El invierno del mundo (77 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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No precisaba de dónde procedía la información, pero Greg ya sabía a qué se refería. La unidad de señales de los servicios secretos del ejército estadounidense era capaz de interceptar y descodificar mensajes que el Ministerio de Asuntos Exteriores de Japón enviaba desde Tokio a sus embajadas en el extranjero. Los datos de esas descodificaciones se conocían con el nombre en clave de «MAGIC». Greg sabía algunas cosas sobre eso, a pesar de que no debería saberlas; de hecho, si el ejército llegaba a enterarse de que estaba al corriente del secreto, se armaría un escándalo de órdago.

—Los japoneses se plantean extender su imperio —prosiguió Bexforth. Greg sabía que ya se habían anexionado la vasta región de Manchuria y que habían enviado tropas a gran parte del resto de China—. Pero su preferencia no es avanzar en dirección oeste, hacia Siberia, lo que supondría entrar en guerra con la Unión Soviética.

—¡Qué bien! —exclamó Welles—. Eso significa que los rusos pueden concentrarse en combatir a los alemanes.

—Sí, señor. Pero esos japoneses planean ampliar su territorio hacia el sur, haciéndose primero con el control absoluto de Indochina y ocupando después las Indias Orientales Neerlandesas.

Greg se quedó anonadado. Eso era un bombazo, y él estaba entre los primeros en enterarse.

Welles estaba indignado.

—¡Pero bueno! ¡Eso no es ni más ni menos que una guerra imperialista!

—En rigor, Sumner, no se trata de ninguna guerra —terció Gus—. Los japoneses ya tienen tropas en Indochina, con permiso formal de la potencia colonial correspondiente, Francia, representada por el gobierno de Vichy.

—¡Títeres de los nazis!

—He dicho «en rigor». Y las Indias Orientales Neerlandesas, en teoría, dependen de los Países Bajos, ahora ocupados por los alemanes, que están más que satisfechos de que sus aliados japoneses ocupen una colonia neerlandesa.

—Eso son sutilezas.

—Sí, sutilezas a las que tendremos que hacer frente; seguro que, sin ir más lejos, el embajador japonés nos plantea la cuestión.

—Tiene razón, Gus, y gracias por ponerme sobre aviso.

Greg estaba pendiente de la menor oportunidad de intervenir en la conversación. Deseaba por encima de todo impresionar a las importantes figuras que tenía alrededor. No obstante, todos sabían muchas más cosas que él.

—¿Qué es lo que quieren los japoneses en última instancia? —preguntó Welles.

—Petróleo, caucho y estaño. Quieren asegurarse el acceso a los recursos naturales, lo cual no es de extrañar puesto que no paramos de interceptar su abastecimiento. —Estados Unidos había prohibido la exportación de bienes como el petróleo y la escoria de hierro a Japón, en un intento fallido de disuadir a los japoneses de anexionarse territorios aún más extensos de Asia.

Welles respondió de mal talante.

—La prohibición nunca se ha aplicado de forma muy estricta.

—No, pero, obviamente, basta con la amenaza para que en Japón cunda el pánico, puesto que apenas disponen de recursos naturales propios.

—Está claro que tenemos que tomar medidas más efectivas —soltó Welles—. Los japoneses tienen mucho dinero depositado en bancos estadounidenses. ¿Podemos congelar sus activos?

Los funcionarios presentes en la sala parecían desaprobar la idea, era demasiado radical.

—Supongo que sí —dijo Bexforth al cabo de unos instantes—. Surtiría más efecto que cualquier prohibición. De esa forma les será imposible comprar petróleo ni ninguna otra materia prima aquí, en Estados Unidos, porque no podrán pagarlo.

—El secretario de Estado, como siempre, tratará de evitar cualquier acción que pueda originar una guerra —observó Gus Dewar.

Tenía razón. Cordell Hull era cauto hasta el punto de resultar apocado, y muchas veces chocaba con el subsecretario Welles, de mayor empuje.

—El señor Hull siempre ha seguido esa línea, y muy sabiamente —opinó Welles. El protocolo lo exigía, aunque todos sabían que no hablaba con sinceridad—. No obstante, Estados Unidos debe pasearse por el escenario internacional con la cabeza bien alta. Somos prudentes, no cobardes. Pienso plantearle la idea de la congelación de activos al presidente.

Greg estaba impresionado. Eso era lo que significaba el poder. En un abrir y cerrar de ojos, Welles podía realizar una propuesta capaz de convulsionar a una nación entera.

Gus Dewar frunció el entrecejo.

—Si Japón no puede importar petróleo, su economía quedará paralizada y su ejército carecerá de poder.

—¡Lo cual es fantástico! —exclamó Welles.

—¿En serio? ¿Qué imagina que hará el gobierno militar de Japón ante semejante catástrofe?

A Welles no le gustaba que lo contradijeran.

—¿Por qué no me lo dice usted, senador?

