El invierno del mundo (54 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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A Lloyd lo asaltó un recuerdo que parecía confirmar la historia.

—Siempre responde con evasivas cuando le pregunto por mi verdadero padre. —De pronto le parecía sospechoso.

—¡Ahí lo tienes! Jamás existió ningún Teddy Williams. Para mantener su respetabilidad, tu madre dijo que era viuda. Llamó a su difunto y ficticio marido Williams para evitar el problema del cambio de apellido.

Lloyd negó con la cabeza, no podía creerlo.

—Suena demasiado fantasioso.

—Maud y ella siguieron siendo amigas, y Maud la ayudó a criarte. En 1933, tu madre te llevó a Berlín porque tu verdadera madre quería volver a verte.

Lloyd tenía la sensación de estar soñando, o que acababa de despertar.

—¿Crees que soy hijo de Maud? —preguntó con incredulidad.

Daisy dio unos golpecitos con el dedo en el marco de la foto que aún sostenía en las manos.

—¡Y que eres clavado a tu abuelo!

Lloyd estaba perplejo. No podía ser cierto… y, aun así, todo encajaba.

—Estoy acostumbrado a que Bernie no sea mi verdadero padre —dijo—. ¿Tampoco Ethel será mi verdadera madre?

Daisy debió de ver una expresión de gran indefensión en su rostro, porque se inclinó hacia delante, lo tocó, algo que no solía hacer nunca, y dijo:

—Lo siento, ¿he hablado con demasiada crudeza? Solo quería que vieras lo que tienes delante de los ojos. Si Peel sospecha la verdad, ¿no crees que también otros podrían hacerlo? Esta clase de noticias es mejor que te las dé alguien que te… que te las dé un amigo.

Se oyó un gong a lo lejos.

—El almuerzo, será mejor que suba al comedor de oficiales —dijo Lloyd mecánicamente. Sacó la fotografía del marco y se la guardó en un bolsillo de la guerrera del uniforme.

—Estás disgustado —comentó Daisy, preocupada.

—No, no. Solo… desconcertado.

—Los hombres siempre niegan estar disgustados. Ven a verme después, por favor.

—Está bien.

—No te vayas a dormir sin volver a hablar conmigo.

—No lo haré.

Lloyd salió del trastero y subió por las escaleras en dirección al grandioso comedor, utilizado ahora por los oficiales. Se comió la ternera picada en conserva como un autómata; su agitación interior no le daba tregua. En la mesa, no participó en la conversación sobre los combates que estaban asolando Noruega.

—¿Sueña despierto, Williams? —preguntó el comandante Lowther.

—Lo siento, señor —respondió Lloyd sin pensar. Enseguida improvisó una excusa—. Intentaba recordar qué rango alemán es más alto,
Generalleutnant
o
Generalmajor
.

—El de
Generalleutnant
es más alto. —Y luego Lowther añadió con calma—: Lo que no tiene que olvidar es la diferencia entre
meine Frau
y
deine Frau.

Lloyd sintió que se sonrojaba. Estaba visto que su amistad con Daisy no era todo lo discreta que él imaginaba. Había llegado a oídos de Lowther. Estaba indignado: Daisy y él no habían hecho nada impropio. Aun así, no protestó. Se sentía culpable aunque no lo fuera. No podía llevarse la mano al corazón y jurar que sus intenciones eran puras. Sabía lo que le diría el abuelo: «Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya cometió adulterio con ella en su corazón». Tales eran las enseñanzas de Jesucristo, un «déjate de tonterías» al que no le faltaba razón.

Al pensar en sus abuelos acabó preguntándose si sabrían quiénes eran sus verdaderos padres. Tener dudas sobre su ascendencia lo hacía sentirse perdido, o como si estuviera soñando que caía al vacío. Si le habían mentido sobre eso, también podían haberle engañado con cualquier otra cosa.

Decidió que les preguntaría al abuelo y la abuela. Podía hacerlo ese mismo día, ya que era domingo. En cuanto encontró una excusa para disculparse educadamente y abandonar el comedor, bajó a pie la colina hasta Wellington Row.

Se le ocurrió que si les preguntaba directamente si era hijo de Maud, a lo mejor ellos se lo negaban todo en redondo. Quizá con una táctica más soslayada podría sacarles algo más de información.

Los encontró sentados en la cocina. Para ellos el domingo era el Día del Señor, un día consagrado a la religión, y no leían los periódicos ni escuchaban la radio. Pero se alegraron de verlo y la abuela preparó té, como siempre.

—Ojalá supiera algo más sobre mi verdadero padre —empezó a decir Lloyd—. Mamá siempre dice que Teddy Williams estaba en los Fusileros Galeses, ¿lo sabíais?

—Ay, ¿y a qué viene remover ahora el pasado? —dijo la abuela—. Tu padre es Bernie.

Lloyd no la contradijo.

—Bernie Leckwith ha sido todo lo que un padre debiera haber sido para mí.

El abuelo asintió con la cabeza.

—Judío, pero buen hombre, de eso no hay duda. —Imaginó que estaba siendo magnánimamente tolerante.

