El jardín colgante (6 page)

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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
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En primavera del 76, el grupo de seguimiento consigue grabar dos conversaciones, que son las transcripciones que se incluyen en el expediente. Los lugares donde se graban las conversaciones son Colonia y Formentera. Col-era. Operación Cólera. Arístides Lao se permitiría una ligera sonrisa si fuera de la clase de personas que se permiten sonreír.

Los gritos de la señora Lao se vuelven frenéticos. La cocina se llena de humo mientras el aceite y el huevo frito, convertidos en un único limo negro y burbujeante, se empiezan a fundir con el revestimiento de la sartén. El humo también se ha vuelto negro.

Hacia junio de 1976 ya está claro que el PCA está preparando una serie de acciones terroristas a través de un brazo armado cuyo nombre en clave es Tropa de Oposición Directa (TOD). La policía inicia una operación permanente. El SECED activa la Operación Cólera en todo el territorio nacional. Se infiltra a los tres operativos de Colonia en el entorno del PCA. De acuerdo con las últimas páginas del dossier, Barbosa y Albaiturralde siguen infiltrados, pero Dorcas tiene una marca negra y un signo de interrogación en su expediente de información. Es decir, ha dejado de informar o bien sus últimos informes ya no se consideran de fiar.

Los gritos de la señora Lao han alertado a los vecinos, que ahora están llamando al timbre. Arístides Lao sigue de pie junto a la mesilla del recibidor, pasando páginas del expediente. Desde el sofá donde está encajonada, su madre grita y pide ayuda a Dios y a los bomberos y asegura que su hijo se ha vuelto loco y que la quiere matar. La cocina ya está completamente llena de humo negro para cuando la sartén empieza a fundirse.

Las dos transcripciones son muy fragmentarias, pero en ellas hay indicios para pensar que la operación armada que prepara el PCA podría ser al menos de la misma magnitud que las del GRAPO o la ETA.

El humo llega al recibidor. El crepitar de lo que está sucediendo en los fogones, junto con el rumor de la programación infantil de la tele y los gritos histéricos de su madre, no penetran en el cráneo de Lao más que como un ruido blanco de electrodoméstico que no incide en los niveles superiores de la conciencia. Un rumor de tráfico lejano, un tínito en la madrugada.

8. El fantasma en el rincón

El individuo que se ha pasado toda la reunión semanal de la Comisión de Propaganda del SEDA sentado en el rincón de la sala, sin tomar notas y sin intervenir en la discusión, ha conseguido cohibir tanto a los presentes que la reunión toca a su fin sin haber alcanzado ninguna conclusión. Al otro lado de la ventana está lloviendo a mares. La ausencia total de rasgos memorables del individuo del rincón resulta temible: es esa ausencia de rasgos memorables de ciertos políticos y de gente cuya ocupación nunca se comenta en voz alta. La cara ni atractiva ni fea, ni alargada ni redonda, el pelo de un color indistinto bajo la luz fluorescente de la sala del centro parroquial. Camisa blanca sin corbata y unos pantalones grises que también podrían ser azules. El efecto de su presencia en la Comisión de Propaganda es el mismo que se vive en las sesiones de espiritismo después de que un fantasma se materialice en el rincón y el médium apremie a los presentes a que no le presten atención y sigan concentrados y cogiéndose las manos como si no estuviera. Los únicos comisionados que no han dado señales de nerviosismo son Chino Torregrasa, Teo Barbosa y Sara Arta.

—Parece que ya no queda nada más en el orden del día. —El camarada Torregrasa consigue imprimirles a sus palabras cierto tono de reproche. Suspira y cierra la carpeta que tiene sobre el pupitre—. Espero que no os mojéis mucho de camino a casa.

Los comisionados se ponen sus gabardinas e impermeables y recogen sus paraguas del cubo que hay junto a la puerta con una rapidez pasmosa. No se producen esos dos o tres minutos de conversaciones que suelen dilatar el tiempo de salida de todas las reuniones. Nadie mira a nadie. Es obvio que las conversaciones, si las hay, tendrán lugar fuera, en las escaleras o en el vestíbulo del centro parroquial, lejos de la mirada del Fantasma del Rincón.

