El invierno del mundo (57 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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Bernie no pudo contener una sonrisa.

—Por lo menos eso es verdad.

Lloyd no le veía la gracia.

—¿Qué orfanato?

—Puede que me lo dijera, pero no me acuerdo. Uno de Cardiff, creo.

Entonces intervino Billy:

—Estás metiendo el dedo en la llaga, Lloyd, muchacho. Bébete la cerveza y déjalo correr.

—Yo también tengo esa misma llaga, maldita sea, tío Billy, muchísimas gracias. Ya estoy harto de mentiras.

—Vamos, vamos —dijo Bernie—. No hablemos de mentiras.

—Lo siento, papá, pero alguien tenía que decirlo. —Lloyd levantó una mano para acallar cualquier interrupción—. La última vez que le pregunté, mamá me dijo que la familia de Teddy Williams era de Swansea, pero que se habían trasladado muchas veces a causa del trabajo de su padre. Ahora me dice que creció en un orfanato de Cardiff. Una de las dos historias tiene que ser mentira… si es que no lo son las dos.

Ethel por fin lo miró a los ojos.

—Bernie y yo te alimentamos, te compramos ropa y te enviamos a la escuela y luego a la universidad —dijo, indignada—. No tienes nada de qué quejarte.

—Y yo siempre os daré las gracias por ello, y siempre os querré —dijo Lloyd.

—¿Por qué ha salido el tema, entonces?

—Por algo que me han dicho en Aberowen.

Su madre no dijo nada, pero en sus ojos apareció un destello de miedo. «En Gales hay alguien que sabe la verdad», pensó Lloyd.

—Me dijeron que a lo mejor Maud Fitzherbert se quedó encinta en 1914 —siguió diciendo Lloyd, implacable—, y que hicieron pasar a su bebé por hijo tuyo, por lo que te recompensaron con la casa de Nutley Street.

Ethel soltó un bufido de desdén.

Lloyd levantó una mano.

—Eso explicaría dos cosas —dijo—. Una, la insólita amistad entre lady Maud y tú. —Buscó algo en el bolsillo de su chaqueta—. Y dos, este retrato mío con patillas. —Les enseñó la fotografía a todos.

Ethel se quedó mirándola sin decir nada.

—Podría ser yo, ¿verdad? —inquirió Lloyd.

—Sí, Lloyd, podrías ser tú —repuso Billy—. Pero es evidente que no es el caso, así que deja de tomarnos el pelo y dinos de una vez quién es.

—Es el padre del conde Fitzherbert. Así que deja de tomarme el pelo tú a mí, tío Billy, y también tú, mamá. ¿Soy hijo de Maud?

—La amistad entre Maud y yo fue, ante todo, una alianza política. Se interrumpió al no llegar a un acuerdo en cuanto a la estrategia de las sufragistas, pero después la retomamos. Le tengo mucho cariño y me ha ofrecido oportunidades importantes en la vida, pero no existe entre nosotras ningún vínculo secreto. Ella no sabe quién es tu padre.

—De acuerdo, mamá —dijo Lloyd—. Podría creerte en eso. Pero es que esta foto…

—La explicación de ese parecido… —Ethel se quedó sin voz.

Lloyd no pensaba dejarla escapar.

—Vamos —dijo sin piedad alguna—. Dime la verdad.

Billy intervino de nuevo.

—Le estás ladrando al árbol equivocado, muchacho.

—¿De veras? Bueno, pues entonces, ¿por qué no me dices en qué dirección ladrar?

—Yo no soy quién para hacerlo.

Eso era casi una confesión.

—O sea que sí que me habéis mentido.

Bernie se había quedado sin habla.

—¿Estás diciendo que la historia de Teddy Williams no es cierta? —le preguntó a Billy. Estaba claro que también él la había creído durante todos esos años, igual que Lloyd.

Billy no contestó.

Todos miraron a Ethel.

