El jardín colgante (22 page)

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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
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Unos golpecitos en la ventanilla del despacho del encargado de la gasolinera sacan a Muria de su ensoñación frente al termómetro. Dentro de su despacho, el encargado gesticula y señala la fila de coches que están esperando para ser servidos. Muria se toma un momento para comprobar en el reflejo de la ventanilla el estado de su uniforme de trabajo azul marino de CAMPSA y para repeinarse el tupé sempiternamente torcido. Todos sus compañeros de la gasolinera están de acuerdo en que jamás han visto a nadie capaz de llevar el uniforme tan impecablemente planchado y perfecto como lo lleva Muria todos los días. Nadie le ha visto nunca una arruga. Las botas más lustrosas que si las acabara de sacar de la caja. A Muria tampoco le importan demasiado los chascarrillos supuestamente benignos que su uniforme impecable suscita en el resto del personal de la gasolinera. Por fin echa a andar con parsimonia hacia el primer coche de la fila.

El primer coche es un SIMCA Horizon ocupado por dos chicas jóvenes. Muria apoya un antebrazo teatralmente en la capota y acerca la cara a la ventanilla abierta. Las chicas llevan minifaldas de pana y camisetas estampadas sin sujetador.

—Lleno, por favor —dice la chica que va al volante.

—¿Lleno? —dice Muria—. ¿Y adónde vais, que necesitáis el depósito lleno?

Las chicas ponen los ojos en blanco.

—¿Vuestros padres saben adónde vais? —dice Muria, con una amplia sonrisa.

—¿Me llena el depósito o no? —dice la chica.

—Pues me vais a tener que enseñar los carnets de identidad. No puedo serviros gasolina si no tenéis la edad.

Las chicas se miran entre ellas, incrédulas. Muria señala el asiento de atrás del coche, donde hay una sombrilla y un par de bolsas de mimbre con toallas.

—Hagamos un trato —dice—. Si me decís a qué playa vais, os lleno el depósito sin hacer preguntas.

Las chicas parecen demasiado perplejas para contestar.

—Yo os puedo llevar a las mejores playas de esta costa —dice Muria—. Playas apartadas. Paraísos, vamos. Mejor me dejáis conducir a mí. Ya sé que ahora os dejan conducir a las mujeres, pero para llegar a ciertos sitios, hace falta un hombre, ¿eh? —suelta una risilla—. Yo me llamo Melitón. ¿Y vosotras?


¿Melitón?
—La chica pone cara de asco.

Los conductores que esperan detrás del SIMCA Horizon empiezan a hacer sonar las bocinas. En su despacho, el encargado se asoma al cristal con el ceño fruncido.

—Mirad, yo salgo dentro de media hora —dice Muria—. Esperadme en el bar de esa estación de servicio que hay más adelante, anda.

La conductora del SIMCA pisa el acelerador y Muria consigue apartarse un segundo antes de que las ruedas le pasen por encima de las botas.

Al cabo de cinco minutos —y de dos pausas que Muria aprovecha para secarse el sudor, arreglarse el uniforme azul y reajustarse el peinado Carl Perkins—, llega al principio de la fila un Seat 1500 con los cristales tintados. Muria se inclina con la pistola del surtidor en la mano para asomarse a la ventanilla del pasajero que se está abriendo y se queda mirando al chófer con gafas de sol, que a su vez señala con el pulgar al asiento de atrás. Muria gira la cabeza para mirar el asiento de atrás. Ahoga una exclamación. Da un paso hacia atrás, con los ojos muy abiertos. El surtidor gotea sobre el suelo de asfalto de la gasolinera.

En el asiento de atrás, la pantalla vacía de la cara de Arístides Lao mira a su antiguo subordinado.

—¡Ni hablar! —chilla Muria, espantado—. ¡No y no! ¡Ya puede marcharse por donde ha venido!