—Tú no, camarada Barbosa —dice Torregrasa cuando solamente quedan en la sala Sara Arta y Barbosa, los dos poniéndose las chaquetas—. Me gustaría que te quedaras unos minutos, si no es molestia. Quiero presentarte a alguien.

Barbosa se encoge de hombros.

—Tengo un par de reuniones más con otros sindicatos, pero supongo que no pasa nada si llego un poco tarde —dice.

—Esa es la clase de bromas por la que te apreciamos, camarada —dice Torregrasa en tono frío.

Sara Arta termina de ponerse su chaqueta de cuero y se despide de los presentes con la mano. Antes de salir del cuarto, echa una breve mirada atrás para establecer contacto visual con Barbosa.

El tamborileo de la lluvia sobre los cristales arrecia cuando parecía que ya no podía arreciar. Es la primera noche de lluvia torrencial de lo que la televisión ha anunciado que van a ser varias semanas de lluvias y tiempo espantoso. Teo Barbosa no ha traído paraguas a la reunión, de manera que tiene el pelo mojado y va descalzo después de haberse quitado los zapatos y los calcetines empapados para ponerlos a secar encima de un radiador de la calefacción. El Centro Parroquial del Carmen es de esos lugares que rebozan el suelo y las escaleras de aserrín cada vez que llueve.

Barbosa se vuelve a encajar como puede en el pupitre infantil y se cruza de brazos.

—O sea que ha llegado mi hora —dice—. ¿Este es el verdugo?

—Teo —dice Torregrasa—, quiero presentarte a un buen amigo y colaborador mío. Trabaja sobre todo en Organización, pero también ayuda a otras comisiones y hoy ha tenido la amabilidad de venir aquí para tratar de tu problema…

—¿Mi problema? —Barbosa sonríe.

—Tu situación en el sindicato, si prefieres. Se llama Blanco…

Barbosa suelta una risita.

—No lo dudo.

Torregrasa se frota la cara rechoncha con una mano exasperada.

—¿Por qué tienes que ponerme esto
todavía
más difícil?

Barbosa hace una mueca de incredulidad.

—¿Quieres que te lo ponga más fácil? —dice—. ¿Qué hago, me vendo los ojos?

—Camarada, esto no es lo que piensas. —El hombre sin rasgos rompe su silencio por fin. Su tono es conciliador.

—Pienso demasiado, está claro. —Mira a Torregrasa—. ¿«Organización», camarada?
Por favor.
¿Cómo puedes venirme con eso? Piénsalo bien. Las comisiones mixtas, los cursos de verano, las concentraciones… ¿Cuándo he visto yo a
este
sujeto con los camaradas de Organización? ¿Cuándo lo ha visto nadie? —Señala al hombre desconocido con una mano abierta—. Míralo: si tiene una pinta de comisario político que tira para atrás.

El hombre llamado Blanco no pierde la compostura.

—¿Por qué no empezamos otra vez? —dice—. Parece que tú y el camarada Torregrasa tenéis una relación viciada. Hablemos. Conmigo no tienes ningún problema, te lo aseguro.

—¿Por qué no me echáis sin más? —Barbosa niega con la cabeza.

—Escucha, camarada. —Blanco mira muy fijamente a Barbosa cuando habla, con voz grave—. ¿Crees que eres el único que ha perdido la fe en la militancia en los tiempos que corren? Con todo lo que ha pasado en el último año, lo extraño que es que sigamos adelante. Camarada, nos han
vendido.
—Levanta un poco la voz—. Han vendido el
país.
Esto se va al carajo, no hay duda.

—Caray, Chino, me has traído a uno de los míos. —Barbosa entrelaza las manos sobre la barriga para repanchingarse de nuevo; levanta los pies descalzos y los apoya en el pupitre vacío de delante—. Esto sí que no me lo esperaba.

