Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Pensando en el futuro se planteó qué ocurriría en septiembre si ella accedía a salir con él. Joanne acudiría a la Universidad de Vassar, en la ciudad de Poughkeepsie, Woody lo sabía. Él regresaría al colegio y no la vería hasta Navidad. Vassar era solo para chicas, pero en Poughkeepsie había hombres. ¿Saldría ella con otros chicos? Woody ya estaba celoso.
Al salir de la iglesia dijo a sus padres que no comería en casa, sino que iría a la manifestación de protesta.
—¡Bien por ti! —exclamó su madre. De joven había sido la directora del
Buffalo Anarchist.
Se volvió hacia su marido—. Tú también deberías ir, Gus.
—El sindicato ha presentado cargos —respondió el padre de Woody—. Ya sabes que no puedo defender juicios paralelos previos al fallo del tribunal sobre un caso.
La esposa del senador se volvió hacia Woody.
—Tú procura que los matones de Lev Peshkov no te den una paliza.
Woody sacó la cámara del maletero del coche de su padre. Era una Leica III, tan pequeña que podía llevarla colgando con una correa alrededor del cuello. A pesar de su tamaño, tenía una velocidad de obturación de 1/500.
Caminó un par de manzanas hasta Niagara Square, donde iba a iniciarse la marcha. Lev Peshkov había intentado convencer al ayuntamiento de que prohibiese la manifestación argumentando que acabaría siendo violenta, pero el sindicato había insistido en que sería un acto pacífico. Al parecer, los sindicalistas se habían salido con la suya, porque varios cientos de personas se amontonaban alrededor del ayuntamiento. Muchos llevaban pancartas bordadas a mano, banderines rojos y carteles que rezaban: JEFE, LLÉVATE A TUS MATONES. Woody echó un vistazo para localizar a Joanne, pero no tuvo éxito.
Hacía buen tiempo y los asistentes estaban animados; el joven Dewar sacó unas cuantas fotografías: obreros con el traje de los domingos tocados con sombrero, un coche decorado con pancartas, un joven policía mordiéndose las uñas. Seguía sin ver ni rastro de Joanne, y Woody empezó a pensar que no aparecería por allí. Quizá se había despertado con dolor de cabeza.
La marcha debía empezar a mediodía. Al final no se puso en movimiento hasta unos minutos antes de la una. Woody se percató de la importante presencia policial en todo el recorrido. Se dio cuenta de que había quedado prácticamente en el centro de la multitud de manifestantes.
Cuando se dirigían hacia el sur por Washington Street, con destino al núcleo industrial de la ciudad, vio a Joanne uniéndose a la marcha unos metros por delante, y le dio un vuelco el corazón. Vestía unos pantalones de sastre que resaltaban sus curvas. Woody apretó el paso para alcanzarla.
—¡Buenas tardes! —la saludó, pletórico.
—¡Por el amor de Dios, sí que estás animado! —comentó ella.
Se había quedado corta, Woody estaba exultante de felicidad.
—¿Tienes resaca?
—Una de dos: o tengo resaca o he cogido la peste negra. ¿Tú qué crees que es?
—Si tienes picores, es la peste. ¿Tienes alguna mancha? —Woody no sabía lo que decía—. No soy médico, pero me encantaría hacerte un chequeo.
—Para un poco el carro. Ya sé que eres encantador, pero no estoy de humor.
Woody intentó tranquilizarse.
—Te hemos echado de menos en la iglesia —dijo—. El sermón ha sido sobre Noé.
Para su sorpresa, ella rompió a reír.
—Ay, Woody, me gustas tanto cuando te pones gracioso… pero, por favor, hoy no me hagas reír.
Imaginó que aquel comentario era algo favorable, pero estaba muy equivocado.
Localizó una tienda de comestibles abierta en la acera de enfrente.
—Necesitas líquido —dijo—. Enseguida vuelvo. —Entró corriendo al comercio y compró dos botellas de Coca-Cola, muy frescas, recién sacadas de la nevera. Pidió al tendero que se las abriera y regresó a la marcha. Le dio una botella a Joanne.
—¡Oh, vaya, eres mi salvador! —dijo ella. Se llevó el refresco a los labios y echó un buen trago.
Woody tuvo la sensación de que iba poniéndose en cabeza.
Los manifestantes mostraban buen ánimo, pese al desagradable incidente contra el que protestaban. Un grupo de ancianos coreaba himnos políticos y canciones populares. Incluso había un par de familias con niños. Y el cielo estaba despejado.
—¿Has leído
Estudios sobre la histeria
? —preguntó Woody mientras avanzaban.
—No había oído ese título en mi vida.
—¡Ahí va! Pues es de Sigmund Freud. Creía que te gustaba.
—Me interesan sus ideas. Pero no he leído ningún libro suyo.
—Deberías.
Estudios sobre la histeria
es asombroso.
Ella lo miró con curiosidad.
—¿Y qué te ha llevado a leer un libro de ese tipo? Apuesto a que no enseñan psicología en tu carísimo colegio de tradición clásica.
