El jardín colgante (26 page)

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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
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Lao descuelga el teléfono. A través de la ventanilla, los presentes lo ven asentir un par de veces.

—Entiendo —dice, y cuelga el teléfono.

Lao baja la ventanilla y se dirige a los congregados.

—Debajo del puente —dice.

La ambulancia gira en redondo por la carretera. Los GEOs corren ladera abajo. Los efectivos de la Guardia Civil se colocan en formación defensiva a los lados del puente. Los GEOs chapotean por el agua espumosa y poco profunda en dirección a los pilares del puente. Allí, apoyado en un pilar de la orilla este, iluminado por los focos de los furgones, Muria ve un cuerpo doblado sobre sí mismo.

—¡Ambulancia! ¡Ambulancia! —gritan los primeros GEOs que llegan hasta el cuerpo.

Muria enciende otro Rex y trata de llenarse los pulmones de humo. Cuando la camilla pasa a su lado llevando a Albaiturralde, Muria le ve la cara cubierta de sangre. La escena está iluminada por las luces estroboscópicas de los vehículos policiales. Muria se reúne en la carretera con Lao y con el capitán al mando de la operación militar. Los tres examinan un mapa desplegado sobre el morro de un coche a la luz de las linternas. El capitán señala varios puntos del mapa.

—Los controles están aquí y aquí —dice—. Solamente les queda una vía de escape.

—Hay que empujarlos hacia allí —dice Lao.

Un hombre viene corriendo por la carretera.

—Capitán, la patrulla aérea ya está aquí —dice.

El mando de la operación traza varias líneas sobre el mapa, sobre las colinas situadas directamente al norte de Olesa, mientras dos helicópteros pasan volando con un estruendo ensordecedor por encima de la hilera de vehículos militares, sacudiendo las copas de los árboles y levantando los bordes del mapa y los bajos de las chaquetas y las casacas de todos los presentes. Al cabo de diez minutos suena el radioteléfono del capitán.

—Localizados un hombre y una mujer corriendo por el monte, mi capitán —dice la voz metálica del radioteléfono—. Tenemos contacto visual. Dirección norte-noroeste. Solicitamos instrucciones. Cambio.

El capitán mira a Lao. Lao asiente.

—Rompan el contacto —dice el capitán por el radioteléfono—. Repito: rompan el contacto. Parecen personas pero son dos jabalíes.

38. Diana en el culo / Patty Hearst

No es Teo Barbosa el primero que ve el velero anclado a unos cien metros del norte de la isla y a la persona en bañador que está en su cubierta, contemplando con unos prismáticos la pantomima con armas cargadas en que se ha convertido la práctica de tiro de esta mañana en el risco del Islote de Arañas. No es el primero en verlo porque en ese preciso momento está ocupado dando volteretas por la hierba con la pistola en las manos. Barbosa lleva un trapo rojo atado en torno a la coronilla y la cara pintada con tizones, remedando ese camuflaje facial que se ve en las imágenes de la Guerra de Vietnam. El primero en ver el velero es el camarada Rey Rana, ataviado para la ocasión con gafas de sol, un bigote humorístico pintado sobre el labio y un sombrero de paja precariamente encajonado en su afro enorme. Lo primero que los demás ven es que el Rey Rana baja su pistola, boquiabierto. A continuación se quita las gafas de sol y se queda mirando algo que hay en el mar, detrás de los demás, mientras su cara se pone seria de golpe. Por fin todos los demás se giran.

El velero es una barquita de apenas dieciséis metros de eslora, con la vela mayor y el foque recogidos. En la cubierta de estribor hay un tipo en bañador mirándolos con unos prismáticos. Barbosa mira al tipo de los prismáticos y después mira a sus compañeros de prácticas de tiro, al Rey Rana y a R. T. y a Piel de Oso.

—Hostia puta —dice.