—Al cuerno —espetó ella—. Como diría mi padre: «Sabed que os alcanzará vuestro pecado». Bueno, has pedido la verdad, pues la tendrás. Aunque no te va a gustar.

—Ponme a prueba —contestó Lloyd con ánimo temerario.

—No eres hijo de Maud —dijo Ethel—. Sino de Fitz.

VII

Al día siguiente, el viernes 10 de mayo, Alemania invadió Holanda, Bélgica y Luxemburgo.

Lloyd oyó la noticia por la radio mientras estaba desayunando con sus padres y el tío Billy en la casa de huéspedes. No le sorprendió: en el ejército todo el mundo creía que la invasión era inminente.

Las revelaciones de la noche anterior lo tenían mucho más aturdido. Se había pasado las horas en vela sin poder dormir, furioso por haber vivido tanto tiempo engañado, consternado al saber que era hijo de un contemporizador aristócrata y de derechas que, por una extraña casualidad, también era el suegro de la encantadora Daisy.

—¿Cómo pudiste enamorarte de él? —le había preguntado a su madre en el pub.

Su respuesta había sido cortante:

—No seas hipócrita. Tú estabas loco por tu norteamericana rica, y era tan de derechas que hasta se casó con un fascista.

Lloyd hubiese querido contestarle que aquello era diferente, pero enseguida se dio cuenta de que era exactamente lo mismo. Fuera cual fuese la relación que lo unía a Daisy, no había duda de que en el pasado sí había estado enamorado de ella. El amor no conocía la lógica. Si él había sucumbido a una pasión irracional, también su madre podía haberlo hecho; lo cierto era que ambos habían tenido la misma edad, veintiún años, cuando les había sucedido.

Lloyd le había dicho a su madre que tendría que haberle contado la verdad desde el principio, pero también para eso tenía ella un buen argumento.

—¿Cómo habrías reaccionado, cuando eras niño, si te hubiera dicho que eras hijo de un hombre rico, de un conde? ¿Cuánto tiempo habrías tardado en alardear de ello delante de los otros niños del colegio? Piensa en cómo se habrían burlado de tus fantasías infantiles. Piensa en cómo te habrían odiado por ser superior a ellos.

—Pero más tarde…

—No sé —dijo Ethel con cansancio—. Nunca parecía ser buen momento.

Al principio Bernie se quedó blanco de asombro, pero no tardó en recuperarse y volver a ser el mismo hombre flemático de siempre. Dijo que comprendía que Ethel no le hubiera contado la verdad.

—Un secreto compartido deja de ser un secreto.

Lloyd se preguntó cuál sería la relación de su madre con el conde en la actualidad.

—Supongo que debes de encontrártelo muchos días, en Westminster.

—Solo de vez en cuando. Los pares disponen de una sección del palacio propia, con bares y restaurantes para ellos solos, y cuando los vemos suele ser porque hemos concertado una cita.

Esa noche, Lloyd estaba demasiado conmocionado y desconcertado para saber cuáles eran sus sentimientos. Su padre era Fitz: el aristócrata, el
tory
, el padre de Boy, el suegro de Daisy. ¿Tenía que sentir tristeza, ira, impulsos suicidas? La revelación era tan demoledora que casi lo había dejado entumecido. Era como una herida tan grave que al principio no producía dolor.

Las noticias de la mañana le dieron algo más en qué pensar.

Durante la madrugada, el ejército alemán había realizado un avance relámpago hacia el oeste. Aunque ya lo habían anticipado, Lloyd sabía que los servicios secretos aliados se habían mostrado incapaces de averiguar la fecha por adelantado, así que los alemanes habían pillado a los ejércitos de esos pequeños países desprevenidos. Aun así, contraatacaban con valentía.

—Seguramente es cierto —comentó el tío Billy—, pero la BBC lo diría aunque no lo fuera.