Lloyd pasó el comentario por alto.

—El caso es que siento curiosidad. ¿Llegasteis a conocer a Teddy Williams?

El abuelo parecía enfadado.

—No —dijo—, pero ese hombre fue una desgracia para nosotros.

—Vino a Ty Gwyn como ayuda de cámara de uno de los huéspedes. No supimos que tu madre se veía con él en términos amorosos hasta que se marchó a Londres para casarse.

—¿Por qué no fuisteis a la boda?

Los dos guardaron silencio.

—Dile la verdad, Cara —dijo entonces el abuelo—. De las mentiras nunca sale nada bueno.

—Tu madre cayó en la tentación —explicó la abuela—. Cuando el ayuda de cámara ya se había marchado de Ty Gwyn, descubrió que estaba encinta. —Lloyd lo había sospechado, creía que eso podía explicar sus evasivas—. Tu abuelo se puso furioso —añadió la mujer.

—Demasiado —admitió el abuelo—. Olvidé que Jesucristo dijo: «No juzguéis, para que no seáis juzgados». Su pecado fue la lujuria, pero el mío fue el orgullo. —Lloyd se quedó de piedra al ver lágrimas en los ojos azul claro de su abuelo—. Dios la perdonó, pero yo no, durante muchísimo tiempo. Para entonces a mi yerno ya lo habían matado, en Francia.

Lloyd estaba más desconcertado que antes. De pronto tenía otra historia llena de detalles que no acababan de coincidir con lo que siempre le había dicho su madre, y completamente diferente de la teoría de Daisy. ¿Lloraba el abuelo por un yerno que nunca había existido?

No se dio por vencido.

—¿Y la familia de Teddy Williams? Mi madre me dijo que era de Swansea. Seguramente tendría padres, hermanos…

—Tu madre nunca nos dijo nada de su familia —repuso la abuela—. Me parece que estaba avergonzada. Fuera cual fuese el motivo, nunca quiso conocerlos. Y no era cosa nuestra llevarle la contraria en eso.

—Pero a lo mejor tengo otros dos abuelos en Swansea. Y tíos y tías y primos a los que no conozco.

—Pues sí —dijo el abuelo—. Pero no lo sabemos.

—Mi madre sí que lo sabe.

—Supongo que lo sabrá.

—Pues se lo preguntaré a ella —dijo Lloyd.

IV

Daisy estaba enamorada.

De pronto se daba cuenta de que, antes de Lloyd, nunca había amado a nadie. A Boy nunca lo había querido de verdad, aunque sí la excitaba. En cuanto al pobre Charlie Farquharson, como mucho le había tenido cariño. Siempre había creído que el amor era algo que podía concederle a quien ella quisiera, y que su mayor responsabilidad era elegir con inteligencia. De pronto sabía que todo eso no era así. La inteligencia no tenía nada que ver con ello, y tampoco había tenido elección. El amor era un terremoto.

La vida estaba vacía salvo por esas dos horas que pasaba con Lloyd todas las noches. El resto del día lo ocupaba la espera impaciente; la noche era para el recuerdo.

Lloyd era la almohada en la que apoyaba la mejilla. Era la toalla con la que se secaba los pechos al salir de la bañera. Era el nudillo que se metía en la boca y succionaba, ensimismada en sus pensamientos.

¿Cómo podía no haberle hecho ningún caso durante cuatro años? El amor de su vida se había presentado ante ella en aquel baile del Trinity, ¡y a ella solo se le había ocurrido que parecía llevar puesto un traje prestado! ¿Por qué no lo había abrazado y lo había besado, por qué no había insistido en que se casaran inmediatamente?

Él lo había sabido desde el principio, suponía. Debía de haberse enamorado de ella desde el primer momento. Le había suplicado que abandonara a Boy. «Déjalo —le había dicho aquella noche al regresar del Gaiety—, y sé mi novia.» Y ella se había reído de él. De él, que había visto enseguida una verdad que ella había sido incapaz de ver.

Sin embargo, una intuición en lo más profundo de su ser la había hecho besarlo, allí, en aquella acera de Mayfair, en la oscuridad de entre dos farolas. En aquel momento lo había considerado un capricho pasajero, pero lo cierto es que era lo más inteligente que había hecho en la vida, porque seguramente con ello había sellado la devoción de él.

En esos momentos, en Ty Gwyn, Daisy se negaba a pensar en qué sucedería a partir de entonces. Vivía el día a día, en las nubes, sonriendo por nada. Recibió una carta llena de inquietud desde Buffalo, de su madre, que se preocupaba por su salud y su estado de ánimo después del aborto, y ella le envió una respuesta tranquilizadora. Olga le explicaba también alguna que otra novedad: Dave Rouzrokh había muerto en Palm Beach; Muffie Dixon se había casado con Philip Renshaw; la mujer del senador Dewar, Rosa, había escrito un libro titulado
La Casa Blanca entre bastidores
, con fotografías de Woody, que había sido un éxito de ventas. Un mes atrás, una carta así le habría hecho sentir nostalgia, pero de repente la noticia apenas despertaba un leve interés en ella.

