan condescendiente a Joanne.»
—¡Los que no están civilizados son los responsables de los linchamientos! —exclamó la joven.
Woody decidió que había llegado el momento de participar en la discusión.
—Joanne tiene razón —afirmó. Habló en un tono más grave de lo habitual para parecer mayor—. Hubo un linchamiento en la ciudad natal de nuestro servicio doméstico, Joe y Betty, que nos han cuidado a mi hermano y a mí desde que nacimos. Al primo de Betty lo dejaron desnudo y lo quemaron con un soplete mientras una multitud observaba lo que ocurría. Luego lo ahorcaron. —Victor se quedó mirando lleno de resentimiento a ese crío que estaba captando toda la atención de Joanne; el resto del grupo lo escuchaba con horrorizado interés—. Me da igual qué delito hubiera cometido —dijo Woody—. Los blancos que le hicieron eso son unos salvajes.
—Sin embargo, tu querido presidente Roosevelt no ha apoyado la propuesta de ley en contra del linchamiento, ¿verdad? —apostilló Victor.
—Es cierto, y ha sido muy decepcionante —comentó Woody—. Sé por qué ha tomado esa decisión. Tenía miedo de que los congresistas del Sur contrariados se vengasen saboteando el
new deal
. De todos modos, a mí me hubiera gustado mandarlos al cuerno.
—¿Y tú qué sabes? —le espetó Victor—. No eres más que un mocoso. —Se sacó una petaca plateada del bolsillo de la chaqueta y se llenó la copa hasta arriba.
—Las ideas políticas de Woody son mucho más maduras que las tuyas, Victor —afirmó Joanne.
Woody se creció.
—En casa, la política es un asunto de familia —dijo. A continuación, se sintió irritado porque alguien le dio un codazo. Como era demasiado educado para no hacerle caso, se volvió y vio a Charlie Farquharson, sudoroso por sus esfuerzos en la pista de baile.
—¿Puedo hablar contigo un minuto? —preguntó Charlie.
Woody resistió la tentación de decirle que se fuera a paseo. Charlie era un chico amable que no hacía daño a nadie. Había que sentir lástima por un hombre con una madre como la suya.
—¿Qué ocurre, Charlie? —preguntó con toda la amabilidad que pudo.
—Es sobre Daisy.
—Te he visto bailando con ella.
—¿Verdad que baila de maravilla?
—¡Ni que lo digas! —dijo Woody con cordialidad, a pesar de que no se había fijado en ello.
—Lo hace todo de maravilla.
—Charlie —dijo Woody intentando disimular su incredulidad—, ¿Daisy y tú estáis cortejando?
El joven Farquharson se mostró tímido.
—Hemos ido a montar a caballo por el parque un par de veces y cosas por el estilo.
—Entonces, sí que estáis cortejando. —Woody estaba sorprendido. No pegaban mucho como pareja. Charlie era un zoquete y Daisy, un encanto.
Charlie añadió:
—No es como las demás chicas. ¡Con ella puedo hablar tan fácilmente! Y le encantan los perros y los caballos. Pero la gente cree que su padre es un gángster.
—Y supongo que sí lo es, Charlie. Todo el mundo le compraba alcohol durante la Ley Seca.
—Eso es lo que dice mi madre.
—Así que a tu madre no le gusta Daisy. —A Woody no le sorprendía.
—Sí que le gusta Daisy. Lo que no le gusta es su familia.
A Woody se le ocurrió una idea incluso más sorprendente.
—¿No estarás pensando en casarte con Daisy?
—¡Oh, Dios, sí! —respondió Charlie—. Si se lo pidiera, creo que aceptaría.
«Bueno —pensó Woody—, Charlie tiene clase, pero no tiene dinero, y con Daisy pasa justo lo contrario; tal vez se complementen el uno con el otro.»
—Cosas más raras se han visto —dijo. Era algo fascinante, pero lo que él quería era concentrarse en su propia vida amorosa. Echó un vistazo a su alrededor para ver si Joanne seguía por ahí—. ¿Por qué me lo cuentas a mí? —preguntó a Charlie. No es que fueran amigos íntimos precisamente.
—Puede que mi madre cambiara de idea si invitaran a la señora Peshkov a pertenecer a la Sociedad de Damas de Buffalo.
Aquello pilló a Woody por sorpresa.
—¿Por qué? ¡Si es el club más esnobista de la ciudad!
—Exacto. Si Olga Peshkov fuera miembro, ¿cómo iba a poner pega alguna mi madre a Daisy?
Woody no sabía si ese plan funcionaría o no, pero no cabía duda del genuino candor de los sentimientos de Charlie.
—Puede que estés en lo cierto —dijo Woody.
—¿Podrías tantear a tu abuela por mí?
—¡Vaya, vaya! Echa el freno. Mi abuela es una leona. En la vida se me ha ocurrido pedirle un favor para mí, ni mucho menos voy a pedirle uno para ti.
—Woody, escúchame. Ya sabes que es la jefa de esa camarilla. Si quiere a alguien dentro, entra, y si no, pues se queda fuera.
Era cierto. La Sociedad de Damas tenía una presidenta, una secretaria y una tesorera, pero Ursula Dewar dirigía el club como si fuera suyo. De todas formas, Woody se mostraba reticente a pedirle nada. Podía arrancarle la cabeza de un mordisco.