El jardín colgante (15 page)

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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
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—¿Y éste quién es? —dice el agente de la Brigada Político Social que se está lavando las manos en una de las artesas, delante de Arístides Lao.

—Servicio Central de Documentación —le contesta la voz de otro agente desde el cuarto de al lado.

—¿Otro? —El agente que se está lavando las manos niega con la cabeza—. Tanta gente para al final nunca enterarse de nada.

El agente de la Social termina de lavarse las manos, las sacude hacia delante en lugar de usar la toalla y por fin se da la vuelta para mirar a Lao con una mueca de escepticismo. Tiene unos brazos gigantescos y una calva reluciente.

—Y supongo que querrá leer nuestro informe —dice. Su voz resulta insospechadamente cortés para pertenecer a alguien que se está lavando las manos en este fregadero a las tres de la madrugada. Señala con la cabeza unos papeles que hay en una mesa detrás de la espalda de Lao—. Ahí lo tiene, recién salido del horno. Cinco minutos antes y nos pilla escribiéndolo.

Lao se salta el acta de detención y pasa a leer el informe del interrogatorio. Está terminando de leerlo cuando el agente de la Social regresa al fregadero con un café humeante y un cigarrillo encendido en los labios.

—Ha cantado como una hermosura. —El agente señala el informe con la cabeza—. Su novio ha pasado al otro lado. Ella misma le hizo los informes internos. —Da un sorbo de café—. No te había visto nunca por aquí. ¿De qué sección eres?

—Unidad de Apoyo Especial —dice Lao, sin levantar la vista del informe—. ¿Qué van a hacer ahora con ella?

El agente de los brazos enormes y la calva reluciente se encoge de hombros.

—Está bajo la Ley Antiterrorista, o sea que de aquí se va directa a la cárcel. —Da una calada a su cigarrillo—. Solamente hay que lavarla y ponerle el pijama. Los tuyos han estado aquí en el interrogatorio, o sea que en realidad ya hemos acabado con ella.

Lao señala una anotación del informe:

—¿«Alto riesgo de suicidio»?

—Es una nota que ponemos para que en la preventiva no le quiten nunca las esposas —explica el agente—. Algunos de esos cabrones se suicidan de verdad. Y nunca se sabe si va a haber que interrogarlos otra vez.

—¿Puedo verla?

El agente se mira el reloj de pulsera.

—No te queda mucho antes de que la vengan a buscar —dice.

El mundo para Arístides Lao es un enorme flujo de datos, un océano donde pescar isomorfismos, un torrente continuo de elementos sensoriales que rastrear en busca de relaciones dinámicas, objetivos, rasgos de totalidad y equilibrios internos. La danza infinita de las regularidades con las irregularidades, girando en un ciclo infinito y no lineal. El baile terriblemente desapasionado de la entropía con la entropía negativa. Sistemas dinámicos no lineales, con sus puntos periódicos y sus puntos estables, sus puntos atractores y sus turbulencias, observados y registrados por unos ojos y una cara que no son ventanas a ningún alma. Que interactúan con el ciclo interminable de sistemas dentro de otros sistemas como algo fundamentalmente ajeno al mismo. Que recuerdan esa falta de empatía indescriptiblemente repulsiva del autismo pero de alguna manera van mucho más allá. Unos ojos y una cara que son como pantallas en blanco, como esas pantallas parecidas a ojos abiertos de los sistemas informáticos, una máquina de almacenamiento y procesamiento de información. Un Síndrome de Asperger cósmico. Una cosa sin alma. Que ahora entra en la celda del centro de detención y contempla el cuerpo destrozado de Sara Arta sin que la pantalla en blanco de su cara refleje nada.

Una celda sin más mobiliario que un banco de madera alargado. Manchas gigantes de humedad en las paredes. Ganchos en el techo y cables eléctricos. Una bombilla sin lámpara. Huele a quemaduras de cigarrillo y a pelo chamuscado. Una de las manchas de humedad de la pared guarda un parecido morfológico sorprendente con el contorno de un lobo que está saltando encima de una persona. Sara Arta se encoge instintivamente al oír la puerta, pero sin moverse del rincón donde está sentada. Levanta la cara y Lao ve que está intentando abrir los ojos para verlo, pero los tiene demasiado inflados. Lao espera a que la puerta de la celda se cierre detrás de su espalda para hablar.

—No se preocupe —dice—. No he venido a interrogarla. No le voy a hacer daño.

Sara Arta murmura algo ininteligible.

—Son las tres de la madrugada del viernes. —Lao se queda junto a la puerta—. Lleva usted veinte horas aquí dentro. Es normal que esté desorientada. Van a venir a buscarla ahora. Va a ir usted a la cárcel, me temo.

Sara Arta levanta dos dedos.

—¿Tienes un cigarrillo? —dice con la voz quebrada.

—No fumo —dice Lao.

Sara Arta hace un gesto que desempeña las funciones de un chasquido molesto de la lengua pero que suena más como un borboteo. Gira la cabeza trabajosamente y suelta un escupitajo de sangre en el suelo.

