—Soy yo, sí. ¿Qué te parece?
—¿Qué estás haciendo? —Él intenta distinguir la fotografía en la penumbra del cuarto.
Sara Arta baja de la cama y camina hasta la pared. Descuelga la foto y se la da a Barbosa, que se la queda mirando con el ceño fruncido.
—¿Qué
demonios
es esto? —dice.
—Me desnudé y dejé que el público me ensuciara tanto como quisiera. Trajimos cubos llenos de porquería. Me tiraron sangre de vaca, vísceras de la carnicería, huevos, alquitrán. Globos llenos de mayonesa.
—¿Globos llenos de
mayonesa?
¿Cómo se llena un globo de mayonesa?
—No es fácil. —Ella sonríe.
Barbosa contempla la fotografía y niega con la cabeza, burlón.
—¿Qué diría Lacan de ti? —pregunta.
—Tendrías que oír lo que digo
yo
de él.
—Supongo que la gente se lo pasó en grande. —Barbosa sonríe—.
Yo
me lo habría pasado fenomenal.
—Mientras duró estuvo bien. —Ella da una calada del cigarrillo rubio—. Acabamos todos detenidos, claro. Obscenidad, alteración del orden y no me acuerdo de qué más. Yo tuve suerte, me soltaron al día siguiente porque no tenía veintiuno y era menor. Pero el dueño de la galería se pasó varios días en el calabozo.
Los dos están acostados, contemplando la foto, cuando alguien llama a la puerta del apartamento del sobreático. Sara Arta se cubre instintivamente con la sábana, sorprendida, pero es la reacción de él lo que más la sobresalta: Barbosa se levanta de un salto de la cama, buscando con la mirada a su alrededor. Ella se lo queda mirando con el ceño fruncido. Por fin se vuelve hacia la puerta.
—¿Quién es? —dice.
—¡Niña, que me lo estás poniendo todo perdido! —dice una voz.
—Es la vecina de abajo —explica Sara—. Le está cayendo agua del techo. Pasa cuando llueve mucho. —Hace una pausa para volver a mirar a Barbosa—. Tengo que bajar a ayudarla. —Y levantando la voz hacia la puerta, dice—. ¡Voy!
Barbosa asiente con la cabeza, vagamente avergonzado, y se agacha para recoger sus calzoncillos del suelo.
Después de una semana de lluvia ininterrumpida, Barcelona empieza a crujir y resquebrajarse, no exactamente como una embarcación desarbolada por un huracán que por fin empieza a hundirse, ni tampoco como el letargo de una bestia cuya hibernación se ve interrumpida antes de tiempo. Las inundaciones han provocado que tengan que venir a la ciudad tropas procedentes de los cuarteles de Zaragoza y Huesca, a bordo de convoys interminables de camiones militares Pegaso 4x4 cuya llegada apenas convoca a un puñado de curiosos, que agitan lúgubremente sus banderas españolas empapadas bajo la tromba de agua. Las calles se han vaciado hasta un punto inverosímil. Casi como si fuera un brote de peste y no un diluvio lo que está azotando la ciudad. Dos niños se ahogaron hace tres días en la antigua playa del Somorrostro, posiblemente arrastrados por la riera del Bogatell. Sus cuerpos diminutos se encontraron inflados y abrazados entre sí un día más tarde, en el rompeolas. Y durante toda esta crisis, Barcelona se agita con movimientos irritables sin terminar de despertarse, presente en forma de millares de calles grises, edificios grises y alcantarillas inundadas, pero al mismo tiempo intensamente ausente, despojada de su conciencia y de su memoria, prisionera en una torre de cuento de hadas azotada por el diluvio. Víctima de un hechizo que flota como polvo de estrellas sobre su cara dormida. Una torre y un hechizo que se llaman España.
El Seat 1500 oficial del capitán Ponce Oms deja atrás la Vía Augusta y toma el último tramo del paseo de la Bonanova, en dirección al mercado de Sarriá y a la efigie cenicienta del Monasterio de Pedralbes. Bajo la lluvia, sin embargo, el monasterio es del mismo color gris mortecino que el resto de la ciudad. La visibilidad para conducir es casi nula. El chófer de Oms avanza muy despacio, con todo el cuerpo inclinado hacia delante por encima del volante y la cara casi pegada al cristal. De los coches que circulan por la calle solamente se ven los resplandores iridiscentes de los faros. Los peatones son espectros que flotan a los lados de la calzada. Por fin el coche se detiene delante de los jardines del monasterio y el chófer sale con su paraguas para abrir la portezuela del capitán y resguardar su salida. El capitán Oms lleva el uniforme de gala, con las condecoraciones en la pechera y las hombreras de gala bordadas en hilo de oro, cinturón de gala y la banda carmesí cruzada de la Victoria. Sus botas arrancan un ruido sordo de los escalones de piedra del monasterio. Dentro, un camarero coge su gabán y lo escolta por la galería abierta del claustro mientras el chófer regresa a su vehículo.