La escena en lo alto del risco permanece congelada durante un momento: los cuatro hombres con sus disfraces humorísticos de guerrilleros, con sus armas en las manos, pistolas Star M30 salvo en el caso del camarada Piel de Oso, que lleva un subfusil Z70. Las dianas antropomórficas colgadas de los árboles. El trasero de Teo Barbosa, que se ha pintado una diana en las nalgas como parte de su disfraz humorístico. Las caras de todos petrificadas en esa expresión inconfundible y universal de los niños sorprendidos en plena travesura. Por un momento parece que ninguno de los hombres del risco quiera hacer nada, como si así pudieran cancelar la realidad de lo que está sucediendo. Tal vez calculando mentalmente el coste de haber contravenido las órdenes del camarada Cuervo y haber trasladado las prácticas de tiro desde la hondonada hasta los pinares altos. Donde uno se encuentra parcialmente expuesto a cualquier embarcación que se acerque al risco por el norte.

Por fin, al cabo de lo que no deben de ser más de cinco segundos, Piel de Oso se acerca con su subfusil al borde del risco y se pone a hacerle señales con el cañón del arma al tipo del velero. El tipo baja los prismáticos y los vuelve a subir. Piel de Oso levanta el Z70 por encima de la cabeza y hace el gesto silencioso de ametrallar el velero. Esta vez el tipo del bañador sí que lo entiende. Va de un salto hasta el costado de la embarcación y se asoma por la borda. Mete el brazo en el agua y se pone a chapotear frenéticamente. Hay alguien debajo del agua. Submarinistas. El velero es una de esas embarcaciones que llevan por la costa a practicantes de pesca submarina.

—Me cago en la puta —repite Barbosa—. Corred, cabrones, corred.

Barbosa no cree haber corrido tanto en su vida. Los cuatro bajan la ladera del risco aprovechando todo el impulso de la pendiente rocosa, golpeándose las caras y los brazos con las ramas de los árboles, tropezando y cayendo los unos sobre los otros y rodando ladera abajo, perdiendo por el camino los sombreros y los demás elementos de sus disfraces. Pronto el Rey Rana se queda atrás. Tres o cuatro minutos más tarde, llegan a la hondonada y se separan sin decir palabra. R. T. tuerce hacia la playa de cantos rodados, en busca de la Paltré. Piel de Oso y Barbosa siguen recto hacia la casa, en cuya terraza el camarada Cuervo y un par más de camaradas los están mirando con caras alarmadas.

—¿Qué pasa? —les pregunta el camarada Cuervo cuando llegan a la terraza, jadeantes.

—Nos han visto —consigue decir Piel de Oso cuando recobra el aliento.


¿Quién
os ha visto? —dice el camarada Cuervo.

—Un velero. Dos personas o más. En la costa norte. A la altura de los pinares. Nos han visto con las armas. Haciendo prácticas de tiro.

—¿Cómo es
posible?
—dice el camarada Cuervo.

Es Barbosa quien responde:

—Nos estábamos muriendo de calor en la hondonada, camarada —explica—. No podíamos respirar. Y los mosquitos…

El camarada Cuervo levanta una mano para hacerlo callar.

—¿Un velero, decís?

—Pequeño, quince metros como mucho —Piel de Oso habla entrecortadamente—. Tiene que estar dando la vuelta. Lo podemos cazar mientras da la vuelta.

El camarada Cuervo frunce el ceño.

—Tiene que volver para el este —dice.

—¿Pero por dónde? —dice Barbosa—. Puede ir por los dos lados.

—La corriente a esta hora va al sudoeste —dice Piel de Oso—. Darán la vuelta por el risco.

Se oye el rugido del motor de la Paltré. El sol ya está en lo alto del cielo. El camarada Cuervo entra en la casa en medio de un tintineo de cuentas y sale al cabo de un momento llevando un rifle largo y provisto de mira telescópica. Se lo da a Piel de Oso. Aunque solamente dura un momento infinitesimal, y la impresión queda subsumida en la tensión del momento, por la cara de Piel de Oso pasa algo que podría ser un destello de placer. Sin decir palabra, coge el arma y echa a correr, seguido de cerca por Teo Barbosa. Los dos trepan por las rocas, bajo el sol abrasador, en dirección a la parte alta del risco meridional. Mirando por encima del hombro, Barbosa puede ver que los habitantes de la casa están todos congregados en la terraza, y que la Paltré ha desaparecido bajo el acantilado.