—No ha escuchado usted lo que he venido a decirle —dice Lao, con el tono neutro de una constatación.

—¡Ni pienso escucharlo! ¡Me da igual lo que sea! ¡Adiós!

—Pónganos gasolina —dice Lao.

Muria se aleja un par de pasos, con un chorrito de gasolina cayendo de la pistola del surtidor.

—¡Usted no quiere gasolina!

—Llene el depósito —dice Lao.

Muria niega con la cabeza. Varios de los conductores que estaban en la cola del surtidor empiezan a salir de sus vehículos y a mirar la escena a una distancia prudencial. El encargado de la gasolinera sale de su despacho con zancadas furiosas.

—¡Por favor! —Muria retrocede hasta tropezar con la manguera del surtidor y se cae. Dos manchas oleaginosas se le empiezan a extender por el uniforme. El peinado sempiternamente torcido ya no resulta reconocible como ninguna variante del famoso tupé que inventó Carl Perkins en los años 50. Ahora parece más bien el resultado de haberse enganchado el flequillo en alguna clase de maquinaria industrial y haber sido arrastrado por el suelo durante cincuenta metros.

32. Costurero

Teo Barbosa y el camarada R. T. terminan de trepar a las peñas que coronan el lado sur del risco del Islote de Arañas y asoman la cabeza para divisar el mar de color esmeralda del oeste de la isla y el yate de lujo que está a cincuenta metros de los escollos. Debían de ser las ocho de esta mañana cuando han oído voces y el ruido de un motor desde la casa, y el camarada Cuervo ha designado a Barbosa y a R. T. para que subieran a ver quién estaba rondando el islote. Las visitas inesperadas no son infrecuentes: puede que la isla en sí sea privada, pero sus aguas no. En la cúspide del risco, a Barbosa y su camarada no les hace falta usar los prismáticos. El yate está lo bastante cerca como para distinguir lo que están haciendo sus ocupantes. Parece ser un equipo publicitario, con un par de fotógrafos y tres modelos, además de una maquilladora y media docena más de personas con ocupaciones menos evidentes, todos a bordo de la lujosa embarcación de treinta metros de eslora.

—Madre mía —dice Barbosa—. Me gustaría que naufragaran para poder rescatar a alguna.

—¿No tienes suficientes problemas con la Madre Nieve, camarada? —dice R. T. en tono de sorna.

Barbosa no quita la vista de las chicas que posan en la cubierta del barco. Por fin mira a su compañero.

—¿Quieres que nos volvamos, camarada? —le pregunta—. Si volvemos deprisa, llegaremos a tiempo para limpiar el corral de los pollos o algo parecido.

R. T. mira a las chicas.

—No —dice por fin—. Nunca se sabe. Podrían ser una amenaza para nuestra seguridad. No pasa nada porque las vigilemos un rato.

—Sabes que es cuestión de tiempo que se quiten los bikinis —dice Barbosa.

—¿Tú crees? —R. T. parece esperanzado.

Los dos hombres se quedan un rato parapetados detrás de las peñas, contemplando la sesión de fotos. Entre carrete y carrete de fotos, las modelos soportan pacientemente los retoques de la maquilladora ataviadas con sus bikinis blancos, gafas de sol enormes y sombreros de paja. El director de la sesión las va colocando. Ahora acostadas sobre el suelo de madera de la proa. Ahora en la baranda. Ahora subidas al techo de la camareta. Las chicas se pasan cigarrillos de marihuana entre ellas. El ruido percusivo de la música disco se eleva flotando desde la cubierta. En un momento dado, la encargada del vestuario trae otros bañadores y las modelos se desnudan delante de todo el mundo para cambiarse.

—¡Joder! —dice R. T.

—La vigilancia es cuestión de paciencia —dice Barbosa, satisfecho—. El buen centinela no conoce el cansancio.