—Ya no sabemos quién es el enemigo —continúa Blanco—. Carrillo, los socialistas… ¿Qué podemos decirles a nuestras familias, a nuestros camaradas? Cuando sentimos que nos han robado hasta el suelo que pisamos. Lo que quiero decir —hace un gesto con la mano para darse énfasis— es que
todos
estamos preocupados. El mundo está cambiando muy deprisa. Pero eso es precisamente lo que ellos están esperando: que capitulemos. Que nos sintamos solos. Cuando la verdad es que
no estamos
solos. Tenemos partidos que reflejan nuestro modo de pensar, tenemos muchas organizaciones hermanas. Y tenemos amigos en el extranjero. ¿Cuánto tiempo aguantarán Carrillo o los socialistas ahí arriba, durmiendo con el fascismo? Todo se desplomará, camarada. No podrán engañar eternamente al pueblo.

—No sé qué decirle, padre. —Barbosa pone una cara solemne—. Me ha conmovido.

—¿Padre?

—Lo siento. —Barbosa regresa a su cara de inocencia—. Me ha confundido. Habla exactamente igual que un sacerdote.

Blanco y Torregrasa intercambian una mirada. Las plantas de los pies de Barbosa están todas rebozadas del aserrín que echan en el suelo del centro parroquial. En los momentos de silencio del aula es cuando la tormenta revela toda su magnitud. El retumbar del agua que golpea la ventana. Los truenos que hacen parpadear el tubo fluorescente del techo. Blanco carraspea y se vuelve a dirigir a Barbosa.

—Escucha —dice—. Somos gente abierta al diálogo. Y aunque hayas tenido problemas con nosotros, estamos dispuestos a olvidarlo todo. Créeme, camarada: el sindicato necesita a hombres como tú. Hombres brillantes, rabiosos, hombres que lo cuestionan todo. Muchos de nuestros afiliados te admiran. Eres popular, particularmente entre los estudiantes de letras, me han dicho. Propaganda no es la única tarea que podemos asignarte. De hecho, entendemos que Propaganda pueda ser una labor complicada para alguien como tú. Uno puede tener la sensación de estar predicando en el desierto…

—¿La
sensación?
—lo interrumpe Barbosa.

El individuo levanta una mano para atajar la interrupción.

—Déjame terminar. Uno se siente solo ahí fuera, colgando carteles o repartiendo octavillas. Pero hay muchos otros sitios para tu intelecto en nuestro sindicato. Organización, por ejemplo…

—¿Organización? —Por primera vez la perplejidad de Barbosa no parece fingida—. ¿Me queréis poner a
mandar
en el sindicato? ¿A mí?

Blanco y Torregrasa se limitan a mirar cómo Barbosa se ríe en su pupitre.

9. La doncella del señor

Arístides Lao avanza bajo la lluvia torrencial, eludiendo las partes encharcadas de la calle Baños Viejos, que en este tramo parece tener más socavones inundados que calle en sí. La lluvia rebota en el suelo con tanta fuerza que genera una especie de lluvia doble ascendente y descendente que vuelve completamente fútil el hecho de llevar paraguas. Las calles están vacías y las pocas personas con que Lao se cruza van corriendo y llevan las cabezas cubiertas con las chaquetas. Todavía no se ha hecho oscuro, pero ya es oscuro.

