El invierno del mundo (80 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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—La cuestión es que tengo un hermanastro ruso, ilegítimo como yo —prosiguió Greg—. Se llama Vladímir, pero no sé nada más de él. Claro que a estas alturas, igual ya no existe. Tiene la edad para combatir, así que es probable que se encuentre entre los tres millones y medio de muertos. —Volvió la página.

Cuando hubo terminado con el periódico, leyó el mensaje que le había entregado el camarero.

Era de Jacky Jakes. Había un número de teléfono y solo ponía: «No llamar de una a tres».

De repente, Greg no veía el momento de librarse de Rita.

—¿A qué hora te esperan en casa? —preguntó sin ningún tiento.

Ella miró el reloj.

—¡Cielos! Tengo que volver antes de que mi madre empiece a buscarme. —Había contado a sus padres que pasaría la noche en casa de una amiga.

Se vistieron a la vez y se marcharon en dos taxis.

Greg imaginó que el número de teléfono era del trabajo de Jacky, y que entre la una y las tres estaba ocupada. La llamaría a media mañana.

Se preguntaba por qué estaba tan emocionado; después de todo, solo sentía curiosidad. Rita Lawrence era imponente y muy sensual, pero ni con ella ni con las muchas otras había logrado revivir las emociones de aquella primera aventura con Jacky. Sin duda, se debía a que solo se tenían quince años una vez en la vida.

Llegó al Viejo Edificio de la Oficina Ejecutiva y empezó la principal tarea asignada para ese día, que consistía en confeccionar el borrador de un comunicado de prensa para poner sobre aviso a los estadounidenses que vivían en el norte de África, donde británicos, italianos y alemanes avanzaban y retrocedían combatiendo, sobre todo, en una franja costera de tres mil doscientos kilómetros de largo y sesenta y cuatro de ancho.

A las diez y media marcó el número de teléfono del mensaje.

Respondió una voz femenina.

—Club Universitario de Mujeres. —Greg nunca había estado allí: solo podían asistir hombres si acompañaban a las socias.

—¿Está Jacky Jakes? —preguntó.

—Sí, está esperando una llamada. No cuelgue, por favor.

Probablemente necesitaba un permiso especial para recibir llamadas en el trabajo, dedujo.

—Soy Jacky, ¿quién llama? —oyó al cabo de unos instantes.

—Greg Peshkov.

—Lo imaginaba. ¿Cómo has conseguido mi dirección?

—Contraté a un detective privado. ¿Podemos vernos?

—Supongo que no queda otro remedio. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Tienes que jurarme por todo lo que más quieras que no se lo contarás a tu padre. Nunca jamás.

—¿Por qué?

—Te lo explicaré luego.

Él se encogió de hombros.

—De acuerdo.

—¿Me lo juras?

—Claro.

Ella insistió.

—Pues dilo.

—Te lo juro, ¿de acuerdo?

—Muy bien. Invítame a comer.

Greg arrugó la frente.

—¿Hay algún restaurante en este barrio donde un hombre blanco y una mujer negra puedan comer juntos?

—Solo conozco uno; el Electric Diner.

—Me suena. —Se había fijado en el nombre, pero nunca había entrado. Era un local económico frecuentado por conserjes y mensajeros—. ¿A qué hora?

—A las once y media.

—¿Tan temprano?

—¿A qué hora crees que comemos las camareras? ¿A la una, o qué?

Él sonrió.

—Veo que sigues teniendo el mismo desparpajo de siempre.

Jacky colgó.

Greg terminó el comunicado de prensa y llevó las hojas mecanografiadas al despacho del jefe. Depositó el borrador en la bandeja de entrada.

—¿Hay algún problema si salgo a comer temprano, Mike? —preguntó—. Sobre las once y media.

Mike estaba leyendo las páginas de opinión de
The New York Times
.

—No, ningún problema —respondió sin levantar la cabeza.

Caminando a pleno sol, Greg pasó por delante de la Casa Blanca y llegó al restaurante a las once y veinte. Estaba casi vacío, solo había unas cuantas personas disfrutando de un receso a media mañana. Se sentó a una mesa y pidió un café.

Se preguntaba qué le contaría Jacky. Estaba impaciente por conocer la clave del misterio que lo llevaba de cabeza desde hacía seis años.

Ella llegó a las once y treinta y cinco, ataviada con un vestido negro y unos zapatos planos; Greg supuso que era el uniforme de camarera sin el delantal. El negro le sentaba muy bien, y él rememoró vívidamente el puro placer de mirarla, de contemplar su boca en forma de corazón y sus grandes ojos castaños. Se sentó frente a él y pidió una ensalada y una Coca-Cola. Greg tomó otro café: estaba demasiado tenso para comer.

Su rostro había perdido la redondez infantil que él recordaba. Cuando se conocieron, ella tenía dieciséis años, o sea que ahora tenía veintidós. Entonces no eran más que chiquillos jugando a ser mayores pero ahora eran adultos de verdad. Captó en su semblante unas vivencias que seis años atrás no estaban presentes; vivencias de desengaño, sufrimiento y penuria.