—No lo sé. Pero creo que deberíamos tener una respuesta antes de actuar. Los hombres desesperados son peligrosos. Y sé que Estados Unidos no está preparado para entrar en guerra con Japón. Nuestra marina no está preparada, y nuestras fuerzas aéreas tampoco.

Greg vio su oportunidad de intervenir y la aprovechó.

—Señor subsecretario, tal vez le sería de ayuda saber que un sesenta y seis por ciento de la opinión pública es más partidaria de entrar en guerra con Japón que de la contemporización.

—Buena observación, Greg, gracias. Los estadounidenses no están dispuestos a consentir que Japón se salga con la suya.

—Pero tampoco quieren la guerra —dijo Gus—. Da igual lo que diga el sondeo.

Welles cerró la carpeta que tenía sobre el escritorio.

—Bueno, senador, estamos de acuerdo en lo de la Sociedad de las Naciones y discrepamos respecto a lo de Japón.

Gus se puso en pie.

—Y en ambos casos la decisión la tomará el presidente.

—Me alegro de que haya venido a verme.

La reunión finalizó.

Cuando Greg se marchó, no cabía en la piel de satisfacción. Lo habían invitado a la reunión informativa, se había enterado de noticias sorprendentes y había hecho un comentario que Welles le agradeció. Era una maravillosa manera de empezar el día.

Salió disimuladamente del edificio y se dirigió al café Aroma.

Hasta entonces, nunca había contratado los servicios de un detective privado. Tenía una vaga sensación de estar comportándose de forma ilícita. No obstante, Cranmer era un ciudadano respetable, y, además, no tenía nada de delictivo tratar de ponerse en contacto con una antigua novia.

En el café Aroma había dos chicas con aspecto de secretarias tomándose un respiro, una pareja de edad disfrutando de un día de compras y Cranmer, un hombre corpulento con un traje de arrugado cloqué, apurando un cigarrillo. Greg se sentó a su mesa y pidió a la camarera que le sirviera un café.

—Estoy tratando de recuperar el contacto con Jacky Jakes —explicó a Cranmer.

—¿La muchacha de color?

Entonces sí que era una muchacha, pensó Greg con nostalgia; tenía la tierna edad de dieciséis años, aunque intentaba parecer mayor.

—Han pasado seis años —dijo a Cranmer—. Ya no es ninguna muchacha.

—Fue su padre quien la contrató para la pantomima, no yo.

—No quiero preguntarle a él. Usted puede encontrarla, ¿verdad?

—Espero que sí. —Cranmer sacó un pequeño cuaderno y un lápiz—. Imagino que Jacky Jakes es un seudónimo, ¿no?

—En realidad se llama Mabel Jakes.

—Y es actriz, ¿verdad?

—Quería serlo. No tengo noticia de que lo haya conseguido. —La chica derrochaba atractivo y encanto, pero no había muchos papeles para actores de color.

—Está claro que no aparece en el listín telefónico, si no, no me necesitaría.

—Podría tratarse de un error, pero lo más probable es que no pueda permitirse pagar el teléfono.

—¿Ha vuelto a verla desde 1935?

—Dos veces. La primera, hace dos años, no muy lejos de aquí, en la calle E. La segunda vez fue hace dos semanas, a dos manzanas.

—Bueno, está clarísimo que no vive en este barrio tan lujoso, o sea que debe de trabajar por aquí. ¿Tiene alguna foto suya?

—No.

—Me acuerdo un poco de ella. Una chica guapa, de piel negra, con una amplia sonrisa.

Greg asintió, recordando su sonrisa de mil vatios.

—Solo quiero saber su dirección, para poder enviarle una carta.

—No necesito saber para qué quiere la información.

—Estupendo. —¿De verdad la cosa era tan fácil?, se preguntó Greg.

—Cobro diez dólares por día, con un mínimo de dos días, además de los gastos.

Era menos de lo que Greg esperaba. Sacó su billetera y entregó a Cranmer un billete de veinte dólares.

—Gracias —dijo el detective.

—Buena suerte —dijo Greg.

II

El sábado hacía mucho calor, así que Woody fue a la playa con su hermano, Chuck.

La familia Dewar en pleno se encontraba en Washington. Se alojaban en un piso de nueve habitaciones cercano al hotel Ritz-Carlton. Chuck estaba de permiso de la armada, el padre trabajaba doce horas al día en la planificación de la cumbre a la que llamaba Conferencia del Atlántico y la madre estaba escribiendo un nuevo libro sobre las esposas de los presidentes.

Woody y Chuck se pusieron los pantalones cortos y los polos, cogieron las toallas, las gafas de sol y unos cuantos periódicos y tomaron un tren hasta Rehoboth Beach, en la costa de Delaware. Se tardaba un par de horas en llegar, pero era el único lugar posible al que acudir un sábado de verano. Había una gran extensión de arena y se respiraba la refrescante brisa del océano Atlántico. Y también había un millar de chicas en traje de baño.

