El invierno del mundo (84 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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Por primera vez, Erik se percató de la presencia de doce hombres armados con fusiles, apostados al borde de un barranco, entre los árboles. Doce prisioneros, doce tiradores: se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, y sintió un reflujo bilioso de incredulidad mezclada con horror.

Levantaron las armas y apuntaron a los prisioneros.

—¡No! —gritó Erik—. ¡No, no podéis! —Nadie lo escuchó.

Una prisionera gritó. Erik la vio agarrar al niño de once años y pegárselo al cuerpo, como si rodeándolo con sus brazos pudiera detener las balas. Parecía su madre.

—Fuego —ordenó un oficial.

Los fusiles detonaron. Los prisioneros se tambalearon y se desplomaron. El ruido provocó la caída de unos copos de nieve de los pinos, y llovió sobre los soldados, una lluvia de blanco níveo.

Erik vio caer al pequeño y a su madre, todavía fundidos en un abrazo.

—¡No! —gritó—. ¡No, por favor!

El sargento se quedó mirándolo.

—Pero ¿qué mosca le ha picado? —preguntó, airado—. ¿Quién es usted, por cierto?

—Soy ordenanza médico —dijo Erik, sin poder apartar la vista de la espantosa escena de la fosa.

—¿Qué está haciendo aquí?

—He traído la ambulancia para los oficiales heridos en el accidente. —Erik vio a otros doce prisioneros a los que conducían por la cuesta hacia la presa—. Por Dios santo, mi padre tenía razón —se lamentó—. Estamos asesinando gente.

—Deje de lloriquear y vuelva a la puta ambulancia.

—A sus órdenes, sargento —respondió Erik.

III

A finales de noviembre, Volodia solicitó el traslado a una unidad de combate. Su labor de espionaje ya no parecía importante: el Ejército Rojo no necesitaba espías para descubrir las intenciones de un ejército alemán que ya estaba a las afueras de Moscú. Y quería luchar por su ciudad.

Sus recelos sobre el gobierno llegaron a parecerle una trivialidad. La estupidez de Stalin, la brutalidad de la policía secreta, la forma en que nada funcionaba en la Unión Soviética como se suponía que debía hacerlo… la importancia de todo eso se mitigó. Lo único que sentía era la encendida urgencia de repeler al invasor, que amenazaba con llevar la violencia, la violación, el hambre y la muerte a su madre, su hermana, los mellizos Dimka y Tania, y Zoya.

Era muy consciente de que si todo el mundo opinaba lo mismo, se quedarían sin espías. Sus informadores alemanes eran personas que habían decidido que el patriotismo y la lealtad no eran tan importantes como la terrible maldad de los nazis. Él se sentía agradecido por su valor y la férrea moralidad que los impulsaba a actuar así. Sin embargo, su sentir era distinto.

También lo hacían muchos de los miembros más jóvenes de los servicios secretos del Ejército Rojo, y un pequeño grupo de ellos se unió al batallón de fusileros a principios de diciembre. Volodia besó a sus padres, escribió una nota a Zoya en la que decía que esperaba sobrevivir para volver a verla, y se trasladó a los barracones.

Después de mucho esperar, Stalin convocó a los refuerzos del este de Moscú. Treinta divisiones siberianas se desplegaron para combatir a los alemanes, que ahora se encontraban más cerca que nunca. De camino a la primera línea, algunos de ellos realizaron una breve parada en Moscú, y los moscovitas presentes en las calles se quedaron mirándolos con sus blancos abrigos acolchados y sus calientes botas de borreguito, con sus esquíes y sus gafas protectoras y robustos caballos esteparios. Llegaron a tiempo para el contraataque ruso.

Aquella era la última oportunidad del Ejército Rojo. Una y otra vez, en los últimos cinco meses, la Unión Soviética había desplegado cientos de miles de hombres contra el invasor. Y en todas las ocasiones, los alemanes habían hecho una pausa, habían repelido el ataque y habían proseguido con su avance imparable. Pero si este intento fracasaba no habría más ocasiones de triunfo. Los alemanes tomarían Moscú, y cuando eso ocurriera, tomarían la URSS. Y entonces su madre tendría que vender vodka para conseguir leche en el mercado negro para Dimka y Tania.

El 4 de diciembre las fuerzas soviéticas salieron en dirección al norte de la ciudad, al oeste y al sur, y tomaron posiciones para la última campaña. Viajaban con los faros apagados para evitar poner en guardia al enemigo. No les estaba permitido encender hogueras ni cigarrillos.

Esa noche los soldados de primera línea recibieron la visita de los agentes del NKVD. Volodia no vio a su cuñado con cara de rata, Ilia Dvorkin, quien debía encontrarse entre ellos. Una pareja que no reconoció se acercó al campamento donde Volodia y una docena de hombres estaban limpiando sus fusiles.

—¿Has oído a alguien que critique al gobierno? —preguntaron—. ¿Qué dicen los compañeros sobre el camarada Stalin? ¿Quién, de entre tus colegas, cuestiona la inteligencia de la estrategia y las tácticas del ejército?