—Es culpa mía que esté usted aquí —continúa Lao—. No fui lo bastante eficaz. Yo tendría que haberla encontrado primero. Es mi trabajo, encontrar cosas. Si la hubiera encontrado yo primero, la habría puesto bajo protección. Mi unidad no sigue los protocolos habituales. Podríamos haber negociado y la habría sacado del país. —Enseña las palmas de las manos—. Me tengo que disculpar.

Sara Arta vuelve a escupir sangre en el suelo.

—Vete a tomar por el culo —dice—. Pídeme un cigarrillo.

—Todavía podría ayudarla —sigue diciendo Lao—. Obviamente ya no puedo sacarla de la cárcel. Fuera no duraría ni un día. Pero puedo ayudarla mientras esté dentro. Evitar que le vuelvan a hacer daño. Tal vez hasta conseguirle régimen de visitas. A cambio de que usted me ayude a mí. Dirijo una unidad autónoma dentro del Servicio de Información Central. Tenemos una operación activa en la que podría ayudarnos. Con el tiempo, si la cosa va bien, tal vez eso le podría reducir la condena.

De la cara desfigurada de Sara Arta sale un ruido entrecortado y líquido que solamente al cabo de un momento se distingue que es una risa. Al cabo de otro momento la risa se desintegra entre toses. Sara mueve la cabeza a un lado y al otro hasta que consigue enfocar de alguna manera a Lao con los ojos inflados.

—Eres el cabrón más feo que he visto en mi vida —dice, entre resuellos—. Pareces un puto aborto andante.

—Es posible que cambie usted de opinión más adelante —sugiere Lao.

—Y es posible que tú rompas los espejos —dice ella—. Hasta después de charlar con tus amigos soy más guapa que tú, monstruo de mierda.

Lao se encoge de hombros.

—Entiendo que Barbosa consiguiera engañarla a usted —dice Lao—. Es uno de nuestros mejores operativos. Entrenado en Alemania. Pero lo que no entiendo es que usted consiguiera engañarlo a él.

—Vete a tomar por el culo. —Sara Arta escupe otro grumo sanguinolento—. No tienes cojones para matarme. —Hace una pausa y aunque sus rasgos ya no pueden expresar nada, de alguna manera consigue componer algo parecido a una mueca ensangrentada de asco—. Salta a la vista que
no tienes
cojones, puto adefesio. Ninguno tenéis cojones de matarme.

Lao llama con los nudillos a la puerta de acero.

—Creo que él se dio cuenta enseguida —dice—. Pero la quiso proteger. No nos dijo ni una palabra de usted. La omitió en todos los informes. Solamente nos enteramos de que usted existía porque alguien los vio en un bar.

Sara Arta se queda mirando a Lao con los ojos inflados. Se lleva una mano moteada de quemaduras de cigarrillos a la cara y se seca la boca con el dorso. El parecido morfológico de la mancha de la pared con un lobo rampante es un dato no significativo. Un ruido sistémico. La mancha no es un lobo y no está saltando encima de ninguna persona. La puerta de acero se abre. Entra una pareja de agentes de paisano, los dos en mangas de camisa, los dos con cigarrillos en los labios. Uno de ellos trae el extremo de la manguera. La prisionera les hace un gesto con los dedos para pedirles un cigarrillo.

—Él la protegió, señorita Arta —dice Lao, en la puerta—. Por eso no la pude encontrar. No me imaginé que él la protegería.

El ruido de otro escupitajo de sangre es el último que oye Lao antes de salir de la celda del centro de detención.

22. Luz blanca

No hay más que luz blanca cuando Teo Barbosa abre los ojos. Un estallido blanco. El amanecer pirenaico que lo invade todo. Un mundo blanco. Y en medio de ese mundo, una silueta negra. Barbosa se restriega los ojos. Se incorpora sobre los codos. La cama vacía. El costado de la cama donde duerme la Madre Nieve está vacío. Se restriega la cara y vuelve a mirar a la silueta negra que está plantada delante de la cama. Es el camarada Piel de Oso, mirándolo con su cara de muchacho granuja y apuntándolo con una de las pistolas M30 del comando. Barbosa se pone la mano sobre los ojos a modo de visera.

—Ya puedes bajar la pistola, camarada —dice—. Si no la has usado ya, es que no la vas a usar.

Piel de Oso hace una mueca de burla.

—Ven conmigo, camarada —dice—. Hay alguien fuera que quiere verte.

Barbosa se incorpora hasta sentarse, tomándose su tiempo. Estira el brazo para coger los pantalones, pero el otro chista con la lengua.

—Deja eso, camarada —dice—. Nada de ropa. Te va a sentar bien un poco de aire fresco, ya lo verás.

No hay nadie en la cocina cuando Barbosa la cruza seguido por el camarada Piel de Oso. Y no es solamente que no se crucen con nadie. La casa entera parece haberse vaciado de la noche a la mañana. Los utensilios de la cocina han desaparecido de la encimera. Los libros que había en la mesa de piedra ya no están. No hay abrigos en el perchero. Barbosa se detiene junto a la puerta y se gira para mirar a su acompañante con expresión interrogativa.