—Pues no lo sé. Supongo que al escucharte hablar de psicoanálisis, pensé que sonaba realmente extraordinario. Y sí que lo es.
—¿En qué sentido?
Woody tenía la sensación de que estaba poniéndolo a prueba, para ver si de verdad había entendido el libro o estaba fanfarroneando.
—La idea de que un acto de locura, como derramar de forma obsesiva tinta sobre un mantel, pueda tener alguna lógica oculta.
Joanne asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. Eso es.
Woody intuyó que ella no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Ya la había superado en cuanto a conocimientos sobre Freud, pero a Joanne le daba vergüenza reconocerlo.
—¿Qué es lo que más te gusta hacer? —le preguntó él—. ¿Ir al teatro? ¿A conciertos de música clásica? Supongo que ir al cine no suena muy emocionante para alguien cuyo padre tiene unas cien salas de cine.
—¿Por qué lo preguntas?
—Bueno… —decidió ser sincero—. Quiero pedirte una cita y me gustaría tentarte con algo que de verdad te guste. Tú di qué es y lo haremos.
Ella le sonrió, pero no era el tipo de sonrisa que él esperaba. Era una sonrisa amigable, aunque compasiva, y le anunciaba que se aproximaban malas noticias.
—Woody, me gustaría, pero tienes quince años.
—Como dijiste anoche, soy más maduro que Victor Dixon.
—Tampoco saldría con él.
A Woody se le secó la boca y se le quebró la voz.
—¿Estás dándome calabazas?
—Sí, con total rotundidad. No quiero salir con un chico tres años más joven que yo.
—¿Puedo pedírtelo otra vez dentro de tres años? Entonces ya tendremos la misma edad.
Ella se rió.
—Deja de hacerte el listillo, me das dolor de cabeza.
Woody decidió no ocultar su dolor. ¿Qué tenía que perder? Angustiado, preguntó:
—Entonces, ¿qué significó ese beso?
—No significó nada.
Sacudió la cabeza, abatido.
—Pues para mí sí que significó algo. Ha sido el mejor beso que he dado nunca.
—¡Oh, Dios!, sabía que iba a ser un error. Mira, lo pasamos bien y punto. Sí, me gustó; ya puedes sentirte halagado, te lo mereces. Eres un crío muy mono, listo como el que más, pero un beso no es una declaración de amor, Woody, sin importar lo mucho que lo disfrutes.
Habían llegado prácticamente a la cabeza de la marcha, y Woody vio su destino justo enfrente: el elevado muro que rodeaba Metalurgia Buffalo. La verja estaba cerrada y vigilada por una docena o más de policías de la fábrica: matones con camisas celestes en imitación del uniforme de la policía.
—Y estaba borracha —añadió Joanne.
—Sí, yo también estaba borracho —dijo Woody.
Fue un intento penoso de salvar su dignidad, aunque Joanne tuvo el amable detalle de fingir que le creía.
—Entonces ambos hemos hecho una pequeña tontería y deberíamos olvidarla —sugirió ella.
—Sí —respondió Woody y apartó la mirada.
En ese momento se encontraban a la entrada de la fábrica. Los que encabezaban la marcha se detuvieron en la puerta, y algunos empezaron a pronunciar un discurso por el megáfono. Al mirar con mayor detenimiento, Woody se dio cuenta de que el orador era un jefe sindical local, Brian Hall. El padre de Woody lo conocía y era de su agrado: en algún momento del pasado remoto habían trabajado juntos para poner fin a una huelga.
La cola de la marcha seguía avanzando y se formó una aglomeración en todo lo ancho de la calle. La policía de la fábrica mantenía despejada la entrada, aunque la verja estaba cerrada. Woody se percató en ese momento de que iban armados con porras como las de los agentes oficiales.
—¡Manténganse alejados de la entrada! ¡Esto es propiedad privada! —gritaba uno de ellos. Woody levantó la cámara y sacó una foto.
Sin embargo, las personas que estaban en primera fila eran empujadas por las de atrás. Woody agarró a Joanne por el brazo e intentó sacarla del foco de tensión. No obstante, resultaba difícil: la multitud era numerosa y nadie quería apartarse. Contra su voluntad, Woody se dio cuenta de que estaba cada vez más cerca de la entrada de la fábrica y de los guardias con sus porras.
—Esto se pone feo —dijo a Joanne.
Pero ella estaba encendida de emoción.
—¡Esos cabrones no podrán detenernos! —gritó.
—¡Sí, señor! ¡Di que sí, joder! —exclamó un hombre que estaba junto a ella.
La multitud seguía a unos diez metros de distancia de la puerta, pero, de todas formas y aunque no fuera necesario, los guardias empezaron a apartar a empujones a los manifestantes. Woody sacó una foto.
Brian Hall había estado gritando por el megáfono, hablando sobre matones y señalando con dedo acusador a la policía de la fábrica. Pero entonces cambió la cantinela e inició un llamamiento a la calma.
—Alejaos de la verja, por favor, compañeros —dijo—. Retroceded, no nos pongamos violentos.
