El jardín colgante (34 page)

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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
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50. El jardín colgante

Aquí solamente hablaremos de España. Todo lo demás no nos incumbe. A efectos prácticos, no existe nada que no sea España. Les recomiendo un ejercicio. Cierren los ojos. Piensen en todas las cosas de las que han oído hablar que no son España. Ahora abran los ojos. Todo lo que han pensado era un sueño y ahora se están despertando a la realidad de España. No busquen nada más. Imaginen que están en una isla desierta. Los demás lugares son sueños. Aunque llegados a este punto conviene aclarar que España no es ninguna isla desierta. España es una isla desierta
para alguien que ha nacido en esa isla desierta.
Y perdonen la aporía. España es una lamprea. Es un trilobito. Es un comedor de mierda del fondo marino que lleva millones de años existiendo, siempre igual, comiendo la mierda que cae de los peces, sin ver nunca nada y sin que nadie lo haya visto nunca. Sin que nadie sepa que existe. España es el mundo para una lamprea. Es el mundo para un bicho que no tiene ni ojos ni oídos: inexistente, sin coordenadas, sin estímulos, y por eso mismo absolutamente perfecto y total. La imagen de la totalidad más perfecta que puede existir.

La totalidad… más perfecta… que puede existir…

Las palabras se alejan de la mente de Teo Barbosa. Cayendo por un abismo. Lo que queda atrás son retales. Volutas de sangre bajo el agua turbia. «La totalidad… más perfecta… que puede existir…» Su espacio lo ocupa un borboteo subacuático. El latido de un músculo cardíaco primordial.

—¿Barbosa? —dice una voz—. ¿Teo Barbosa?

Aquí solamente hablaremos de España. Y siguiendo la estela de la voz que se aleja, España también empieza a caer vertiginosamente por el abismo. Y el pozo por el que cae debe de ser muy hondo, o bien el descenso es muy lento, porque da tiempo a mirar alrededor. Y hay gente mirando la caída. Un hombre con una máscara de perro pintada y un arpón en la mano. Una mujer con un ojo ciego que lleva en brazos a un feto ensangrentado. «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen gatos los murciélagos?» El trompazo con el que termina la caída no duele nada.

Barbosa intenta abrir los ojos, pero parece que los tiene cerrados con pegamento. El latido del corazón subacuático continúa a su alrededor, acelerado, como las pulsaciones de un animal asustado. Esto deben de ser las
Antipáticas.

—Es probable que le cueste acordarse —dice la voz—. Por supuesto, su nombre verdadero no es Teo Barbosa. Tenga. Límpiese los ojos.

Barbosa nota que le ponen algo en la mano: un trapo o un pañuelo. Se lo lleva a la cara y se la restriega. Y a medida que restriega, van surgiendo formas en su campo visual. Las figuras gelatinosas de un calidoscopio. Un destello blanco intermitente.

—Es sangre, sí —dice el hombre que tiene delante—. Pero los sanitarios dicen que no es de usted.

Barbosa prueba a girar la cabeza. Está en una de las cuevas del risco. Todavía en bañador. Traga saliva.

—¿Y los demás? —pregunta.

—No queda nadie.

—¿La mujer embarazada?

El hombre parece deducir algo de su tono de voz, porque tarda un momento en contestar. Barbosa empieza a distinguir sus rasgos: es bajito y tiene una cabeza diminuta. Parece ser al mismo tiempo pelirrojo y calvo, y lleva unas gafas absurdamente gruesas que le distorsionan los ojos, agrandándoselos o bien reduciéndoselos, según el ángulo con que uno mire.

—Lo siento —dice por fin Arístides Lao sin un asomo de consternación genuina—. No queda nadie. Hemos recogido pedazos de cuerpos por todo el islote. Hemos llenado más de cien bolsas, y el forense dice que en total no debe de haber más de quince cadáveres.

Por un momento todo se aleja de nuevo. La voz, el latido rítmico, la cueva. Todo cae por el pozo. Luego, con una sensación de vértigo, las cosas vuelven a su sitio. Dos datos sensoriales distintos colisionan y Barbosa se da cuenta de que el latido subacuático y el destello que ilumina el cobertizo son el ruido de las aspas de un helicóptero y la luz de su reflector cuando entra en la cueva.

—Ha sido Dorcas, ¿verdad? —pregunta Lao—. También hemos encontrado su cadáver, pero da la impresión de que podría haberlos matado él.

Barbosa se lo queda mirando un momento largo. Con el pañuelo goteando sangre en la mano. Con la barba apelmazada por la sangre.

—Usted es Sirio —dice por fin—. Me acuerdo de su voz. Hablamos por teléfono.

Lao se encoge de hombros.

—Tengo muchos nombres —dice—. Igual que usted.

—Usted trajo a Dorcas —dice Barbosa—. Fue usted quien lo puso aquí.

Lao no dice nada.