Al cabo de unos minutos el yate leva el ancla y enciende el motor para alejarse rumbo al este. Barbosa y R. T. echan a andar por las peñas, siguiendo a la embarcación hasta que se vuelve a detener trescientos metros más allá. R. T. se acomoda para seguir mirando. Aunque es cierto que habla poco y no da más muestras de voluntad de socializar que el resto de habitantes de la isla, a Barbosa ha llegado a caerle bien R. T. Los dos deben de tener la misma edad, y además del acento balear o catalán de R. T., el hecho de que sea el navegante de la isla hace pensar a Barbosa que no debe de haberse criado muy lejos. Algo en su personalidad refleja también esa placidez callada de los navegantes. Ahora Barbosa se acomoda a su lado.

—No soy muy popular en esta isla, ¿verdad que no? —pregunta.

R. T. se encoge de hombros.

—En esta isla nadie es muy feliz —dice.

—¿No?

—No. Puede que la vida comunitaria sea maravillosa, pero estamos atrapados en una roca en medio del mar. Es imposible no volverse un poco loco.

—A mí me parece mucho mejor que el piso franco donde estaba yo —dice Barbosa.

R. T. fuma.

—¿Son imaginaciones mías o parte del problema es el camarada Piel de Oso? —insiste Barbosa.

R. T. sigue fumando con la mirada clavada en las modelos del yate.

—No todos los camaradas están del todo contentos con la estrategia de la organización —dice por fin—. Es normal, supongo.

—¿Con la estrategia de la organización o del camarada Cuervo?

—El camarada Cuervo hace lo posible para evitarlo, pero cada vez más hay dos facciones en la isla. Nuestro líder lo está intentando subsanar.

—¿El camarada Cuervo contra Piel de Oso?

—Nuestros camaradas más veteranos son los más impacientes —dice R. T.—. Piel de Oso, la Dama Raposa y el Rey Rana. Están ansiosos por volver a entrar en acción. No entienden por qué el camarada Cuervo los hace esconderse tanto tiempo. Están esperando que haya cambios en la organización. Que la rama más belicosa gane fuerza.

—¿Y los demás?

—Están las dos chicas jóvenes —dice R. T.—. Que nunca han entrado en acción. Blancanieve y Rojaflor. Aunque nadie lo dice, hacen más de apoyo y de sostén. Cocinan, lavan la ropa.

—¿Y se acuestan con los mayores?

R. T. sonríe.

—Las malas lenguas dicen que el camarada Cuervo solamente las tiene aquí para inflar los números a su favor en las votaciones. Los jóvenes son los más leales al líder.

—¿Y dónde está la Madre Nieve en todo esto?

—La Madre Nieve nunca está con nadie.

—Y a todo esto, ¿por qué el camarada Cuervo nos hace escondernos tanto tiempo?

R. T. mira a Barbosa.

—El camarada Cuervo no quiere bajas —dice—. Prefiere pasarse de precavido. Cuando nuestra camarada cayó después de que tú pasaras al otro lado, se puso como loco.

Barbosa lo piensa.

—¿Y tú? —dice, tirando su colilla—. ¿Dónde estás tú?

R. T. se encoge de hombros.

—Yo soy el barquero —dice.

Barbosa señala el yate.

—¿Qué te decía yo? —dice.

En la cubierta del yate de lujo, las tres modelos se han quitado los bikinis. Los fotógrafos recargan sus cámaras y disparan carrete tras carrete. Barbosa se pone a aplaudir, provocando que un par de miembros del equipo fotográfico levanten la vista, intrigados.

Ya deben de ser las once cuando el yate se aleja. Barbosa se despereza y mira a su camarada.

—¿Volvemos? —dice.

—Podemos ir a la Casa del Viento —dice—. A buscar provisiones. El alemán ya habrá vuelto de Ibiza.