Volodia no daba crédito. ¿Qué importaba eso a esas alturas? En los días siguientes, Moscú sería salvado o estaría perdido para siempre. ¿A quién le preocupaba si los soldados echaban pestes contra sus oficiales? Cortó el interrogatorio de raíz, diciendo que él y sus hombres tenían orden de permanecer en silencio, y que debía pegar un tiro a cualquiera que la incumpliese, pero que, añadió de modo temerario, no informaría a la policía secreta si se marchaban de inmediato.

Eso funcionó, aunque a Volodia no le cabía duda de que el NKVD estaba socavando la moral de los soldados de toda la primera línea.

El 5 de diciembre por la tarde, la artillería rusa entró en acción con fuerza arrolladora. A la mañana siguiente, al alba, Volodia y su batallón avanzaron en medio de una ventisca. Tenían órdenes de tomar una ciudad situada al otro lado de un canal.

Volodia no hizo caso de las órdenes de realizar un ataque frontal a las defensas alemanas; esa era una táctica rusa anticuada, y no era momento de aferrarse con obstinación a ideas mal planteadas. Con su compañía de cien hombres se dirigió río arriba y cruzaron el suelo helado hacia el norte de la ciudad, luego se aproximaron al flanco alemán. Oía las detonaciones e impactos de la contienda a su izquierda, por eso supo que estaban justo detrás de la primera línea enemiga.

Volodia estaba prácticamente cegado por la ventisca. Los cañonazos ocasionales disipaban las nubes unos instantes, pero la visibilidad al nivel del suelo era de unos pocos metros. Sin embargo, pensó con optimismo, eso contribuiría a que los rusos pudieran avanzar con sigilo en dirección a los alemanes y pillarlos por sorpresa.

Hacía un frío endemoniado, hasta 35 ºC bajo cero en algunos lugares, y aunque eso era terrible para ambos bandos, lo pasaban peor los alemanes, que carecían de medios para soportar el frío.

En cierta forma, para su sorpresa, Volodia descubrió que los nazis, que siempre se habían mostrado diligentes, no habían consolidado el frente. No tenían trincheras, ni zanjas antitanque, ni refugios subterráneos. El frente alemán no era más que una serie de fortines. Era fácil colarse por los huecos descuidados y llegar a la ciudad para buscar puntos débiles, barracones, cantinas y depósitos de munición.

Sus hombres dispararon a tres centinelas para tomar un campo de fútbol donde había aparcados cincuenta camiones. «¿De verdad va a ser tan fácil?», se preguntó Volodia. ¿El ejército que había conquistado Rusia estaba ahora debilitado y acabado?

Los cadáveres de los soldados soviéticos, caídos en combates previos y abandonados para que se congelasen donde habían muerto, no tenían ni botas ni abrigos, que seguramente habían robado los ateridos alemanes.

Las calles de la ciudad estaban plagadas de vehículos abandonados, camiones vacíos con las puertas abiertas, tanques cubiertos de nieve con los motores congelados, y jeeps con el capó levantado, como para demostrar que los mecánicos habían intentado repararlos, pero que lo habían dejado, desesperados.

Al cruzar una calle principal, Volodia oyó el motor de un coche y distinguió, a través de la ventisca, un par de faros que se aproximaban por su izquierda. Al principio, supuso que se trataba de un vehículo soviético que avanzaba por las líneas alemanas. Pero entonces dispararon a sus soldados y también a él, y les ordenó a gritos que se pusieran a cubierto. El coche resultó ser un Kubelwagen, un todoterreno de Volkswagen con la rueda de repuesto en el parachoques y cubierta por una funda. Tenía un motor de ventilación fría, que era la razón por la que no se había congelado. Pasó junto a ellos traqueteando y a máxima velocidad, mientras los ocupantes disparaban desde sus asientos.

Volodia se quedó tan atónito que se olvidó incluso de responder a los disparos. ¿Por qué estaba el vehículo lleno de alemanes armados que huían de la batalla?

Llevó a su compañía por el camino. Había imaginado que, a esas alturas, ya estarían luchando por avanzar, poniéndose a cubierto de casa en casa, pero se toparon con una oposición débil. Los edificios de la ciudad ocupada estaban cerrados con llave, clausurados, a oscuras. Cualquier ruso allí presente con un poco de sentido común debía de estar escondido bajo la cama.

Aparecieron más coches por el camino, y Volodia decidió que los oficiales debían de estar huyendo del campo de batalla. Envió una sección con una ametralladora ligera Degtyarev DP-28 a tomar posiciones en una cafetería para poder dispararles desde allí. No quería que esos alemanes viviesen para matar rusos al día siguiente.

Justo a la salida de la carretera principal localizó un edificio bajo de ladrillo con potentes luces encendidas tras unas delgadas cortinas. Después de pasar a rastras por delante de un centinela que apenas veía por la ventisca de nieve, pudo mirar en el interior de la vivienda y distinguir unos oficiales que había dentro. Supuso que se trataba del cuartel general del batallón.