Solo se entristecía cuando pensaba en el niño que había perdido. El dolor había remitido de inmediato, y la hemorragia tardó solo una semana en desaparecer del todo, pero la pérdida le seguía pesando. Ya no lloraba por ello, pero de vez en cuando se sorprendía mirando al vacío y pensando si habría sido niño o niña, a quién se habría parecido… y entonces, sobresaltada, se daba cuenta de que llevaba una hora sin moverse.

Llegó la primavera y Daisy salía a pasear por la ladera de la montaña con botas de agua y una gabardina para protegerse del viento. A veces, cuando estaba segura de que nadie más que las ovejas podría oírla, gritaba a pleno pulmón: «¡Le quiero!».

Le inquietaba la reacción de Lloyd a las dudas que le había planteado sobre sus padres. Quizá había hecho mal sacando el tema: solo había conseguido entristecerlo. Sin embargo, su excusa había sido muy pertinente: la verdad seguramente saldría a la luz tarde o temprano, y era mejor enterarse de esas cosas por boca de alguien querido. El doloroso desconcierto que veía en él le llegaba al corazón, y eso hacía que lo quisiera más todavía.

Un día Lloyd le dijo que había pedido un permiso. Quería ir a una localidad vacacional de la costa sur, Bournemouth, para asistir al congreso anual del Partido Laborista la segunda semana de mayo, en la Pascua de Pentecostés, que en Gran Bretaña era festivo.

Su madre también estaría en Bournemouth, le había dicho, así que tendría ocasión de preguntarle por sus verdaderos padres; y Daisy pensó que parecía impaciente y temeroso a la vez.

Lowther se habría negado a dejarlo marchar, evidentemente, pero Lloyd había hablado con el coronel Ellis-Jones ya en marzo, cuando lo habían asignado al curso, y el coronel, bien porque sentía simpatía por Lloyd o porque simpatizaba con el partido —o ambas cosas—, había accedido. Lowther no podía contradecir su orden. Aun así, si los alemanes invadían Francia, desde luego nadie podría disfrutar de ningún permiso.

Daisy sintió una extraña sensación de miedo ante la perspectiva de que Lloyd se marchara de Aberowen sin saber que ella lo amaba. No sabía muy bien por qué, pero tenía que decírselo antes de que se fuera.

Lloyd tenía pensado marcharse el miércoles y regresar seis días después. Casualmente, Boy había anunciado que iría a hacerle una visita a Daisy y llegaría el miércoles por la noche. Ella, por razones que no era capaz de entender del todo, se alegró de que los dos hombres no fueran a coincidir en la casa.

Decidió hacerle su confesión a Lloyd el martes, el día antes de su partida. No tenía la menor idea de lo que iba a decirle a su marido, un día después.

Al imaginar la conversación que tendría con Lloyd, se dio cuenta de que él seguramente la besaría y, cuando se besaran, sus sentimientos los desbordarían y acabarían haciendo el amor. Después pasarían toda la noche abrazados uno al otro.

En ese punto, sus fantasías se vieron interrumpidas por la necesidad de discreción. Nadie debía ver a Lloyd saliendo de las dependencias de ella por la mañana, por el bien de ambos. Lowthie ya sospechaba algo: Daisy lo sabía por la actitud que tenía hacia ella, que era a la vez de reproche y picardía, casi como si el hombre creyera que tendría que ser él, y no Lloyd, el que la hubiese enamorado.

Sin duda, sería mucho mejor que Lloyd y ella pudieran verse en algún otro lugar para tener esa providencial conversación. Pensó en los dormitorios del ala oeste que estaban vacíos y sintió que se quedaba sin aire. Él podría dejarla al alba, y si alguien lo veía, no sabrían que había estado con ella. Ella podría bajar más tarde, vestida ya, y fingir que andaba buscando algún objeto perdido propiedad de la familia, quizá un cuadro. De hecho, elaborando la mentira que explicaría si la sorprendían, pensó que podía hacerse con algún cachivache del trastero y llevarlo al dormitorio un poco antes, y así ya estaría allí preparado para servir de prueba material de su coartada.

A las nueve en punto del martes, cuando todos los alumnos estaban en clase, recorrió el piso superior llevando un conjunto de botellitas de perfume con tapones de plata deslustrada y un espejo de mano a juego. Ya se sentía culpable. Habían quitado la alfombra y sus pasos resonaban con fuerza sobre los tablones del suelo, como si anunciaran la llegada de una mujer marcada con la letra escarlata. Por suerte, no había nadie en las habitaciones.

Fue a la Suite Gardenia, que vagamente creía recordar que se estaba utilizando como almacén de ropa de cama. No había nadie en el pasillo cuando entró. Cerró la puerta enseguida. Le faltaba el aire. «Pero si todavía no he hecho nada…», se dijo.

No le fallaba la memoria: por toda la habitación, en altas pilas apoyadas contra el papel decorado de gardenias de la pared, vio pulcros juegos de sábanas, mantas y almohadones, envueltos en ruda tela de algodón y atados con cordel en enormes paquetes.

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