Barcelona ha pasado muchas épocas siendo prisionera de España. Esta vez, sin embargo, no se trata de España encarnada en un general que arroja sus bombas, ni tampoco de una horda de descontentos que queman iglesias. Esta vez la España que mantiene a la ciudad hechizada es un paseante oscuro, con un sombrero negro que le tapa la cara y un abrigo en cuyo interior esconde una colección de cuchillos. A veces se cuela en los dormitorios de los adolescentes y les susurra en el oído mientras duermen y cuando se despiertan ya no tienen alma y sus ojos han perdido la luz de la vida y corren a alistarse en partidos políticos o a unirse a manifestaciones por las calles. Otras veces entra con sigilo en una librería de izquierdas o en la redacción de alguna revista satírica y se quita el sombrero para enseñar una sonrisa llena de colmillos y cuando sale un par de minutos más tarde todos los ocupantes del lugar duermen plácidamente en el suelo en medio de charcos de sangre.
El lugar elegido por la secretaría de Defensa para formalizar la transferencia ministerial de la Delegación Regional del Servicio de Documentación es la Sala Capitular del Monasterio de Pedralbes, aprovechando que todas las dependencias del monasterio están vacías para su reconversión en museo. La mayoría de invitados ya están en la sala, conversando. Bajo los altos ventanales con vidrieras se ha instalado una tarima con cuatro micrófonos. Uno para Oms, otro para el director del Servicio y los otros dos para los representantes de Gobernación y Defensa. Las nuevas siglas que tendrá el Servicio de Documentación Central bajo el ministerio de Defensa serán CESID. Ponce Oms cruza la sala capitular cuadrándose ante oficiales que darían lo que fuera por ver desaparecer el Servicio y estrechando la mano de burócratas que también querrían ver su desaparición pero por las razones opuestas. Tecnócratas maquinadores de miradas rapaces. Buitres planeando por encima de un animal moribundo. Gutiérrez Mellado con su cuerpo de pajarillo y su cara de pajarillo enojado. Martín Villa, todo flequillo y cejas pobladas y ojos achinados detrás de sus gruesas gafas. Los hombres de Suárez. Pinchando teléfonos para averiguar cómo pinchar otros teléfonos. Directores técnicos y enlaces ministeriales, todos vigilando y espiando e informando para todos, y en medio de todos ellos, abriéndose paso ya para saludar afectuosamente a Oms, Alberto Cassinari. El director del Servicio.
—Ponce. —Cassinari saluda al delegado regional y después le da un breve abrazo extra-reglamentario—. ¿Dónde está el sol del Mediterráneo?
—Tengo a un par de hombres siguiéndole el rastro, mi capitán —dice Oms—. Le hemos pinchado el teléfono y no tardaremos en encontrarlo.
Cassinari sonríe. No es apuesto de la misma manera que Oms, al estilo de los galanes del cine de hace varias décadas. Es apuesto de una forma esencialmente paternal, con la frente despejada y unos ojos que infunden el deseo de dejar en sus manos todo lo que uno está haciendo. A Oms le resulta paradójico que esa confianza la infunda el hombre que organiza todo el espionaje interno del país.
—¿Estás listo para hacerles pasar un mal rato? —dice Cassinari.
—¿Un mal rato, mi capitán?
—Oh, venga. No les vamos a regalar nuestro juguete sin hacerles pasar un poco de vergüenza, ¿verdad?
Un camarero se les acerca con una bandeja llena de copas.
—¿Los señores desean una copa de espumoso?
Oms se mira el reloj de pulsera.
—¿No tenemos que hablar ya?
—Faltan unos minutos.
—Entonces póngame un café —le dice Oms al camarero.
—Excelente idea. —Cassinari asiente—. Que sean dos.
Mientras el camarero se aleja, el capitán Cassinari le pasa el brazo por los hombros y se lo lleva aparte, saludando con la mano o bien con la cabeza a los invitados con los que se va cruzando.
—Acompáñame un momento —le dice, conduciéndolo hacia la salida—. Quiero comentarte una cosa antes de que empiece el acto.
Ya en el claustro, donde no los puede oír nadie, Cassinari se detiene. Se apoya en el parteluz de uno de los arcos y se pone a examinar los sillares y la parte exterior del arco.
—Si hubiera micrófonos, ¿no serían nuestros? —le pregunta Oms.
—Casi les tengo más miedo a los nuestros que a los de los demás —dice el director, sin dejar de escrutar las piedras que lo rodean.
—Ya sé de qué me quiere hablar, capitán.
—¿Ah, sí? —Cassinari se lo queda mirando con una media sonrisa—. Entonces, ¿por qué no me ahorras la pregunta?
Oms suspira. Se queda mirando un momento la lluvia antes de contestar.
—Sé que parece una locura —dice por fin—, pero estoy bastante convencido de lo que estoy haciendo. El agente Sirio puede desbloquear la situación.
—¿Pero ese hombre no es un enfermo mental? —dice el capitán.
Los dos se giran al mismo tiempo cuando oyen los pasos del camarero que les está trayendo los cafés.
—Gracias. —Cassinari coge el platillo de su taza y espera a que Oms haga lo mismo y a que el camarero se marche.