Los dos hermanos eran distintos. Chuck era más bajo, pero de complexión fibrosa y atlética. Había heredado el atractivo físico y la irresistible sonrisa de su madre. En la escuela era mediocre, aunque también hacía gala de la peculiar forma de pensar de su madre y siempre optaba por una visión de la vida poco convencional. Los deportes se le daban mejor que a Woody, a excepción de correr, porque las largas piernas de Woody lo hacían más veloz, y boxear, porque los largos brazos de Woody lo convertían en un adversario difícil de alcanzar.

En casa, Chuck no hablaba mucho de la armada, sin duda porque sus padres seguían enfadados con él por no haber querido estudiar en Harvard. Sin embargo, cuando se encontraba a solas con Woody se sinceraba un poco.

—Hawai es fabuloso, pero me fastidia tener que trabajar en tierra —dijo—. Me alisté en la armada para estar en el mar.

—¿Qué haces exactamente?

—Formo parte de la unidad de señales de los servicios secretos. Escuchamos mensajes transmitidos por radio, sobre todo de la Armada Imperial Japonesa.

—¿No están en clave?

—Sí, pero pueden saberse muchas cosas incluso sin descodificarlos. Se llama análisis del tráfico. Un aumento repentino de la cantidad de mensajes indica que va a llevarse a cabo a alguna acción de forma inminente. Y se aprende a reconocer los patrones del tráfico de información. Un desembarco anfibio tiene una configuración de señales específica, por ejemplo.

—Es fascinante. Y apuesto a que se te da bien.

Chuck se encogió de hombros.

—Yo no soy más que un subalterno, transcribo los mensajes y luego los entrego. Pero no puedes evitar captar lo básico.

—¿Qué hay de vida social en Hawai?

—Nos divertimos mucho. En los bares de la armada pueden llegar a armarse unas juergas de miedo. El mejor es el café Black Cat. Tengo un buen amigo, Eddie Parry, y siempre que podemos vamos juntos a hacer surf en la playa de Waikiki. He pasado momentos buenos, pero preferiría estar a bordo de un barco.

Nadaron en las frías aguas del Atlántico, comieron perritos calientes, se hicieron fotos con la cámara de Woody y contemplaron los trajes de baño hasta que el sol empezó a ponerse. Cuando se marchaban, sorteando a los bañistas, Woody vio a Joanne Rouzrokh.

No tuvo que mirarla dos veces. En la playa no había ninguna chica como ella, ni siquiera en todo Delaware. Sus pómulos prominentes, su nariz de cimitarra, su hermoso y abundante pelo negro y su piel, del color y la textura del café con leche, no tenían parangón.

Sin dudarlo, fue directo hacia ella.

Tenía un aspecto absolutamente sensacional. Los finos tirantes de su bañador negro de una pieza revelaban los elegantes huesos de los hombros. La prenda trazaba una línea recta en la parte alta de los muslos y dejaba al descubierto la mayor parte de las piernas largas y morenas.

Apenas podía creer que un día había estrechado en sus brazos a esa mujer fabulosa y que la había besado como si no hubiera un mañana.

Ella lo miró, haciendo visera con la mano para protegerse del sol.

—¡Woody Dewar! No sabía que estabas en Washington.

Era todo cuanto él necesitaba para animarse. Se arrodilló junto a ella en la arena, y su simple cercanía le aceleró la respiración.

—Hola, Joanne. —Echó un fugaz vistazo a la chica rellenita de ojos castaños tendida al lado—. ¿Dónde está tu marido?

Ella soltó una carcajada.

—¿Qué te hace pensar que estoy casada?

Él se aturulló.

—Fui a una fiesta que celebraste en tu piso, hace unos cuantos veranos.

—¿En serio?

La amiga de Joanne intervino en la conversación.

—Ya me acuerdo. Te pregunté cómo te llamabas, pero no me respondiste.

Woody no la recordaba en absoluto.

—Siento haber sido tan descortés —dijo—. Soy Woody Dewar, y este es mi hermano Chuck.

La chica de ojos castaños estrechó la mano a ambos y se presentó.

—Soy Diana Taverner. —Chuck se sentó a su lado en la arena, lo cual pareció complacerla puesto que el chico era atractivo, mucho más guapo que Woody.

Woody prosiguió.

—La cuestión es que, buscándote, entré en la cocina y un hombre llamado Bexforth Ross se presentó como tu prometido. Suponía que a estas alturas estarías casada. ¿O es que el vuestro es un noviazgo de los largos?

—No seas tonto —soltó ella con un amago de irritación, y entonces él recordó que no le sentaban bien las bromas—. Bexforth contaba que estábamos prometidos porque prácticamente vivía en casa.

Woody se quedó atónito. ¿Quería eso decir que Bexforth dormía allí? ¿Con Joanne? No era algo tan infrecuente, desde luego, pero pocas chicas lo reconocían abiertamente.

—Era él quien hablaba de casarnos —prosiguió ella—. Yo nunca estuve de acuerdo.

O sea que era soltera. Woody se sentía más feliz que si le hubiera tocado la lotería. Claro que igual tenía novio, se previno. Tendría que averiguarlo. De todos modos, no era lo mismo tener novio que tener marido.

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