Dio órdenes entre susurros a sus sargentos. Dispararon a los cristales y luego lanzaron granadas al interior. Salieron unos cuantos alemanes con las manos sobre la cabeza. Pasado un minuto, Volodia había tomado el edificio.

Oyó un ruido nuevo. Se quedó escuchando, y arrugó la frente, confundido. Más que ninguna otra cosa, parecía el estruendo de un partido de fútbol. Salió del edificio del cuartel general. El sonido procedía de la primera línea, y cada vez se oía con más fuerza.

Entonces se oyó una ráfaga de disparos de ametralladora y, a unos noventa metros de la carretera principal, un camión empezó a dar bandazos y se salió de la carretera para ir a estamparse contra un muro de ladrillo, luego se prendió fuego; supuestamente había recibido el impacto de la DP-28 de los hombres de Volodia. Otros dos vehículos que iban justo detrás salieron huyendo.

Volodia corrió hacia la cafetería. La ametralladora estaba colocada sobre su bípode en una mesa del local. El sobrenombre de ese modelo era «la Grabadora», por el cargador en forma de disco situado justo encima del cañón. Los hombres estaban divirtiéndose.

—¡Es como el tiro al pichón, señor! —exclamó un artillero—. ¡Qué fácil! —Uno de los hombres había registrado la cocina y había encontrado un gran bote de helado que, milagrosamente, no estaba caducado, y se estaban turnando para engullirlo.

Volodia miró por la luna hecha añicos de la cafetería. Vio otro vehículo que se acercaba, aunque esta vez era un todoterreno y, detrás de este, unos hombres corriendo. Cuando se acercaron reconoció los uniformes alemanes. A estos les seguían más hombres, docenas, tal vez cientos. Eran los responsables del ruido como de partido de fútbol.

El artillero apuntó la ametralladora hacia el coche que se aproximaba, pero Volodia le puso una mano en el hombro.

—Espera —dijo.

Miró hacia la ventisca, lo que le produjo picor en los ojos. Todo cuanto pudo ver fueron más vehículos y más hombres avanzando a la carrera, además de unos cuantos caballos.

Un soldado levantó su fusil.

—No dispares —ordenó Volodia. La multitud se acercó más—. No podemos detener a todos estos… nos derrotarían en un minuto —advirtió—. Dejémosles pasar. Poneos a cubierto. —Los hombres se tumbaron. El artillero retiró de la mesa la DP-28. Volodia se sentó en el suelo y miró por el alféizar.

El ruido se tornó estruendo. Los hombres que iban en cabeza llegaron a la altura de la cafetería y pasaron por delante. Iban corriendo, tropezaban y avanzaban renqueantes. Algunos llevaban fusiles, la mayoría parecía haber perdido su arma; algunos portaban gorro y abrigo, otros no llevaban más que la guerrera. Muchos estaban heridos. Volodia vio caer a un hombre con la cabeza vendada, avanzó a gatas unos metros y se desplomó. Nadie se percató. Un soldado de caballería sobre su montura hizo caer a uno de infantería y le pasó por encima, sin pensárselo dos veces. Los jeeps y los coches oficiales pasaban de forma temeraria a través de la multitud, patinando sobre el hielo, tocando el claxon de forma enloquecida y obligando a los hombres a apartarse hacia ambos lados.

Volodia se dio cuenta de que era un repliegue en desbandada. Marchaban por millares. Era una estampida. Estaban huyendo.

Al final, los alemanes se batían en retirada.

11

1941 (IV)

I

Woody Dewar y Joanne Rouzrokh viajaban desde Oakland, California, con destino a Honolulu en un Boeing B-314 de pasajeros. El vuelo de Pan Am duraba catorce horas. Justo antes de llegar, la pareja tuvo una gran discusión.

Tal vez fuera efecto de haber pasado tanto tiempo en un espacio tan reducido. El avión era una de las naves más grandes del mundo, pero los pasajeros iban acomodados en seis pequeñas cabinas individuales, y cada una de ellas contaba con dos filas de cuatro asientos, una frente a otra.

—Prefiero el tren —comentó Woody al tiempo que cruzaba sus largas piernas con incomodidad, y Joanne tuvo el detalle de no señalar que no se podía viajar a Hawai en tren.

El viaje había sido idea de los padres de Woody. Habían decidido ir de vacaciones a Hawai para poder visitar al hermano pequeño de Woody, Chuck, que estaba destinado allí. Entonces invitaron a su otro hijo y a Joanne a acompañarlos durante su segunda semana de visita.

Woody y Joanne estaban prometidos. Él le había pedido la mano a finales del verano, tras cuatro semanas de tiempo caluroso y amor apasionado en Washington. Joanne había respondido que era demasiado pronto, pero Woody había señalado que llevaba seis años enamorado de ella, y le había preguntado cuánto tiempo más creía ella que era suficiente. Joanne había accedido. Se casarían el mes de junio, en cuanto Woody se licenciase en Harvard. Mientras tanto, su condición de prometidos les permitía disfrutar juntos de las vacaciones familiares.

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