El Seat 127 blanco de Melitón Muria es uno de los dos únicos coches que hay aparcados en un solar ruinoso entre Baños Nuevos y la calle del Riego, a un par de calles del objetivo de la misión de esta tarde. Lao avanza sorteando los charcos y eludiendo las pequeñas cascadas que caen de los balcones en dirección al 127, que, por culpa de la visibilidad casi nula, no deja de ser una mancha blanca borrosa hasta que Lao lo tiene lo bastante cerca como para tocarlo. En la luna trasera empañada hay un adhesivo con el escudo del R.C.D. Español, otro con la bandera de España y un tercero con el dibujo de un aragonés con traje tradicional de chaleco negro, faja roja, pañuelo para la cabeza y tambor que está diciendo: «AL VOLANTE VA UN ESPAÑOL.» Lao da la vuelta al coche por el lado del pasajero y se asoma a la ventanilla. Golpea el cristal con los nudillos y escruta el interior con los ojos guiñados. Es imposible ver nada de lo que hay dentro del coche por culpa de la nube impenetrable de humo de cigarrillos que lo llena por completo. Por fin la portezuela se abre, dejando escapar una vaharada enorme de humo. Arístides Lao cierra el paraguas, ocupa el asiento del pasajero y cierra la portezuela tras de sí.

—¿Lo ha traído usted todo? —pregunta.

En el asiento del conductor, con un cigarrillo Rex colgando de los labios, Muria abre la guantera para dejarle ver a Lao su pistola reglamentaria, dentro de su funda de cuero marrón. Lleva otro de sus trajes de corte ajustado, con corbata estrecha y botines de cuero. Se saca el Rex de los labios y lo usa para señalar a Lao.

—¿Sabe usted el lío en el que me puedo meter por esto? —Hace una mueca desagrable—. Llevar un arma a una operación de campo sin registrarla ni hacer el papeleo… Si me echan el guante, pienso echarle toda la culpa a usted.

—¿Y las ganzúas?

—Ah, las ganzúas. Se me olvidaban. Otra irregularidad. No está mal la cosa para llevar usted cuatro días en el cargo. Imagino que esta operación no está autorizada. ¿Alguien sabe que estamos aquí?

—Técnicamente, no estamos aquí.

Muria deja escapar un suspiro teatral y apoya la cabeza en el reposacabezas de su asiento.

—¿Quién es el tipo al que vamos a ver?

Lao saca el expediente de D.M. Dorcas de su maletín y se lo pasa a su subordinado. Muria se fija en la marca negra de la portada.

—Un expediente muerto —dice. Lo abre y lee la primera página—. Menudo facineroso. Un tiro no, pero una buena paliza yo se la daba. ¿Por qué estamos yendo a por él? Este tío dejó de informar para nosotros hace un año.

—El señor Dorcas fue uno de los tres infiltrados en una operación de gran calibre que me ha sido puesta como prioridad.

—¿Entonces por qué no estamos siguiendo el reglamento? —Muria expulsa una nueva bocanada de humo que crea remolinos en el seno de la nube ya existente—. Esto me da mala espina.

—Estoy siguiendo las directrices generales del delegado regional. Aunque me esté apartando del reglamento. El señor Dorcas abandonó su cooperación con nosotros de una manera que me parece sospechosa. Quiero averiguar más.

Muria vuelve a mirar el expediente.

—Yo no le veo nada sospechoso. —Da una calada a su Rex—. Muchos informadores externos tienen este perfil. Tipos marginales, indeseables. No le hacemos ascos a nadie. Los subversivos confían en la gente que es como ellos. —Echa otro vistazo al dossier—. Este asqueroso se metió en las drogas y en la bebida. Por lo que pone aquí, al final no nos servía de nada. Su último informe era una sarta de disparates.

—Puede ser. —Lao mira por la ventanilla—. Pero fíjese en las fechas. Algo no cuadra. El señor Dorcas siempre tuvo una vida irregular. Pero estuvo afiliado al SEDA durante muchos meses y nos pasó buenos informes. Yo mismo era su enlace en el Servicio: me comunicaba con él por teléfono. Es verdad que le iban mal los estudios, pero seguía asistiendo a clase y a las reuniones del sindicato. Y de pronto mire. —Pasa una página del expediente que el otro tiene en el regazo y le enseña algo—. Todo se termina de golpe. La militancia, los estudios y sus informes para nosotros. Y está ese último informe, completamente ininteligible. Cuando todos los anteriores son normales.

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