El primer ministro, Chamberlain, había convocado una reunión del gabinete ministerial que se estaba produciendo en esos mismos instantes. Sin embargo, el ejército francés, con el refuerzo de diez divisiones británicas que ya estaban en Francia, hacía tiempo que tenía decidido un plan para enfrentarse a esa posible invasión, y ese plan se había puesto en marcha automáticamente. Las tropas aliadas habían cruzado la frontera francesa hacia Holanda y Bélgica desde el oeste y corrían a encontrarse con los alemanes.

Con el corazón en un puño a causa de esa trascendental noticia, la familia Williams tomó el autobús hacia el centro de la localidad para llegar al Pabellón Bournemouth, donde iba a celebrarse el congreso del partido.

Allí se enteraron de las noticias procedentes de Westminster. Chamberlain se aferraba al poder. Billy supo que el primer ministro había pedido al jefe del Partido Laborista, Clement Attlee, que fuera ministro de su gabinete, con lo que convertiría al gobierno en una coalición de los tres partidos principales.

A los tres les horrorizaba esa idea. Chamberlain, el contemporizador, seguiría siendo primer ministro y, con un gobierno de coalición, el Partido Laborista se vería obligado a respaldarlo. No soportaban ni pensarlo siquiera.

—¿Qué ha dicho Attlee? —preguntó Lloyd.

—Que tendría que consultarlo con su Comité Ejecutivo Nacional —respondió Billy.

—Esos somos nosotros. —Tanto Lloyd como Billy eran miembros del comité, que tenía una reunión programada para las cuatro de esa misma tarde.

—Tienes razón —terció Ethel—. Empecemos a sondear a la gente para ver con cuánto apoyo podría contar el plan de Chamberlain dentro de nuestro ejecutivo.

—Yo diría que con ninguno —repuso Lloyd.

—No estés tan seguro —dijo su madre—. Habrá quienes quieran mantener allí a Churchill a cualquier precio.

Lloyd pasó las siguientes horas inmerso en una incesante actividad política, hablando con los miembros del comité, con sus amigos y sus ayudantes, en las cafeterías y bares que había en el pabellón y el paseo marítimo. No comió nada al mediodía, pero bebió tanto té que creyó que hasta podría flotar en el agua.

Le decepcionó descubrir que no todos compartían sus opiniones sobre Chamberlain y Churchill. Todavía quedaban algunos pacifistas de la última guerra que deseaban la paz a cualquier precio y aprobaban la actitud acomodaticia de Chamberlain. Por otra parte, los parlamentarios galeses aún pensaban en Churchill como en el secretario del Home Office que había enviado a las tropas a reventar una huelga en Tonypandy. Aquello había sucedido hacía treinta años, pero Lloyd estaba aprendiendo que, en política, la memoria podía alargarse mucho.

A las tres y media, Lloyd y Billy recorrieron el paseo marítimo acompañados por una fresca brisa y entraron en el hotel Highcliff, donde iba a celebrarse la reunión. Pensaban que la mayoría del comité estaría en contra de aceptar la oferta de Chamberlain, pero no podían estar completamente seguros, y Lloyd seguía preocupado por el resultado.

Entraron en la sala y se sentaron a la larga mesa junto al resto de los miembros del comité. El jefe del partido llegó puntualmente a las cuatro.

Clem Attlee era un hombre delgado, tranquilo, sin pretensiones, calvo y con bigote. Tenía pinta de abogado —como lo era su padre— y la gente solía subestimarlo. Con su habitual tono seco y poco emotivo, resumió ante el comité los hechos de las últimas veinticuatro horas, incluida la oferta de Chamberlain de una coalición con los laboristas.

—Tengo dos preguntas que hacerles —dijo entonces—. La primera es la siguiente: ¿formarían ustedes parte de un gobierno de coalición con Neville Chamberlain como primer ministro?