—Hago el turno de día —le explicó—. Entro a las nueve, pongo las mesas y arreglo el comedor. Espero a que termine la comida, recojo y a las cinco salgo.

—Casi todas las camareras trabajan de noche.

—Yo prefiero tener libres las noches y los fines de semana.

—¡Sigues viviendo de noche!

—No, casi siempre me quedo en casa y escucho la radio.

—Supongo que te salen montones de novios.

—Todos los que quiero.

Él tardó unos instantes en darse cuenta de que eso podía significar cualquier cosa.

Les sirvieron la comida. Ella se tomó la Coca-Cola y picó un poco de ensalada.

—Así, ¿por qué te marchaste, en 1935? —preguntó él.

Ella suspiró.

—No quiero decírtelo, porque no te gustará.

—Necesito saberlo.

—Recibí una visita de tu padre.

Greg asintió.

—Suponía que él tenía algo que ver.

—Lo acompañaba un indeseable; un tal Joe no sé qué.

—Joe Brekhunov. Es un matón. —Greg estaba empezando a enfadarse—. ¿Te hizo daño?

—No fue necesario, Greg. Se me pusieron los pelos de punta solo con verlo. Habría hecho cualquier cosa que tu padre me hubiera pedido.

Greg contuvo la ira.

—¿Qué quería?

—Me pidió que me marchara, en aquel mismo momento. Podría haberte dejado una nota, pero él la habría visto. No me quedó más remedio que volver a Washington. Me puso muy triste tener que dejarte.

Greg recordó su propio padecimiento.

—Yo también lo pasé mal —dijo. Se sentía tentado de estirar el brazo y cogerle la mano, pero no estaba seguro de que ella lo deseara.

—Dijo que me pagaría una cantidad semanal solo por que me mantuviera alejada de ti. Todavía me paga. No son más que unos pocos dólares, pero me sirven para cubrir el alquiler. Le di mi palabra; aun así, no sé cómo, reuní fuerzas para ponerle una condición.

—¿Cuál?

—Que nunca se tomaría libertades conmigo. Si no, te lo contaría todo.

—¿Y aceptó?

—Sí.

—No hay mucha gente que consiga intimidarlo.

Ella apartó el plato.

—Luego me dijo que si faltaba a mi palabra, le ordenaría a Joe que me rajara la cara, y me enseñó la navaja.

Todo cobraba sentido.

—Por eso sigues asustada.

Su tez oscura tenía el color quebrado a causa del miedo.

—Me juego el pellejo.

La voz de Greg se tornó en un susurro.

—Jacky, lo siento.

Ella esbozó una sonrisa forzada.

—¿Estás seguro de que hizo tan mal? Solo tenías quince años. No es una buena edad para casarse.

—Si me lo hubiese explicado, tal vez sería distinto. Pero él toma decisiones por su cuenta y riesgo y las lleva a cabo como si nadie más tuviera derecho a opinar.

—De todas formas, pasamos momentos buenos.

—Ya lo creo.

—Era tu regalo.

Él se echó a reír.

—El mejor que me han hecho en la vida.

—Bueno, ¿y a qué te dedicas ahora?

—Trabajo en la oficina de prensa del Departamento de Estado durante el verano.

Jacky hizo una mueca.

—Suena aburrido.

—¡Al contrario! Es muy emocionante observar a los hombres poderosos tomar decisiones trascendentales sin tener que levantarse de la silla. ¡Son los dueños del mundo!

Ella parecía escéptica.

—Bueno, probablemente es mejor que trabajar de camarera.

Él empezó a darse cuenta de los caminos tan distintos que habían tomado sus vidas.

—En septiembre volveré a Harvard para cursar el último año de carrera.

—Seguro que tus compañeras están encantadas contigo.

—Hay muchos hombres y muy pocas mujeres.

—Pero te va bien, ¿no?

—No puedo mentirte.

Se preguntaba si Emily Hardcastle habría cumplido su promesa de colocarse un dispositivo intrauterino.

—Te casarás con una de ellas y tendréis unos hijos preciosos y viviréis en una mansión a orillas de un lago.

—Me gustaría llegar a ser alguien en política, tal vez secretario de Estado, o senador, como el padre de Woody Dewar.

Ella apartó la mirada.

Greg pensó en la mansión a orillas de un lago. Debía de ser el sueño de Jacky. Lo sentía por ella.

—Lo conseguirás —dijo ella—. Lo sé. Tienes un porte especial, ya lo tenías a los quince años. Eres igual que tu padre.

—¿Qué dices? ¡Vamos!

Ella se encogió de hombros.

—Piénsalo bien, Greg. Sabías que no quería verte, pero has contratado a un detective privado para que me encuentre. «Toma decisiones por su cuenta y riesgo y las lleva a cabo como si nadie más tuviera derecho a opinar.» Es lo que has dicho de él hace un momento.