Los dos echan a andar bajo el sol de justicia. En la terraza de la Casa del Viento se encuentran a los alemanes en sus tumbonas, fumando cigarrillos de marihuana. Camilla debe de tener treinta y muchos años, es muy rubia y tiene unos pechos grandes en un cuerpo carnoso y muy moreno, con la hoz, el martillo y el compás de la Spartakusbund tatuados en el brazo. Oskar aparenta cuarenta y tantos y tiene la cabeza afeitada y barbita de chivo. Camilla se los queda mirando con una sonrisa de pupilas dilatadas mientras Barbosa y R. T., los dos en bañador, se acercan por entre los pinos. El cuerpo de Barbosa sigue siendo más pálido que los de sus compañeros, pero ya empieza a adquirir un matiz tostado.

—Buenos días —dice R. T.

Camilla y Oskar los saludan con la mano.

—¿Hay algo para nosotros? —dice R. T.

Oskar señala la casa con el pulgar.

—Mira al lado de la puerta —les dice.

Barbosa y R. T. salen de la casa con bolsas llenas de patatas, aceite, queso y embutidos. La puerta de la cocina tiene una de esas cortinas de cuentas que tintinean cada vez que uno entra o sale.

—¿Fumáis? —dice Camilla, enseñándole un cigarrillo de marihuana.

Barbosa deja sus bolsas en el suelo.

—Por un poco no pasa nada, imagino —dice, sonriendo.

R. T. lo mira con cara severa.

Camilla coge un costurero que tiene debajo de la tumbona. Un costurero rojo con dibujos chinos. Lo abre y Barbosa y R. T. pueden ver todo lo que hay dentro: Bolsas de marihuana y resina de hachís. Láminas troqueladas de ácido. Frasquitos y blísteres llenos de pastillas. R. T. sorprende la mirada fascinada de Barbosa.

—Será mejor que nos vayamos, camarada —le dice—. Llevamos toda la mañana fuera, y no es que falte trabajo que hacer.

La brisa acaricia las pieles desnudas de todos. Barbosa se despide con la mano de los alemanes.

33. Teoría de sistemas

En el salón del chalet que alberga la base del CESID en la avenida Cardenal Herrera Oria de Madrid reina lo más parecido a la expectación que el comandante Ponce Oms recuerda haber visto desde que ocupa su cargo. Está presente casi todo el personal superior de la División de Inteligencia Interior, además de algunos delegados regionales. Por supuesto, a estas alturas ya todos han oído hablar del «agente Sirio». En la última semana han trascendido los bastantes detalles de su plan como para que más de uno haya llamado a la Delegación de Barcelona para preguntar por el misterioso asesor que Oms se ha sacado de la manga. Esta mañana, sin embargo, toda curiosidad permanece a buen recaudo. Los hombres de Inteligencia Interior están sentados perfectamente circunspectos en torno a la mesa de reuniones del salón. Maestros del disimulo. Solamente alguien tan familiarizado con las dinámicas internas de la división como Oms puede percibir algo remotamente parecido a la expectación. En la superficie no hay más que contención.

Alrededor de la mesa de reuniones del salón, el noverde de los trajes burocráticos ya supera al verde de los uniformes militares en proporción de 3 a 2.

—El agente Sirio contestará a todas las preguntas que tengan ustedes sobre el dossier —dice el comandante Oms a los presentes, acercando la cara a su micrófono—. Recuerden que de aquí hemos de salir teniéndolo todo perfectamente claro.

El comandante Oms está sentado a la derecha de Lao, que ocupa la cabecera de la mesa de reuniones. Todos cuentan con micrófonos, cuyos cables confluyen en un magnetófono instalado en una mesa contigua. Aunque la disposición de los hombres reunidos alrededor de Lao no se parece estrictamente a las representaciones pictóricas de la última cena, sí que hay en ella cierta atmósfera parecida de finalidad conspiratoria. El subdirector de la División de Inteligencia Interior, un tipo de voz suave y mentón huidizo llamado Meseguer, sostiene en alto el expediente de D. M. Dorcas.

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