En lo alto del risco, el camarada Piel de Oso busca un sitio donde apostarse entre las rocas. Por fin encuentra una roca plana que sobresale un poco del borde del acantilado y se tumba en ella para escrutar la superficie del mar. Al sudeste, una sombra minúscula en el horizonte sugiere la costa de Formentera.

—Venga, cabrones, venga —murmura.

Al cabo de un minuto aparece el velero, doblando la esquina del risco. Barbosa suelta un soplido de alivio. Piel de Oso se lleva a la cara la mira telescópica del rifle y escruta la cubierta del velero. Hay tres personas a bordo: el tipo del bañador, que ahora está subido a la botavara, soltando trapo, y dos más: uno al timón y el otro todavía quitándose el traje de submarinista. No parece que se hayan dado cuenta todavía de que los persigue la lancha. Hablan entre ellos y se mueven sin urgencia, convencidos de que el peligro ya ha quedado atrás. Piel de Oso espera un minuto más, observando la cubierta del velero a través de la mira telescópica. Esperando a que el velero esté más cerca, por supuesto, pero Barbosa sabe que también está haciendo otra cosa: eligiendo a su víctima. El timonel es el objetivo más complicado, porque queda parcialmente resguardado por la entrada del camarote. De los otros dos, el del bañador es el que constituye un objetivo más claro, subido a la botavara por el lado más cercano a la isla de la vela mayor. Por fin Piel de Oso apoya el cañón del rifle en el borde un poco elevado de la roca y se coloca para disparar. El velero ya está a punto de pasar justo por debajo de ellos, a menos de cincuenta metros de la pared rocosa del acantilado. Barbosa traga saliva.

El primer disparo yerra su objetivo. Es posible que el viento se haya llevado el estampido del rifle, pero los ocupantes del velero deben de haber oído el silbido de la bala, porque los tres levantan la cabeza al unísono. Piel de Oso amartilla el rifle y se vuelve a colocar para disparar. Sin ninguna prisa. El sol sigue cayendo en vertical, abrasándolo todo.

La segunda bala le revienta la cabeza al tipo del bañador. La vela mayor queda rociada de sangre y materia encefálica. El cuerpo cae sobre la cubierta.

Piel de Oso vuelve a amartillar el rifle. Acerca el ojo a la mira y chasquea con la lengua. Los otros dos objetivos se han puesto a cubierto. En ese momento el viento les trae el ruido de un motor. La Paltré acaba de doblar también el cabo del risco.

El resto del episodio transcurre sorprendentemente deprisa. Piel de Oso alcanza a otro de los ocupantes del velero pero lo deja vivo. La Paltré tarda dos minutos en alcanzar al velero y R. T. salta a bordo con su M30 para rematar a los supervivientes. El timonel se esconde en el camarote y R. T. tiene que dispararle tres veces a través de la puerta de madera. Cuando todo termina, el silencio que se extiende por la costa sur parece casi absoluto. Las gaviotas se han marchado a otra parte. Los cuatro habitantes de la isla que esta mañana estaban haciendo prácticas de tiro todavía llevan varios elementos de sus disfraces humorísticos. Teo Barbosa todavía va completamente desnudo, con una cinta roja atada a la cabeza y una diana pintada en el culo. A bordo del velero, R. T. silba en dirección a los hombres del risco y levanta el pulgar para que lo vean. A pesar del calor, todavía lleva el mono de trabajo de cuerpo entero y la boina que se ha puesto esta mañana a modo de disfraz humorístico. Inspirado en las famosas fotografías de Patty Hearst como miembro de la SLA.