—Fuera, camarada. —Piel de Oso señala la puerta con la pistola—. Ya me has oído.

—¿No tienes más forma de divertirte que ésta? —dice Barbosa—. ¿Sacarme desnudo para que me congele? ¿Qué pasa, que te has quedado triste desde que a la camarada Madre Nieve me la follo yo?

Piel de Oso suelta un soplido de impaciencia.

—Sal de una puta vez, camarada —dice—. O vas a conseguir que te pegue un tiro y me las acabe cargando yo.

El estallido de luz al abrir la puerta obliga a Barbosa a cerrar los ojos. Da un par de pasos vacilantes, haciendo visera con la mano. El frío le muerde los brazos y las piernas. Al cabo de un segundo empieza a morderle el resto del cuerpo. A metérsele por debajo de la camiseta y los calzoncillos largos. Piel de Oso señala al norte con su pistola.

—Al campo de tiro, camarada —dice.

Barbosa echa a andar por la nieve, dejando huellas de pies descalzos que al cabo de un momento el camarada Piel de Oso pisa con sus botas. El resplandor parece emanar de la misma nieve. El estallido blanco del que no es posible esconderse. Cuando por fin se adentran entre los árboles, al cabo de diez minutos, la sensación de quemazón en los pies de Barbosa ya es insoportable. La nieve entre los árboles llega al metro de altura. Barbosa se sienta en una roca con los dientes rechinando y se masajea los pies y los tobillos.

El camarada Cuervo los está esperando en el campo de tiro. Con las manos en los bolsillos de un abrigo largo. Con su sombrero de ala ancha. Caminando de un lado para otro entre las dianas medio enterradas en la nieve. Fumando en silencio. Cuando aparecen los dos hombres, tira la colilla.

—Buenos días, camarada Juan —dice, sin mirar a Barbosa.

Barbosa tiembla violentamente, apoyado en la roca.

—Esta farsa ya me la montasteis una vez —dice—. No soy idiota, joder. No me vais a matar.

—No sé si lo sabes, camarada Juan —continúa el camarada Cuervo—, pero hubo mucha gente que pensó que tú no tenías sitio aquí. Hasta hubo alguno que pensó que había que liquidarte sin más.

—La verdad, no me extraña —dice Piel de Oso.

—En realidad fue un capricho mío que tú te acabaras uniendo a nuestra organización —sigue diciendo el camarada Cuervo—. Todo el mundo sospechaba que estabas informando para el SECED. La mayoría lo seguimos sospechando, de hecho. Pero eso ya no importa. Los informes que me llegaban de ti me tenían fascinado. Brillabas con luz propia. Brillabas
como un sol,
camarada. Mucha gente piensa que la gente como tú no tiene sitio en una lucha armada como la nuestra. Que lo que necesitamos son soldados sin brillo. Abnegados, leales, con espíritu de sacrificio, ni demasiado idiotas ni demasiado inteligentes. —Se da unos golpecitos en la sien—. De hecho, se puede decir que la inteligencia está muy denostada en nuestra línea de trabajo. Mira la Revolución de Octubre, por ejemplo. Lo primero que hicieron fue cargarse a todos los inteligentes.

—Empiezo a pensar que no soy tan inteligente si estoy aquí —dice Barbosa.

—Yo creo que la gente se equivoca —continúa el camarada Cuervo—. Necesitamos a gente abnegada, pero también necesitamos a gente como tú. Los abnegados no ven el naufragio hasta que el barco se está hundiendo. Y tampoco ven las oportunidades hasta que las tienen encima.

—Dame tu abrigo, camarada —dice Barbosa—. O te juro que no salgo de ésta.

—Sara Arta, camarada Juan. ¿Te acuerdas de ella?

—¿Qué pasa con ella? —dice Barbosa.

—La detuvieron hace cuatro días cuando estaba saliendo de su casa.

—Ella no sabe nada.

—¿Nada de
qué,
camarada? —dice Piel de Oso, con la M30 en la mano.

—La torturaron durante doce horas —dice el camarada Cuervo—, que es algo que me hace pensar que les debió de contar algo interesante. Algo que les interesó lo bastante como para que dejaran de torturarla.

—Dame el abrigo, camarada —dice Barbosa, presa de convulsiones.

—A los nuestros no los torturan como al resto, camarada Juan —dice el camarada Cuervo—. Con los nuestros se esmeran
de verdad.
Sara Arta llegó a la enfermería de la Modelo en estado crítico y desde allí la trasladaron al Clínico. —Se saca unas páginas del bolsillo del abrigo y se las enseña a Barbosa—. Hemos conseguido una copia del informe médico de la enfermería de la cárcel. —Se pone a leer—. «Mordeduras de perros en los miembros, vientre, pechos y zona genital.» «Lesiones por actividad sexual forzada durante un lapso prolongado y con múltiples parejas sexuales. Lesiones por penetración sexual con objetos. Desgarro total del perineo. Laceraciones en recto e intestino. Laceraciones en vagina y cuello uterino. Pérdida de tejido vaginal.» —Levanta la vista del papel—. ¿Sigo, camarada?

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