Woody vio cómo un guardia empujaba a una joven con la fuerza suficiente como para hacerla tambalear. Ella no se cayó, pero gritó y el hombre que la acompañaba le espetó al guardia:
—Oye, tómatelo con calma, ¿vale?
—¿Es que intentas provocarme? —preguntó el guardia, desafiante.
—¡Deja de empujar y ya está! —gritó la mujer.
—¡Atrás, atrás! —bramó el guardia. Levantó la porra. La mujer gritó.
Justo cuando la porra descendía, Woody sacó una foto.
—¡El muy hijo de puta ha golpeado a esa mujer! —gritó Joanne y avanzó unos pasos.
Sin embargo, la mayoría de los manifestantes empezaron a moverse en dirección contraria, alejándose de la fábrica. Si daban la vuelta, los guardias se les echaban encima, empujando, dando patadas y propinando golpes con sus porras.
—¡No hay ninguna necesidad de usar la violencia! —exclamó Brian Hall—. Policías de la fábrica, ¡atrás! ¡No uséis las porras más! —Y el megáfono salió despedido de su mano al recibir el porrazo de un policía.
Algunos jóvenes respondían a la agresión. Media docena de auténticos policías se mezclaron con la multitud. No hacían nada por reprimir a la policía de la fábrica, pero empezaron a detener a todo el que se defendía.
El guardia que había empezado el altercado cayó al suelo y dos manifestantes la emprendieron a patadas con él.
Woody sacó una foto.
Joanne gritaba de rabia. Se abalanzó sobre un guardia y le arañó la cara. El hombre lanzó un manotazo para quitársela de encima. Por accidente o no, quién sabe, la mano impactó violentamente contra el tabique nasal de Joanne. Ella cayó al suelo con la nariz ensangrentada. El guardia levantó la porra. Woody la agarró por la cintura y tiró de ella hacia atrás. La porra no le dio.
—¡Vamos! —le gritó Woody—. ¡Hay que largarse de aquí!
El golpe en la cara había desinflado su arranque de furia, y no opuso resistencia mientras Woody medio tiraba de ella y medio la arrastraba para alejarla de la verja de la fábrica lo más rápido posible, con la cámara bailándole colgada al cuello. A esas alturas, la multitud estaba aterrorizada: los manifestantes tropezaban, caían y otros los pisaban en un intento ofuscado de escapar.
Woody era más alto que la mayoría y consiguió evitar que los derribasen. Lograron avanzar pese al tumulto, manteniéndose justo por delante de las porras. Al final, la multitud fue reduciéndose. Joanne se soltó de Woody y ambos empezaron a correr.
El alboroto del enfrentamiento se oía cada vez más lejos. Doblaron un par de esquinas y, pasado un minuto, llegaron a una calle desierta, poblada de fábricas y almacenes, todos cerrados porque era domingo. Frenaron el paso y caminaron a velocidad normal, para recuperar el aliento. Joanne empezó a reír.
—¡Ha sido muy emocionante! —exclamó.
Woody no podía compartir su entusiasmo.
—Ha sido detestable —soltó—. Y podría haber acabado peor. —La había rescatado, y albergaba cierta esperanza de que aquello pudiera hacerla cambiar de parecer sobre el hecho de salir con él.
Aunque ella no creía que le debiera mucho.
—¡Vamos, venga ya! —exclamó con tono de menosprecio—. No ha habido muertos.
—¡Esos guardias han provocado el altercado de forma deliberada!
—¡Por supuesto que sí! Peshkov quiere que los sindicalistas sean los malos de la película.
—Bueno, pero nosotros sabemos la verdad. —Woody dio un golpecito a su cámara—. Y yo puedo probarlo.
Caminaron casi un kilómetro, Woody vio un taxi que pasaba y lo paró. Dio al conductor la dirección de la casa de la familia Rouzrokh.
El joven iba sentado en la parte trasera del taxi y sacó un pañuelo del bolsillo.
—No quiero llevarte a casa de tu padre en estas condiciones —dijo. Desplegó el rectángulo de algodón blanco y le secó con sumo cuidado la sangre del labio superior.
Fue un acto íntimo, y a él le pareció sensual, pero ella no permitió que se prolongase.
—Ya lo hago yo —dijo al cabo de unos segundos. Le quitó el pañuelo y se limpió ella sola—. ¿Qué tal ahora?
—Te has dejado un poco —mintió. Recuperó el pañuelo. Joanne abrió mucho la boca, tenía los dientes blancos y los labios con una hinchazón encantadora. Woody fingió haber visto algo bajo su labio inferior. Lo limpió con delicadeza y dijo—: Mejor así.
—Gracias. —Lo miró con expresión extrañada, entre simpática y molesta. Ella sabía que él le había mentido sobre la sangre en la barbilla, y él lo suponía, pero no estaba segura de si enfadarse con él o no.
El taxi se detuvo en la puerta de la casa de Joanne.
—No entres —le pidió—. Voy a mentir a mis padres sobre dónde he estado y no quiero que se te escape la verdad.
Woody sabía que, seguramente, él era el más discreto de los dos, pero no dijo nada.