—¿Cómo lo convenció? —sigue Barbosa— ¿Lo amenazó con un diluvio? ¿Con una lluvia de meteoritos?

El reflector del helicóptero vuelve a penetrar por la boca de la cueva. Ahora Barbosa ve más figuras que caminan en el exterior. Hombres con uniformes del ejército. Algunos llevan bolsas en las manos.

—Nos ha costado encontrarlo a usted —dice Lao—. Hemos ido reuniendo partes de cuerpos y al final, bueno… Nos faltaba usted. Hasta hemos encontrado a los tres submarinistas, enterrados cerca de la casa. —Mira a su alrededor—. ¿Cómo ha llegado usted a esta cueva? ¿Se estaba escondiendo? Parece lo más probable. Aunque eso no explica por qué está todo lleno de sangre.

Unidos por un mismo pensamiento, los dos bajan la vista hacia el suelo de roca. Hay un rastro, sí, pisoteado pero todavía visible. Las huellas de sangre entran, salen y dan vueltas por la cueva.

—¿Y qué pasa conmigo? —dice por fin Barbosa—. ¿Me van a hacer desaparecer, ahora que me han encontrado?

Lao piensa un momento.

—Eso sería imposible —dice—. Usted nunca ha existido. —Hace un gesto a su alrededor—. Todo esto no ha pasado nunca, claro. Si sale usted ahí fuera, verá que no queda prácticamente nada. Pronto llegarán las excavadoras.

—Me gustaría verla, antes de que se la lleven —dice Barbosa—. A la mujer embarazada. Por favor. Aunque después me maten a mí también.

El hombre niega con la cabeza diminuta.

—No entiende usted la dinámica de la Nueva España —dice—. Es 1978, señor Barbosa. Lo estamos borrando todo. Los crímenes del pasado. Las guerras del pasado, los nombres, las caras. Nosotros somos las excavadoras. ¿Lo entiende?

—Se lo ruego. Solamente un momento. Nunca les pedí nada.

La cara del hombrecillo no transmite nada que se parezca ni remotamente a la comprensión, pero tampoco a la contrariedad. Como mucho, cierta ligerísima extrañeza ante la incapacidad de Barbosa para entender las cosas. Igual que la extrañeza que sentiría una computadora ante una instrucción ilógica de su programador humano.

—Lo siento, señor Barbosa.

—Agente Sirio…

—Si me disculpa, tengo que irme.

—¿Cómo me llamo? —dice Barbosa.

Lao se detiene en la boca de la cueva y mira a Barbosa.

—¿Realmente no lo sabe?

Barbosa traga saliva.

—Me acuerdo de mi madre —dice—. Y me acuerdo del sitio donde nací. Yo era muy pequeño cuando me trajeron a España. —Suelta una risilla—. Creo que me pasé semanas encerrado, llorando. Lo odié todo. Odié mi vida. Quise ser otra persona.

Lao lo piensa.

—Supongo que España puede tener ese efecto —dice.

—Siempre quise ser otra persona. Pero ahora que todo se acaba, quiero ser yo.


Nadie
sabe quién es usted, señor Barbosa —dice Lao—. Imagino que debió de empezar siendo alguien, como todo el mundo, pero en algún momento dejó de serlo. Es el problema de pasarte la vida con la máscara puesta: que luego te la quitas y ya no hay nada debajo.

Barbosa solamente cierra los ojos un segundo, abrumado por el cansancio, pero cuando los abre Lao ya no está. Se pone de pie trabajosamente, apoyándose con la mano en la pared. Sale dando tumbos de la cueva y se asoma al borde del risco. Lao no le ha mentido. Un centenar de metros más abajo, en la orilla de la laguna, un verdadero ejército de operarios y soldados está desmantelando Can Arañas. Llevándose los muebles y las ventanas. Al este, más allá de los pinares, las excavadoras ya han borrado del mapa la Casa del Viento. El cobertizo de las embarcaciones. Amarrada frente a la playa hay una fragata de la armada.

Y todavía más allá, sobre el Estrecho de los Ahorcados, una mancha roja precede a la salida del sol.

— FIN —

Premio Biblioteca Breve 2012

Jurado que consideró a esta novela merecedora del
Premio Biblioteca Breve 2012:


José Manuel Caballero Bonald


Alicia Giménez-Bartlett


Pere Gimferrer


Elena Ramírez


Gonzalo Suárez

El autor

Javier Calvo
Nació en Barcelona, en 1973. Es novelista y traductor literario. Entre sus novelas destacan
Mundo maravilloso
(Finalista del Premio Fundación José Manuel Lara 2008) y
Corona de flores
(Premio Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón 2011), y entre su narrativa breve,
Los ríos perdidos de Londres
(2005) y
Suomenlinna
(2010). Su trayectoria literaria le ha consolidado como «uno de los narradores que de forma más rotunda ha añadido una nueva dimensión a nuestra narrativa», J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia. Su obra se ha traducido al inglés, al francés, al alemán y al italiano.

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