Greg estaba consternado.

—Espero no ser igual que él en todo.

Ella lo miró con aire escrutador.

—Eso aún está por ver.

La camarera se llevó el plato de Jacky.

—¿Tomarán postre? —preguntó—. El pastel de melocotón está muy rico.

Ninguno de los dos quiso postre, así que la camarera entregó la cuenta a Greg.

—Espero haber saciado tu curiosidad.

—Gracias, has sido muy amable.

—La próxima vez que te cruces conmigo por la calle, sigue andando como si tal cosa.

—Lo haré, si es lo que quieres.

Ella se puso en pie.

—Saldremos por separado. Me sentiré más cómoda.

—Como quieras.

—Buena suerte, Greg.

—Buena suerte para ti también.

—Dale una propina a la camarera —dijo ella, y se marchó.

10

1941 (III)

I

En octubre la nieve cayó y no cuajó, y las calles de Moscú estaban heladas y húmedas. Volodia estaba rebuscando en la despensa sus v
alenki
, las tradicionales botas de felpa que abrigaban los pies de los moscovitas en invierno, cuando le sorprendió encontrar las seis cajas de vodka.

Sus padres no eran grandes bebedores. Rara vez tomaban más de un vasito. Muy de vez en cuando, su padre acudía a una de las largas y alcoholizadas cenas de Stalin con los viejos camaradas, y entraba dando tumbos por la puerta al despuntar el alba, borracho como una cuba. Sin embargo, en su casa, una botella de vodka duraba un mes o incluso más.

Volodia entró a la cocina. Sus padres estaban desayunando, sardinas en lata con pan negro y té.

—Papá —dijo—, ¿por qué tenemos vodka para seis años en la despensa?

Su padre pareció sorprendido.

Ambos hombres miraron a Katerina, que se ruborizó. Entonces encendió la radio y bajó el volumen hasta un rumor susurrante. Volodia se preguntó si sospecharía de la presencia de aparatos de escucha en el piso.

Ella habló en voz baja pero con rotundidad.

—¿Qué usaréis como moneda de cambio cuando lleguen los alemanes? —preguntó—. Dejaremos de pertenecer a la élite privilegiada. Moriremos de hambre a menos que podamos comprar comida en el mercado negro. Yo estoy demasiado vieja para hacer la calle. El vodka será más valioso que el oro.

A Volodia le impactó oír a su madre hablando de ese modo.

—Los alemanes no van a llegar hasta aquí —afirmó su padre.

Su hijo no estaba seguro. El ejército alemán volvía a avanzar, cerrando las fauces de su cepo en torno a Moscú. Habían llegado hasta Kalinin por el norte y hasta Kaluga por el sur, ambas ciudades a tan solo ciento sesenta kilómetros de la capital. Las bajas soviéticas eran increíblemente numerosas. Hacía un mes, 800.000 soldados del Ejército Rojo habían combatido en defensa de la primera línea, pero solo habían sobrevivido 90.000, según los cálculos que habían llegado al despacho de Volodia.

—¿Quién demonios va a detenerlos? —preguntó a su padre.

—Sus líneas de abastecimiento no dan más de sí. No están preparados para pasar nuestro invierno. Contraatacaremos cuando sus fuerzas estén debilitadas.

—Entonces, ¿por qué estáis evacuando al gobierno de Moscú?

La burocracia estaba en proceso de ser trasladada a un lugar situado a tres mil kilómetros al este, a la ciudad de Kuibishev. Los ciudadanos de la capital se sintieron turbados ante la visión de los funcionarios gubernamentales saliendo de los edificios de oficinas, con sus cajas llenas de archivos que cargaban en camiones.

—Es solo por precaución —afirmó Grigori—. Stalin sigue aquí.

—Hay una solución —terció Volodia—. Tenemos cientos de miles de hombres en Siberia. Los necesitamos como refuerzos.

Grigori sacudió la cabeza.

—No podemos dejar el este sin defensas. Japón sigue constituyendo una amenaza.

—Japón no nos atacará, ¡eso ya lo sabemos! —Volodia miró a su madre. Sabía que no debía hablar sobre secretos de Estado delante de ella, pero lo hizo de todas formas—. Nuestro hombre en Tokio, que nos advirtió, con razón, de que los alemanes estaban a punto de invadir, nos asegura que los japoneses no lo harán. ¡No vamos a cometer el error de no creerle por segunda vez!

—Valorar la veracidad de la información de los servicios secretos no ha sido jamás una tarea fácil.

—¡No tenemos otra alternativa! —exclamó Volodia, furioso—. Tenemos doce ejércitos en reserva, un millón de hombres. Si los desplegáramos, Moscú podría resistir. Si no lo hacemos, estamos acabados.

Grigori parecía consternado.

—No hables así, ni siquiera en casa.

—¿Por qué no? De todas formas, pronto estaré muerto.

Su madre rompió a llorar.

—Mira lo que has hecho —le reprochó su padre.

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