—Es posible que tenga problemas mentales —contesta el delegado regional en cuanto vuelven a estar los dos solos—. Está claro que es un incapaz para las relaciones sociales, y tiene conductas extrañas. Pero también tiene la mente analítica más formidable que me he encontrado. Se estaba echando a perder en los archivos.
Cassinari da un sorbo de su café.
—No le pido que crea en lo que estoy haciendo, mi capitán —continúa Oms—. Solamente que me conceda el beneficio de la duda. Estoy convencido de que pronto tendré resultados.
—Me he enterado de que a Barbosa lo han expulsado del SEDA.
Oms traga saliva.
—Es cierto —admite—. He hablado con el agente Sirio. Me ha asegurado que la situación es acorde con sus planes. Que no hay nada de que preocuparse.
—¿Ah, no?
—Escuche, capitán —dice Oms—. La nueva unidad no nos supone ningún gasto. Tampoco nos obliga a cambiar las demás líneas de acción. Y de todas maneras, tampoco estábamos llegando a ninguna parte. La Operación Cólera se murió en cuanto perdimos las escuchas.
Cassinari se termina el café. Deja la taza y el platillo sobre la repisa del arco. Se limpia los labios con un pañuelo que se ha sacado del bolsillo y por fin sonríe.
—Qué tiempo tan espantoso —dice, mirando la lluvia—. Me pregunto cuándo parará. —Se encoge de hombros—. Por lo menos ya no se le llena a uno toda la ropa de ceniza.
—No hay mal que por bien no venga —dice Oms.
Alguien sale al claustro para hacerles una señal desde la puerta y los dos oficiales regresan a la sala capitular para dar sus discursos respectivos. A su alrededor, extendiéndose con su piel de hormigón hasta el mar y los ríos escuálidos que la flanquean, Barcelona sigue aletargada, impávida, dejando que la lluvia azote su rostro. Regueros de leche de amapola sobre sus labios. Una princesa hechizada para dormir cien años, con su cama bamboleándose sobre la marejada furiosa, mientras su ocupante sigue durmiendo.
Mientras regresa haciendo eses por la calle Carretas, después de una noche más en el bar Texas, Teo Barbosa no recela de la ausencia de travestidos y putas en los portales de la calle. Llueve sin aplomo, de una forma que casi parece bonanza después del ataque feroz de los últimos días. Como si la lluvia estuviera aprovechando las últimas horas de la madrugada para replegar filas y rearmarse de cara a una nueva ofensiva matinal. Muchos locales de esta zona se han inundado y llevan días con las persianas cerradas. Las putas se han mudado temporalmente a las aceras menos pantanosas del Paralelo y la Ronda. Y probablemente por culpa de la borrachera, Barbosa tampoco recela del ruido del motor que se adentra en la calle por detrás de él, despacio: el motor de un coche pequeño y perdido en la madrugada. Sin levantar la vista del suelo, Barbosa se limita a hacerse a un lado para dejar pasar al coche. El Renault 5 de color azul alcanza a Barbosa en mitad de la calle y en vez de adelantarlo aminora la marcha y uno de sus ocupantes baja la ventanilla.
—Disculpe —le dice el hombre del coche.
La mente embotada de Barbosa tarda una fracción de segundo en reaccionar. Sin mirar al hombre del coche, echa a correr con todas sus fuerzas por la acera minúscula y enfangada. El conductor pisa el acelerador. La única esperanza de Barbosa pasa por salvar los cien metros que lo separan de la plaza del Padrón. El coche se sube a la acera y su carrocería raspa la pared del edificio, provocando una cascada de chispas. Barbosa ha conseguido sacar unos metros de ventaja al coche cuando su pie derecho resbala aparatosamente en el fango y el izquierdo se le cae del bordillo, aterrizando de lado y doblándose en un ángulo de noventa grados en medio de una descarga eléctrica de tendones partidos. Barbosa rueda por el suelo. El coche vuelve a bajar de la acera y alcanza con el guardabarros a Barbosa cuando éste está intentando levantarse, mandándolo a cuatro metros de distancia. Por fin se detiene con un rechinar de frenos.
Retorciéndose en el suelo, Teo Barbosa intenta gritar para llamar la atención de los vecinos, pero no tiene aire en los pulmones. Con los ojos entrecerrados, ve a dos individuos con pasamontañas que se acercan y se agachan para recogerlo. Un par de manos lo cogen de las axilas y el otro par, en medio de una tormenta de dolor, le agarra los tobillos. Hay un tercer hombre al volante del Renault. Los enmascarados lo tiran dentro del maletero del coche y tratan de cerrar la tapa.
—No cabe, el hijo de puta —dice uno de ellos, con un soplido de burla.
Los hombres se dedican a doblarle los brazos y las piernas hasta poder cerrar la tapa del maletero de un golpe. Oscuridad. Barbosa lucha por respirar. El coche lo ha alcanzado en plena zona lumbar, y ahora el dolor le sube de la rabadilla en forma de oleadas que le inundan los pulmones. Con una sacudida, el coche se pone en marcha.