39. Razón de más para seguir bebiendo

Sara Arta saluda con la mano a los camaradas que se han reunido para darle la bienvenida en la nueva sede del PCA de la calle Junta de Comercio y se encoge con un sobresalto cuando alguien descorcha una botella de champán. Todos los reunidos prorrumpen en aplausos. Alguien hace un amago de cantar la Internacional. La forma en que Sara Arta se encoge de miedo cuando es descorchada la botella es esa forma en que se sobresalta la gente que acaba de salir de un contexto de violencia. De un conflicto bélico o una cárcel española. Cuando se recupera del susto, coge la copa de champán que alguien le acaba de poner en la mano y procede a dejarse abrazar por una serie aparentemente interminable de cuerpos deseosos de felicitarla y celebrar en compañía de ella su fervor revolucionario. Todo el mundo quiere abrazarla. Caras sin nombre y nombres sin cara. El camarada Blanco está en la sala, por supuesto. También el camarada Torregrasa y la gente del SEDA. También otras caras que conoce de las comisiones mixtas. De los cursos de verano. De las concentraciones del PCA y de las Jornadas Libertarias celebradas hace menos de un año en el Parque Güell. El calendario dice que hace menos de un año de las Jornadas Libertarias, pero de alguna manera Sara Arta sabe que tuvieron lugar en otra era geológica. En otra dimensión.

—Camarada —dice el camarada Blanco, envolviendo a Sara Arta en un abrazo de oso—. Volver a tenerte con nosotros es una inyección de fuerzas para todos.

Alguien saca una guitarra. Alguien saca una botella de DYC. Durante la hora siguiente, los reunidos cantan
A las barricadas.
Cantan
Si me quieres escribir
y
Compañías de acero
y
Ay, Carmela.
Cantan
Avanti popolo.
Alguien saca botellas de vino y cigarrillos de marihuana. Alguien recita «A galopar» de Alberti. Sara Arta bebe champán y DYC y vino. El camarada Torregrasa se levanta del suelo donde todos están sentados con las piernas cruzadas y hace un discurso sobre el suicidio de la izquierda orgánica. Sobre ocupar el vacío que quedará tras su colapso. Sobre aglutinar al socialismo obrero. Al socialismo rural. Los reunidos aplauden. Muestran su entusiasmo con silbidos.

—¡Que hable Blanco! —grita alguien.

Sara Arta descorcha otra botella de champán y da un trago. El camarada Blanco hace un discurso sobre el suicidio de la izquierda orgánica. Habla de la infamia de los revisionistas, de los viejos revolucionarios que traicionan a los combatientes verdaderos a cambio de altos cargos en el sistema. Habla de los compañeros que siguen encerrados en las prisiones del fascismo y del éxito de la estrategia que ha conseguido liberar a la camarada Sara. Algunos camaradas no pueden contener las lágrimas. A continuación Blanco habla de ocupar el vacío que quedará tras el colapso de la izquierda reformista. De aglutinar al socialismo obrero. Al socialismo rural. Los reunidos se ponen de pie y aplauden. Sentada con las piernas cruzadas en el suelo, Sara Arta fuma y bebe champán de la botella.

El piso de la calle Junta de Comercio se empieza a vaciar alrededor de las once y media. Los militantes se despiden cálidamente de Sara Arta y salen del piso con cuidado de no hacer ruido. Caras sin nombre y nombres sin cara. El camarada Blanco y el camarada Torregrasa están sentados en el suelo de la sala de estar, pasándose cigarrillos de marihuana y adoctrinando a tres camaradas femeninas muy jóvenes, que los escuchan asintiendo con las cabezas y riéndoles las bromas. Sara Arta camina con pasos bamboleantes hasta el balcón y se asoma al aire cálido de la noche. La calle está desierta. A diferencia de la anterior, la nueva sede en Barcelona del legalizado PCA en la calle Junta de Comercio no tiene ningún letrero ni elemento identificativo en el exterior del edificio. La razón principal es evitar los ataques de grupos de extrema derecha. Sara mira la ciudad que sigue sin despertarse. Víctima de un hechizo que le flota sobre la cara como polvo de estrellas.

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