Se oyó un «No» rotundo entre los reunidos alrededor de la mesa, más contundente de lo que había esperado Lloyd. Estaba entusiasmado. Chamberlain, el amigo de los fascistas, el traidor de España, estaba acabado. Sí que había justicia en el mundo.

Lloyd también reparó en lo sutil que había sido el insustancial Attlee para controlar la reunión. No había abierto el tema a un debate general. Su pregunta no había sido: ¿qué debemos hacer? No le había dado a la gente ocasión de expresar inseguridades ni vacilaciones. Con su discreto proceder, los había puesto entre la espada y la pared y les había hecho elegir. Lloyd estaba seguro de que la respuesta que le habían dado era la que él había querido.

—La segunda pregunta —dijo Attlee— es: ¿formarían parte de una coalición con otro primer ministro?

La respuesta no fue tan vehemente, pero fue un «Sí». Mientras Lloyd recorría la mesa con la mirada, comprendió que casi todo el mundo estaba a favor. Si había alguien en contra, no se molestó en solicitar una votación.

—En tal caso —dijo Attlee—, le comunicaré a Chamberlain que nuestro partido formará parte de una coalición, pero únicamente si él dimite y otro primer ministro ocupa su lugar.

Se oyó un murmullo de aquiescencia por toda la mesa.

Lloyd se dio cuenta de lo inteligente que había sido Attlee al evitar la pregunta de quién creían que debía ser el nuevo primer ministro.

—Ahora mismo iré a pedir una comunicación telefónica con el número diez de Downing Street —dijo, y abandonó la sala.

VIII

Esa noche, Winston Churchill fue convocado al palacio de Buckingham, según mandaba la tradición, y el rey le pidió que asumiera el cargo de primer ministro.

Lloyd tenía muchas esperanzas puestas en Churchill, aunque fuera conservador. A lo largo del fin de semana, Churchill se ocupó de las disposiciones que creyó pertinentes. Constituyó un Gabinete de Guerra del que formaban parte Clem Attlee y Arthur Greenwood, presidente y vicepresidente del Partido Laborista, respectivamente. El líder sindicalista Ernie Bevin fue nombrado ministro de Trabajo. Era evidente, pensó Lloyd, que Churchill pretendía formar un gobierno auténticamente pluripartidista.

Lloyd hizo la maleta para llegar a tiempo a coger el tren que lo llevaría de vuelta a Aberowen. Una vez allí, suponía que le asignarían un nuevo destino, seguramente en Francia, pero él solo necesitaba una o dos horas. Estaba desesperado por conocer la explicación del comportamiento de Daisy del último martes. Como sabía que iba a verla pronto, su impaciencia por comprenderlo no hacía más que crecer.

Mientras tanto, el ejército alemán avanzaba implacable por Holanda y Bélgica, aplastando la enérgica oposición a una velocidad que tenía a Lloyd asombrado. El domingo por la tarde noche, Billy habló por teléfono con un contacto en el Ministerio de Guerra, y después Lloyd y él le pidieron a la propietaria de la casa de huéspedes que les dejara un viejo atlas escolar y estudiaron el mapa del noroeste de Europa.

El índice de Billy trazó una línea de este a oeste desde Düsseldorf hasta Lille, pasando por Bruselas.

—Los alemanes se están abriendo camino por las partes más débiles de las defensas francesas, la sección septentrional de la frontera con Bélgica. —Su dedo descendió por la página—. El sur de Bélgica linda con la región de las Ardenas, una gran franja de terreno accidentado y boscoso, prácticamente intransitable para los ejércitos motorizados modernos. Eso ha dicho mi amigo del Ministerio de Guerra. —Volvió a desplazar el dedo—. Sin embargo, más al sur, la frontera franco-alemana está defendida por una serie de firmes fortificaciones que reciben el nombre de Línea Maginot y que se extiende hasta tocar con Suiza. —Su dedo regresó a lo alto de la página—. Pero no hay fortificaciones entre Bélgica y el norte de Francia.

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